– Sí que lo estaba.
– Supongo que entiendes que…
Joona se interrumpe, la oye bostezar y sentarse en la cama.
– ¿Estás bien? -pregunta ella.
Él se mira las manos. Aunque se las ha lavado a conciencia, le parece que los dedos aún huelen débilmente a sangre. Permaneció arrodillado durante un rato, presionando la herida del estómago del hombre cuyo coche se llevó Josef Ek. El herido estuvo consciente todo el tiempo, habiéndole ansioso sobre su hijo; le contó que acababa de terminar el bachillerato y que por primera vez iba a viajar solo al norte de Turquía para conocer a sus abuelos paternos. Luego el hombre miró a Joona, observó sus manos sobre el estómago y constató sorprendido que la herida no le dolía en absoluto.
– ¿No es extraño? -dijo mirándolo con los ojos brillantes y claros de un niño.
Joona trató de hablarle con tranquilidad, explicándole que las endorfinas hacían que por el momento no notara el dolor. Su cuerpo se encontraba en estado de shock y optaba por ahorrar una sobrecarga al sistema nervioso.
El hombre guardó silencio unos instantes y luego le preguntó, muy sereno:
– ¿Esto es lo que uno siente al morir? -Casi intentó sonreír-. ¿No duele?
Joona abrió la boca para contestarle, pero en ese mismo momento llegó la ambulancia y notó que alguien le apartaba lentamente las manos del vientre del hombre y lo separaba de él unos metros para que los paramédicos pudieran colocarlo sobre una camilla.
– Joona, ¿cómo estás? -pregunta de nuevo Disa.
– Estoy bien -dice él.
La oye moverse, parece como si estuviera bebiendo agua.
– ¿Quieres otra oportunidad? -pregunta ella a continuación.
– Por supuesto.
– Aunque pasas de mí… -dice con dureza.
– Sabes que no es verdad -repone él, y de repente oye lo terriblemente cansada que suena su voz.
– Perdona -dice ella-. Me alegro de que estés bien.
Finalizan la llamada y Joona permanece sentado un momento, escuchando el silencio que reina en la comisaría. Acto seguido se levanta, saca el arma de la funda que está colgada detrás de la puerta, la abre y se dispone a limpiarla cuidadosamente y a engrasar cada pieza. Luego vuelve a montarla, va hasta el armero y la guarda bajo llave. El olor a sangre se ha ido; no obstante, sus manos huelen ahora intensamente a lubricante para armas. A continuación se sienta y redacta un informe para Petter Näslund, su superior más directo, en el que le refiere por qué ha considerado que estaba justificado usar su arma reglamentaria.
Capítulo 22
Viernes 11 de diciembre, por la tarde
Erik espera mientras se hornean las pizzas y pide más salami para la de Simone. Su teléfono suena entonces y comprueba la pantalla. Al no reconocer el número, vuelve a meter el móvil en el bolsillo: probablemente sea otro periodista, y no aguantaría más preguntas en ese momento. Mientras se dirige hacia su casa con las cajas grandes, calientes, piensa que tiene que hablar con Simone, explicarle que si se enfadó fue porque era inocente, que no ha hecho nada de lo que ella piensa. Se detiene delante de la floristería, duda un instante pero finalmente entra. En el aire flota un olor dulzón y el cristal del escaparate está empañado. Se decide a comprar un ramo de rosas cuando su teléfono vuelve a sonar. Es Simone.
– Hola.
– ¿Dónde estás? -pregunta.
– Estoy de camino.
– Estamos muertos de hambre.
– Vale, voy en seguida.
Se apresura en llegar a casa, cruza el portal y luego aguarda el ascensor. Por el cristal tallado de color amarillo de la entrada, el mundo exterior parece de cuento, como encantado. Erik deposita entonces las cajas en el suelo, abre la portezuela de la rampa de la basura y tira por ella el ramo de rosas.
Sin embargo, nada más subir al ascensor se arrepiente, piensa que quizá a ella le habrían gustado y no lo habría interpretado en absoluto como un intento de comprarla, de evitar la confrontación.
Erik llama a la puerta, Benjamín abre y coge las cajas con las pizzas. Él cuelga su ropa de abrigo y se dirige al baño a lavarse las manos. Coge un blíster con unas pastillas pequeñas de color amarillo limón, saca rápidamente tres, las traga con la ayuda de un poco de agua y luego va a la cocina.
– Ya estamos comiendo -dice Simone.
Erik ve el vaso de agua sobre la mesa y murmura algo sobre Alcohólicos Anónimos mientras saca dos copas de vino.
– Bien -asiente Simone mientras él descorcha una botella.
– Oye -dice Erik entonces-, sé que te he decepcionado pero…
En ese instante suena de nuevo su móvil y ambos se miran.
– ¿Es que no vas a contestar? -pregunta Simone.
– Esta noche no pienso hablar con más periodistas -explica él.
Ella corta un pedazo de pizza, toma un bocado y dice:
– Pues déjalo que suene.
Erik sirve vino en las copas, Simone asiente y sonríe.
– Por cierto -comenta de repente-, ya casi ha desaparecido, pero olía de nuevo a tabaco cuando he llegado a casa.
– ¿Tienes algún amigo que fume? -le pregunta Erik a Benjamín.
– No -contesta él.
– ¿Y Aida?
Benjamín no contesta, come de prisa pero se detiene repentinamente, suelta los cubiertos y mira la mesa.
– ¿Qué pasa, chaval? -pregunta Erik con cautela.
– Nada.
– Sabes que puedes contarnos lo que sea.
– ¿De veras?
– No pienses que…
– No te enteras -lo interrumpe él.
– Explícamelo -intenta Erik.
– No.
Comen en silencio. Benjamin mira fijamente la pared.
– Qué rico está el salami -comenta Simone en voz baja, y luego limpia la marca de pintalabios de la copa-: Es una pena que ya no cocinemos juntos -añade dirigiéndose a Erik.
– ¿Y cuándo íbamos a poder hacerlo? -se defiende él.
– ¿Queréis parar de reñir? -grita Benjamin.
Se bebe el agua y mira por la ventana la ciudad oscura. Erik no come casi nada pero llena su copa un par de veces.
– ¿Te pusiste la inyección ayer? -pregunta Simone.
– ¿Se la salta papá alguna vez?
Benjamin se levanta y deja el plato en el fregadero.
– Gracias por la cena.
– He ido a ver la chaqueta de piel para la que estás ahorrando -dice de pronto Simone-. Había pensado que yo podría añadir lo que te falta.
Benjamin sonríe ampliamente y la abraza. Ella lo estrecha con fuerza pero afloja el abrazo cuando nota el primer indicio de que su hijo quiere alejarse, y luego él se retira a su cuarto.
Erik parte un pedazo de pizza y se lo mete en la boca. Tiene unas profundas ojeras y las líneas de expresión alrededor de la boca muy marcadas. En su frente se forma una arruga de sufrimiento o de tensión.
El teléfono vuelve a sonar, desplazándose por la mesa debido a la vibración.
Erik mira la pantalla y niega con la cabeza.
– No es nadie conocido -dice tan sólo.
– ¿Ya te has cansado de ser famoso? -pregunta suavemente Simone.
– Hoy he hablado sólo con dos periodistas -señala él sonriendo débilmente-, pero ya he tenido suficiente.
– ¿Qué querían?
– Era de la revista ésa, Café, o como se llame.
– ¿La que siempre saca pin-ups en la portada?
– Sí, siempre hay una chica con cara de sorpresa porque la estén fotografiando vestida sólo con unas bragas y la bandera inglesa.
Ella le sonríe.
– ¿Qué querían?
Erik se aclara la garganta y responde, aburrido:
– Me preguntaron si se podía hipnotizar a las mujeres para que accedan a acostarse con uno…
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Y la otra llamada? -pregunta ella-. ¿Era del Ritz o del Slitz?
– «Dagens Eko» -contesta él-. Querían saber lo que opinaba sobre la denuncia del procurador judicial.