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—Ahí empezarán a cagarse de miedo. Ahora pongámoslo en el sofá. Tú —se dirigió a Rapava—, cógelo por las piernas. El viejo, a medida que hablaba, estaba cada vez más hundido en el sillón, despatarrado, con los ojos cerrados y voz monótona. De repente exhaló sonoramente y volvió a incorporarse. Miró asustado la habitación del hotel a su alrededor.

—Tengo que mear, muchacho. ¿Dónde está el lavabo?

—Ahí lo tiene.

Se levantó con cautelosa dignidad de borracho. Kelso oyó a través de la delgada pared el ruido de la orina en el inodoro. La verdad es que tenía bastante que descargar, pensó. Había estado lubricando la memoria de Rapava durante casi cuatro horas: primero cerveza Báltica en el bar del vestíbulo del Ucrania, después, Zubrovka en el bar de enfrente, y por último, whisky de malta en la intimidad de la habitación. Era como tratar de pescar un pez en un río de alcohol. En aquel mo- mento vio la caja de cerillas que Rapava había tirado al suelo y la recogió. Llevaba impreso el nombre de un bar o night club, ROBOTNIK, y una dirección, cerca del estadio del Dínamo. Se oyó el ruido de la cadena y Kelso se metió las cerillas en el bolsillo. Rapava reapareció por el quicio de la puerta abrochándose la bragueta.

—¿Qué hora es, muchacho?

—Casi la una.

—Tengo que irme. Joder, pensarán que soy tu novio. —Rapava hizo un gesto obsceno con la mano.

Kelso simuló reírse. Sí, claro, enseguida llamaría un taxi. Pero por qué no se acababan la botella. Cogió el whisky y comprobó subrepticiamente si la grabadora seguía en marcha. Acabemos la botella, camarada, y termine de contarme la historia, pensó.

El viejo frunció el entrecejo y miró al suelo. La historia ya se había acabado. No había más que añadir. Subieron a Stalin al sofá y… ¿qué? Malenkov salió a hablar con los guardias. Rapava llevó a Beria a casa. Todo el mundo sabe el resto. Stalin murió al cabo de uno o dos días. Poco después murió Beria. Malenkov… bueno, estuvo dando vueltas durante años después de caer en desgracia (en los años setenta Rapava lo había visto una vez arrastrándose por la Arbat), pero ahora también estaba muerto. Nadaraya, Sarsikov, Dumbadze, Starostin, Butusova… todos muertos. El Partido estaba muerto. Y todo el maldito país, para el caso, también lo estaba.

—Pero seguro que su historia no acaba ahí —dijo Kelso—. Siéntese, Papú Gerasimovich, venga, acabemos la botella.

Le hablaba con educación y cautela, porque percibía que la anestesia del alcohol y la vanidad podían esfumarse en cualquier momento, y Rapava podía volver en sí y darse cuenta de que estaba hablando demasiado. Tuvo otro arrebato de ira. ¡Diablos, qué difíciles que eran esos viejos del NKVD… difíciles e incluso todavía peligrosos! Kelso era un historiador cuarentón, treinta años más joven que Papú Rapava, pero no estaba en muy buena forma física… para ser sinceros, nunca lo había estado y prefería no tener que vérselas con el viejo si perdía los estribos. Rapava, después de todo, era un superviviente de los campos del Ártico. Seguramente no se había olvidado de cómo atacar a alguien, y, supuso Kelso, hacerle daño en serio.

Llenó los dos vasos, el de Rapava y el suyo, y se obligó a seguir hablando.

—Bueno, a ver, ahí está usted, con veinticuatro años, en el dormitorio del secretario general, o sea, en el sanctasanctórum del poder, porque más cerca no se podía estar. ¿Qué pretendía Beria, para qué lo llevó allí dentro?

—¿Estás sordo, muchacho? Te he dicho que me necesitaba para mover el cuerpo.

—¿Pero por qué usted? ¿Por qué no usó a los guardias habituales de Stalin? Al fin y al cabo lo habían encontrado ellos, ¿no? Y ellos habían llamado a Malenkov. ¿Por qué Beria no se llevó a uno de sus ayudantes personales a Blizhny? ¿Por qué precisamente a usted?

En aquel momento Rapava se tambaleaba mientras miraba el vaso de whisky y Kelso se dio cuenta de que toda la noche dependía de eso: necesitaba otra copa y la necesitaba en ese preciso instante, y necesitaba esas dos cosas mucho más que irse. Volvió, se dejó caer pesadamente y le tendió el vaso para que volviera a llenárselo.

—Papu Rapava —continuó Kelso mientras le servía otros tres dedos de whisky—, el sobrino de Avksentry Rapava, el amigacho más antiguo de Beria del NKVD georgiano. El más joven de todo el equipo. Un chico nuevo en la ciudad. ¿Quizá un poco más ingenuo que el resto? ¿Tengo razón? Precisamente el tipo de joven ambicioso a quien el jefe debió de mirar y pensar: Sí, puedo usarlo, puedo usar al chico Rapava porque es capaz de guardar un secreto.

Un denso silencio se prolongó hasta hacerse casi tangible, como si alguien hubiera entrado en la habitación para quedarse con ellos. Rapava empezó a mecerse de un lado a otro, se inclinó hacia adelante y empezó a masajearse el cuello descarnado mirando fijamente la alfombra gastada. Llevaba el pelo gris casi rapado. Tenía un vieja cicatriz en la coronilla que llegaba hasta la sien y que parecía cosida por un ciego con un cordel. Y sus dedos con las yemas amarillentas y sin uñas.

—Apaga la máquina, muchacho —dijo en voz baja haciendo un gesto hacia la mesa—. Apágala y quita la cinta… Eso es, y déjala donde pueda verla. El camarada Stalin era un hombre bajo, un metro sesenta y tres, pero robusto. ¡Dios mío, cómo pesaba! Como si no fuera de carne y hueso, sino de algún material más pesado. Lo arrastraron por el suelo de madera —la cabeza colgaba y golpeteaba sobre el parquet lustroso— y después tuvieron que levantarlo haciendo palanca, las piernas primero. Rapava vio —no pudo evitarlo porque tenía los pies del secretario general casi en la cara— que tenía el segundo y el tercer dedo unidos — la marca del Diablo—, y cuando nadie lo miraba se persignó.

—Pues bien, joven camarada —le dijo Beria cuando salió Malenkov —, ¿prefieres estar bajo tierra o quieres seguir arriba?

Al principio Rapava creyó haber oído mal. Pero al punto comprendió que su vida ya no volvería a ser la misma y que tenía suerte si sobrevivía.

—Prefiero seguir así, jefe.

—Buen chico. Tenemos que buscar una llave, de este tamaño. — Beria indicó una medida con el pulgar y el índice—. Se parece a la llave para dar cuerda a un reloj. La tiene en un aro de metal con un trozo de cuerda atado. Mira en su ropa.

La guerrera gris de siempre colgaba del respaldo de una silla, y encima estaban los pantalones cuidadosamente doblados. Al lado había un par de botas altas de montar con los tacones unos centímetros más altos de lo normal. Los brazos de Rapava se movían entrecortadamente. ¿Qué pesadilla era ésa? ¿El padre y maestro del pueblo soviético, el ejemplo, el organizador de la victoria del comunismo, el dirigente de toda la humanidad progresista con la mitad de su férreo cerebro des- truido, tumbado sobre un sofá, mientras ellos dos revolvían la habitación como un par de ladrones? A pesar de todo, hizo lo que le ordenaban y empezó con la guerrera. Mientras tanto Beria atacaba el escritorio con destreza de viejo miembro de la Cheka, sacaba los cajo- nes de las guías, los ponía en posición vertical, registraba el contenido, apartaba lo inútil, y volvía a colocarlos en las guías.

En la guerrera y los pantalones no había más que un pañuelo sucio y acartonado con moco reseco. Para entonces, la vista de Rapava ya se había acostumbrado a la semipenumbra y vio más claramente dónde estaba. En una de las paredes había una reproducción de una pintura china representando un tigre. En otra, esto era lo más extraño, Stalin había enganchado fotos de niños. Sobre todo de críos pequeños, menores de dos años. No eran exactamente fotos, sino páginas arrancadas de revistas y periódicos. Debía de haber más de veinte.

—¿Hay algo?

—No, jefe.

—Mira en el sofá.

Habían puesto a Stalin de espaldas, con las manos cruzadas sobre la barriga. Cualquiera diría que el tipo estaba durmiendo. Respiraba con fuerza, casi roncando. De cerca no se parecía demasiado a las fotos. Tenía mofletes, manchas rojas y marcas en la cara; el bigote y las cejas muy canosos. Entre la cabellera rala se entreveía la calvicie. Rapava se inclinó sobre él… ¡puaf, qué olor!, como si ya hubiera empezado a pudrirse, y deslizó la mano entre los cojines y el respaldo del sofá. Metió los dedos hasta el fondo y deslizó la mano hacia la izquierda, hacia los pies del secretario general, y después a la derecha, hacia la cabeza, hasta que al fin la yema del índice se topó con algo duro. Tuvo que agacharse para poder sacarlo y apoyarse suavemente sobre el pecho de Stalin.