Fili y Kili estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear; y como eran instrumentos mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero los enanos eran en general más prácticos: recogían joyas y se atiborraban los bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos, suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando algo que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo había dicho a nadie.
En ese momento los enanos descolgaron de las paredes unas armas y unas cotas de malla, y se armaron ellos mismos. Un rey en verdad parecía Thorin, vestido con su abrigo de anillas doradas, y en el cinturón tachonado con piedras rojas un hacha con empuñadura de plata.
—¡Señor Bolsón! —dijo—. ¡Aquí tienes el primer pago de tu recompensa! ¡Tira tu viejo abrigo y toma éste!
En seguida le puso a Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún joven príncipe elfo mucho tiempo atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril, y con ella iba un cinturón de perlas y cristales. Un casco liviano que por fuera parecía de cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas blancas en el borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit.
«Me siento magnífico», pensó, «pero supongo que he de parecer bastante ridículo. ¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría tener un espejo a mano!».
Pero aun así el hechizo del tesoro no pesaba tanto sobre el señor Bolsón como sobre los enanos. Bastante tiempo antes de que los enanos se cansaran de examinar el botín, él ya estaba aburrido y se sentó en el suelo; y empezó a preguntarse nervioso cómo terminaría todo. «Daría muchas de estas preciosas copas», pensó, «por un trago de algo reconfortante en un cuenco de madera de Beorn».
—¡Thorin! —gritó—. ¿Y ahora qué? Estamos armados, pero ¿de qué sirvieron antes las armaduras contra Smaug el Terrible? El tesoro no ha sido recobrado aún. No buscamos oro, sino una salida; ¡y hemos tentado demasiado la suerte!
—¡Estás en lo cierto! —respondió Thorin, saliendo de su aturdimiento—. ¡Vámonos! Yo os guiaré. Ni en mil años podría yo olvidar los laberintos de este palacio. —Luego llamó a los otros, que empezaron a agruparse, y sosteniendo altas las antorchas atravesaron las puertas, no sin echar atrás miradas ansiosas.
Habían vuelto a cubrir las mallas resplandecientes con las viejas capas, y los cascos brillantes con los capuchones harapientos, y uno tras otro seguían a Thorin, una hilera de lucecitas en la oscuridad que a menudo se detenían, cuando los enanos escuchaban temerosos, atentos a cualquier ruido que anunciara la llegada del dragón.
Aunque el tiempo había pulverizado o destruido los adornos antiguos y aunque todo estaba sucio y desordenado con las idas y venidas del monstruo, Thorin conocía cada pasadizo y cada recoveco. Subieron por largas escaleras, torcieron y bajaron por pasillos anchos y resonantes, volvieron a torcer y subieron aún más escaleras, y de nuevo aún más escaleras. Talladas en la roca viva, eran lisas, amplias y regulares; y los enanos subieron y subieron, y no encontraron ninguna señal de criatura viviente, sólo unas sombras furtivas que huían de la proximidad de la antorcha, estremecidas por las corrientes de aire.
De cualquier manera, los escalones no estaban hechos para piernas de hobbit, y Bilbo empezaba a sentir que no podría seguir así mucho más, cuando de pronto el techo se elevó; las antorchas no alcanzaban ahora a iluminarlo. Lejos, allá arriba, se podía distinguir un resplandor blanco que atravesaba una abertura, y el aire tenía un olor más dulce. Delante de ellos una luz tenue asomaba por unas grandes puertas, medio quemadas, y que aún colgaban torcidas de los goznes.
—Ésta es la gran cámara de Thror —dijo Thorin—, el salón de fiestas y de reuniones. La Puerta Principal no queda muy lejos.
Cruzaron la cámara arruinada. Las mesas se estaban pudriendo allí; sillas y bancos yacían patas arriba, carbonizados y carcomidos. Cráneos y huesos estaban tirados por el suelo entre jarros, cuernos, cuencos de beber destrozados y polvo. Luego de cruzar otras puertas en el fondo de la cámara, un rumor de agua llegó hasta ellos, y la luz grisácea de repente se aclaró.
—Ahí está el nacimiento del Río Rápido —dijo Thorin—. Desde aquí corre hacia la Puerta. ¡Sigámoslo!
De una abertura oscura en una pared de roca manaba agua hirviendo que fluía en remolinos por un estrecho canal que la habilidad de unas manos ancestrales había excavado, enderezado y encauzado. A un lado se extendía una calzada, bastante ancha como para que varios hombres pasaran de frente. Fueron de prisa por la calzada, y he aquí que luego de un recodo la clara luz del día apareció ante ellos. Allí delante se levantaba un arco elevado, que aún guardaba los fragmentos de obras talladas, aunque deterioradas, ennegrecidas y rotas. Un sol neblinoso enviaba una pálida luz entre los brazos de la Montaña, y unos rayos de oro caían sobre el pavimento del umbral.
Un torbellino de murciélagos arrancados de su letargo por las antorchas humeantes revoloteaba sobre ellos, que marchaban a saltos, deslizándose sobre piedras que el dragón había alisado y desgastado. Ahora el agua se precipitaba ruidosa, y descendía en espumas hasta el valle. Dejaron caer las antorchas pálidas y miraron asombrados. Habían llegado a la Puerta Principal, y Valle estaba ahí fuera.
—¡Bien! —dijo Bilbo—, nunca creí que llegaría a mirar desdeesta puerta; y nunca creí estar tan contento de ver el sol de nuevo, y sentir el viento en la cara. Pero ¡uf!, este viento es frío.
Lo era. Una brisa helada soplaba del este con la amenaza del invierno incipiente. Se arremolinaba sobre los brazos de la Montaña y alrededor bajando hasta el valle, y suspiraba por entre las rocas. Después de haber estado tanto tiempo en las sofocantes profundidades de aquellas cavernas encantadas, Bilbo y los enanos tiritaban al sol.
De pronto Bilbo cayó en la cuenta de que no sólo estaba cansado sino también muy hambriento. —La mañana ya ha de estar bastante avanzada —dijo—, y supongo que es la hora del desayuno... si hay algo para desayunar. Pero no creo que las puertas de Smaug sean el lugar más apropiado para ponerse a comer. ¡Vayamos a un sitio donde estemos un rato tranquilos!
—De acuerdo —dijo Balin—, creo que sé adónde tenemos que ir: al viejo puesto de observación en el borde sudeste de la Montaña.
—¿Está muy lejos? —preguntó el hobbit.
—A unas cinco horas de marcha, yo diría. Será una marcha dura. La senda de la Puerta en la ladera izquierda del arroyo parece estar toda cortada. ¡Pero mira allá abajo! El río se tuerce de pronto al este de Valle, frente a la ciudad en ruinas. En ese punto hubo una vez un puente que llevaba a unas escaleras empinadas en la orilla derecha, y luego a un camino que corría hacia la Colina del Cuervo. Allí hay (o había) un sendero que dejaba el camino y subía hasta el puesto de observación. Una dura escalada también, aun si las viejas gradas están todavía allí.
—¡Señor! —gruñó el hobbit—. ¡Más caminatas y escaladas sin desayuno! Me pregunto cuántos desayunos y otras comidas habremos perdido dentro de ese agujero inmundo, que no tiene relojes ni tiempo.
En realidad habían pasado dos noches y el día entre ellas (y no por completo sin comida) desde que el dragón destrozara la puerta mágica, pero Bilbo había perdido la cuenta del tiempo, y para él tanto podía haber pasado una noche como una semana de noches.
—¡Vamos, vamos! —dijo Thorin riéndose. Se sentía más animado y hacía sonar las piedras preciosas que tenía en los bolsillos—. ¡No llames a mi palacio un agujero inmundo! ¡Espera a que esté limpio y decorado!