Entonces sí que Smaug rió de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.
—¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza? Girion, Señor de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo acabé con los guerreros de antaño y hoy no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno. ¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó, relamiéndose—. ¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi aliento muerte!
—Siempre entendí —dijo Bilbo en un asustado chillido— que los dragones son más blandos por debajo, especialmente en esa región del... pecho; pero sin duda alguien tan fortificado ya lo habrá tenido en cuenta.
El dragón interrumpió bruscamente estas jactancias. —Tu información es anticuada —espetó—. Estoy acorazado por arriba y por abajo con escamas de hierro y gemas duras. Ninguna hoja puede penetrarme.
—Tendría que haberlo adivinado —dijo Bilbo—. En verdad no conozco a nadie que pueda compararse con el Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué magnificencia, un chaleco de diamantes!
—Sí, es realmente raro y maravilloso —dijo Smaug, complacido sin ninguna razón. No sabía que el hobbit había llegado a verle brevemente la peculiar cobertura del pecho, en la visita anterior, y esperaba impaciente la oportunidad de mirar de más cerca, por razones particulares. El dragón se revolcó—. ¡Mira! —dijo—. ¿Qué te parece?
—¡Deslumbrante y maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso! —exclamó Bilbo en voz alta, pero lo que pensaba en su interior era: «¡Viejo tonto! ¡Ahí, en el hueco del pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol fuera de casa!».
Habiendo visto lo que quería ver, la única idea del señor Bolsón era marcharse. —Bien, no he de detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo —dijo—, ni robarle un muy necesitado reposo. Capturar poneys da algún trabajo, creo, si parten con ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores —añadió como observación de despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía subiendo por el túnel.
Fue un desafortunado comentario, pues el dragón escupió unas llamas terribles detrás de Bilbo, y aunque él corría pendiente arriba, no se había alejado tanto como para sentirse a salvo antes de que Smaug lanzara el cráneo horroroso contra la entrada del túnel. Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las mandíbulas, pero las narices echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi fue vencido, y avanzó a ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había sentido bastante complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con Smaug, pero el error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.
«¡Nunca te rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!», se dijo, y esto se convertiría en uno de sus dichos favoritos en el futuro, y se transformaría en un proverbio. «Todavía no terminaste esta aventura», agregó, y esto fue bastante cierto también.
La tarde se cambiaba en noche cuando salió otra vez y trastabilló y cayó desmayado en el «umbral». Los enanos lo reanimaron y le curaron las quemaduras lo mejor que pudieron; pero pasó mucho tiempo antes de que los pelos de la nuca y los talones le creciesen de nuevo; pues el fuego del dragón los había rizado y chamuscado hasta dejarle la piel completamente desnuda. Entretanto, los enanos trataron de levantarle el ánimo; querían que Bilbo les contara en seguida lo que había ocurrido, y en especial querían saber por qué el dragón había hecho aquel ruido tan espantoso, y cómo Bilbo había escapado.
Pero el hobbit estaba preocupado e incómodo, y les costó sacarle unas pocas palabras. Pensándolo ahora, lamentaba haberle dicho al dragón algunas cosas, y no tenía ganas de repetirlas. El viejo zorzal estaba posado en una roca próxima, inclinando la cabeza, escuchando todo lo que hablaban. Lo que pasó entonces muestra el malhumor de Bilbo: recogió una piedra y se la arrojó al zorzal. El pájaro aleteó haciéndose a un lado y volvió a posarse.
—¡Maldito pájaro! —dijo Bilbo enojado—. Creo que está escuchando, y no me gusta nada ese aspecto que tiene.
—¡Déjalo en paz! —dijo Thorin—. Los zorzales son buenos y amistosos: éste es un pájaro realmente muy viejo, y tal vez el último de la antigua estirpe que acostumbraba vivir en esta región, dóciles a las manos de mi padre y mi abuelo. Era una longeva y mágica raza, y quizás éste sea uno de los que vivían aquí entonces hace un par de cientos de años o más. Algunos hombres de Valle entendían el lenguaje de estos pájaros, y los mandaban como mensajeros a los hombres del Lago y a otras partes.
—Bien, tendrá nuevas que llevar a la Ciudad del Lago entonces, si es eso lo que pretende —dijo Bilbo—. Aunque supongo que allí no queda nadie que se preocupe por el lenguaje de los zorzales.
—Pero ¿qué ha sucedido? —gritaron los enanos—. ¡Vamos, no interrumpas la historia!
De modo que Bilbo les contó lo que pudo recordar, y confesó que tenía la desagradable impresión de que el dragón había adivinado demasiado bien todos los acertijos sobre los campamentos y los poneys. —Estoy seguro de que sabe de dónde venimos, y que nos ayudaron en Ciudad del Lago; y tengo el hondo presentimiento de que podría ir muy pronto en esa dirección. Desearía no haber hablado nunca del Jinete del Barril; en estos lugares aun un conejo ciego pensaría en los hombres del Lago.
—¡Bueno, bueno! Ya no puede enmendarse, y es difícil no cometer un desliz cuando hablas con un dragón, o así he oído decir —lo consoló Balin—. Yo pienso que lo hiciste muy bien, y de todos modos has descubierto algo muy útil, y has vuelto vivo, y esto es más de lo que puede contar la mayoría de quienes hablaron con gentes como Smaug. Puede ser una suerte, y aun una bendición, saber que ese viejo gusano tiene un sitio desnudo en el chaleco de diamantes.
Aquello cambió la conversación, y todos empezaron a hablar de matanzas de dragones, históricas, dudosas y míticas; y de las distintas puñaladas, mandobles, estocadas al vientre, y las diferentes artes, trampas y estratagemas por las que tales hazañas habían sido llevadas a cabo. De acuerdo con la opinión general, sorprender a un dragón que echaba una siesta no era tan fácil como parecía, y el intento de golpear o pinchar a uno dormido podía ser más desastroso que un audaz ataque frontal. Mientras ellos hablaban, el zorzal no dejaba de escuchar, hasta que por último, cuando asomaron las primeras estrellas, desplegó en silencio las alas y se alejó volando. Y mientras hablaban y las sombras crecían, Bilbo se sentía cada vez más desdichado e inquieto por lo que podía ocurrir.
Por fin los interrumpió. —Sé que aquí no estamos seguros —dijo—. Y no veo razón para quedarnos. El dragón ha marchitado todo lo que era verde y agradable, y además ha llegado la noche y hace frío. Pero siento en los huesos que este sitio será atacado otra vez. Smaug sabe cómo bajé hasta el salón, y descubrirá dónde termina el túnel. Destruirá toda esta ladera si es necesario, para impedir que entremos, y si las piedras nos aplastan, más le gustará.
—¡Estás muy siniestro, señor Bolsón! —dijo Thorin—. ¿Por qué Smaug no ha bloqueado entonces el extremo de abajo, si tanto quiere tenernos fuera? No lo ha hecho, o lo habríamos oído.
—No sé, no sé... porque al principio quiso probar de atraerme de nuevo, supongo, y ahora quizá espera porque antes quiere concluir la cacería de la noche, o porque no quiere estropear el dormitorio, si puede evitarlo... pero prefiriría que no discutiéramos. Smaug puede aparecer ahora en cualquier momento, y nuestra única esperanza es meternos en el túnel y luego cerrar bien la puerta.