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– ¿La han dejado en libertad?

– No, no, el fiscal ha estado aquí, ella está en… -Joona oye que Persson hojea unos papeles-. Está en uno de nuestros pisos protegidos.

– Bien -asiente él-. Ponga agentes de guardia en su puerta, ¿entendido?

– No somos idiotas -replica Persson, arrogante.

Joona finaliza la llamada y va al encuentro de Carlos, que está sentado en una silla con un ordenador sobre las rodillas. Una mujer está de pie a su lado, señalando la pantalla.

Ornar, de la central de comunicaciones, repite el código Echo en su radio, el que se utiliza en las operaciones con unidades caninas. Joona supone que a esas alturas ya habrán localizado la mayoría de los vehículos policiales sin obtener resultados.

Hace una señal a Carlos pero no consigue atraer su atención, así que decide salir por una de las puertas de cristal. Fuera está oscuro y hace frío. El andador está abandonado en la parada de autobuses vacía. Joona echa un vistazo a su alrededor. Pasea la mirada por el grupo de gente que observa el trabajo policial desde fuera de la zona acordonada, contempla la luz azul, los movimientos nerviosos de los agentes y los flashes de las cámaras de los fotógrafos, y finalmente su mirada se centra en el aparcamiento, en las fachadas oscuras de los diferentes edificios del complejo hospitalario.

De pronto echa a andar rápidamente, pasa por encima de la banda de plástico ondeante que acordona la zona, se abre camino entre el grupo de curiosos y mira en dirección al cementerio del Norte. Continúa hasta Solna Kyrkoväg, camina a lo largo de la valla e intenta distinguir algo entre las siluetas negras de árboles y lápidas. Una red de senderos débilmente iluminados discurre por una extensión de unas sesenta hectáreas con zonas conmemorativas, jardines, un crematorio y treinta mil tumbas.

Joona pasa ante la garita que hay junto a la verja, acelera el paso, mira hacia el obelisco de color claro de Alfred Nobel y continúa por delante de la gran capilla.

De repente el silencio es total. La alarma del hospital ha dejado de oírse. Hay un susurro entre las ramas desnudas de los árboles y los pasos del comisario resuenan débilmente mientras camina entre las lápidas y las cruces. Se oye el motor de un vehículo a lo lejos, en la autovía, y un crujido procedente de un montón de hojas secas que hay bajo un arbusto. Aquí y allá se ven velas encendidas dentro de contenedores de cristal empañados.

Joona se encamina hacia el extremo este del cementerio, la zona que da al acceso a la autovía, y de repente ve a unos cuatrocientos metros que alguien se mueve en la oscuridad, entre las altas lápidas, en dirección a la secretaría. Se detiene y aguza la mirada. La silueta camina titubeante, encorvada hacia adelante. Joona echa a correr entonces entre lápidas y plantas, llamas oscilantes y ángeles de piedra. Ve que la pequeña figura se apresura entre los árboles, sobre la hierba helada. La ropa blanca ondea tras él.

– ¡Detente, Josef! -grita.

El chico se oculta de su visita tras un gran panteón con una valla de hierro colado y gravilla. Joona desenfunda el arma y le quita el seguro con rapidez. Corre desplazándose de costado, divisa de nuevo al chico, vuelve a gritarle que se detenga y apunta a su muslo derecho. Pero de repente una anciana se interpone entre ambos: estaba inclinada sobre una tumba y se ha levantado; su rostro está en plena línea de tiro. A Joona se le encoge el estómago mientras Josef desaparece nuevamente tras un seto de cipreses. El comisario baja entonces el arma y va tras él. Cuando pasa junto a la mujer, la oye gimotear que sólo quería encender una vela en la tumba de Ingrid Bergman. Sin mirarla, le grita que se trata de un asunto policial y vuelve a otear en la oscuridad. Josef ha desaparecido entre los árboles y las lápidas. Las escasas farolas iluminan tan sólo áreas pequeñas, un banco de color verde o unos pocos metros de sendero de grava. Joona coge el teléfono, marca el número de la central de comunicaciones y solicita refuerzos inmediatos, es una situación peligrosa, necesita una unidad completa, al menos cinco vehículos y un helicóptero. Asciende rápidamente en diagonal por una pendiente, pasa por encima de una valla baja y luego se detiene. Oye unos ladridos lejanos y un crujido en un sendero un poco más adelante. De inmediato echa a correr en esa dirección, ve a alguien moverse agazapado entre las lápidas, lo sigue con la mirada e intenta acercarse, encontrar una línea de tiro si consigue identificarlo. Unos pájaros negros levantan el vuelo. Un cubo de basura se vuelca. De repente ve a Josef correr encorvado por detrás de un seto marrón, helado. Joona tropieza y rueda cuesta abajo por una pendiente hasta dar contra un soporte con regaderas y jarrones cónicos. Cuando se incorpora ya no ve al chico. El pulso le retumba en las sienes. Nota que se ha hecho un arañazo en la espalda. Tienes las manos frías y entumecidas. Cruza el sendero de grava y mira a su alrededor. Tras el edificio de la secretaría divisa un coche con el emblema de la ciudad de Estocolmo en la puerta. El vehículo da media vuelta lentamente, las luces rojas traseras desaparecen y el haz de los faros delanteros se desliza sobre los árboles y de repente ilumina a Josef, que se detiene tambaleante en el estrecho sendero. La cabeza le cuelga pesadamente hacia adelante mientras da un par de pasos cojeando. Joona corre tan de prisa como puede. Entonces ve que el coche se ha detenido, la puerta delantera se abre y de él sale un hombre con barba.

– ¡Policía! -grita.

Pero no lo oyen.

Dispara al aire y el hombre de la barba mira en su dirección. Pero Josef se está aproximando a él con el escalpelo en la mano. Todo se desarrolla en unos pocos segundos. No hay posibilidad de llegar. Joona se apoya en una lápida, la distancia hasta el chico es de más de trescientos metros, seis veces más que la del campo de entrenamiento de tiro. El punto de mira oscila ante Joona. Es difícil ver nada, parpadea y aguza la mirada. La figura grisácea disminuye de tamaño y se oscurece. La rama de un árbol se cruza una y otra vez en su línea de tiro. El hombre de la barba se vuelve hacia Josef y da un paso atrás. Tratando de mantener la mano firme, el comisario aprieta el galillo. El disparo se produce y el retroceso sacude su brazo hasta el hombro. La pólvora le escuece en la mano helada. La bala desaparece sin rastro entre los árboles, el eco del tiro se desvanece. Vuelve a apuntar y entonces ve cómo Josef acuchilla al hombre de la barba en el estómago. Brota la sangre, Joona dispara, la bala atraviesa la ropa del chico, él se tambalea y suelta el escalpelo, se palpa la espalda, da algunos pasos y se mete en el coche. Joona echa a correr para alcanzar el sendero, pero Josef ya ha puesto el vehículo en marcha, pasa por encima las piernas del hombre de la barba y luego se aleja a toda velocidad. Cuando el comisario se percata de que no le va a dar tiempo a llegar al sendero, se detiene y apunta con la pistola a la rueda delantera, dispara y acierta. El coche se desvía un poco de su trayectoria pero continúa avanzando, aumenta la velocidad y desaparece en dirección a la salida de la autovía. Joona guarda el arma, saca su teléfono e informa de la situación a la central de comunicaciones, solicita hablar con Ornar y repite que necesita un helicóptero.

El hombre de la barba sigue con vida, aunque un reguero de sangre oscura procedente de la herida del estómago le resbala entre los dedos y parece tener las dos piernas rotas.

– Sólo era un chaval -repite, conmocionado-. Sólo era un chaval.

– La ambulancia está de camino -dice Joona, y por fin oye el sonido del rotor del helicóptero sobre el cementerio.

Es muy tarde cuando Joona levanta el teléfono en su despacho de la comisaría, marca el número de Disa y aguarda a que ella responda.

– Déjame en paz -dice, cansada.

– ¿Estabas dormida? -pregunta Joona.

– Pues claro.

Se hace el silencio por un momento.

– ¿Estaba rica la comida?