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¿Una broma o la manía de un filósofo de pacotilla? En cualquier caso, los círculos hechos con tiza azul siguen creciendo en la noche de la capital como la mala hierba en las aceras, empezando a despertar vivamente la curiosidad de los intelectuales parisinos. Su ritmo se acelera. Sesenta y tres círculos han sido ya descubiertos, desde los primeros que fueron encontrados hace cuatro meses en el distrito 12. Esta nueva distracción, que adquiere el cariz de un juego de pistas, ofrece un tema de conversación inédito a todos los que no tienen otra cosa de que hablar en los cafés. Y como son muchos, al final resulta que se habla de ello en todas partes…

Adamsberg se interrumpió para bajar directamente a la firma del artículo. «Es ese cretino -murmuró-, no se puede esperar mucho de él.»

…Pronto serán ellos los que tengan el honor de encontrar un círculo delante de su puerta cuando vayan a trabajar por la mañana. Ya sea un cínico bromista o un auténtico chiflado, si le seduce la fama, el autor de los círculos azules está consiguiendo su objetivo. Es repugnante, para los que dedican toda una vida a hacerse famosos, comprobar que basta un trozo de tiza y unas cuantas rondas nocturnas para estar a un paso de convertirse en el personaje más popular de París del año 1990. No hay la menor duda de que la televisión le invitaría para que figurara en «Los fenómenos culturales del fin del segundo milenio», si consiguieran ponerle la mano encima. El problema es que se trata de un auténtico fantasma. Aún nadie le ha sorprendido trazando sus grandes círculos azules en el asfalto. No lo hace todas las noches y elige cualquier barrio de París. Estamos seguros de que numerosos noctámbulos le buscan por el simple placer de hacerlo. Feliz cacería.

Un artículo más agudo había aparecido en un periódico de provincias.

París se enfrenta a un maníaco inofensivo.

A todo el mundo le parece divertido, pero sin embargo el hecho es curioso. Desde hace más de cuatro meses, en las noches de París, alguien, parece ser que un hombre, traza un gran círculo con tiza azul, de unos dos metros de diámetro, alrededor de una serie de objetos encontrados en la acera. Las únicas «víctimas» de esta extraña obsesión son los objetos que el personaje encierra en sus círculos, siempre un ejemplar único. Los sesenta casos que ya ha proporcionado permiten elaborar una lista singular: doce chapas de botellas de cerveza, una caja de las que se usan para transportar verduras, cuatro trombones, dos zapatos, una revista, un bolso de piel, cuatro mecheros, un pañuelo, una pata de paloma, un cristal de gafas, cinco agendas, un hueso de costilla de cordero, un recambio de bolígrafo, un pendiente, una caca de perro, un trozo de faro de coche, una pila, una lata de coca-cola, un alambre, un ovillo de lana, un llavero, una naranja, un tubo de Carbophos, una vomitona, un sombrero, el contenido del cenicero de un coche, dos libros (La metafísica de lo real y Cocinar sin esfuerzo), una matrícula de coche, un huevo roto, una insignia con la inscripción: «Amo a Elvis», unas pinzas de depilar, la cabeza de una muñeca, una rama de árbol, una camiseta, un rollo de fotos, un yogur de vainilla, una bombilla y un gorro de piscina. Una lista muy aburrida pero reveladora de los inesperados tesoros que reservan las aceras de la ciudad al que los busca. Como el psiquiatra Rene Vercors-Laury se interesó inmediatamente por este caso intentando aportar sus luces, ahora se habla del «objeto reinspeccionado», y el hombre de los círculos se convierte en un asunto mundano en la capital, después de mandar al olvido a los taggers que deben de poner una cara muy triste al ver sus graffiti enfrentados a tan severa competencia. Todo el mundo busca sin encontrarlo cuál puede ser el impulso que anima al hombre de los círculos azules. Porque lo que más intriga es que, alrededor de cada círculo, la mano traza con una bonita letra inclinada, la de un hombre al parecer cultivado, esta frase que hunde a los psicólogos en un abismo de preguntas: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Una foto muy mala ilustraba el texto.

El tercer artículo, por último, era menos preciso y muy corto, pero señalaba el descubrimiento de la noche anterior, en la Rué Caulaincourt: dentro del gran círculo azul se encontraba un ratón muerto, y alrededor del círculo aparecía escrito, como siempre: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Adamsberg puso mala cara. Era exactamente lo que sospechaba.

Metió los artículos bajo el pie de la lámpara y decidió que tenía hambre aunque no sabía qué hora era. Salió, caminó durante mucho rato por calles aún poco familiares, compró un bocadillo, un refresco, cigarrillos, y regresó lentamente a la comisaría. En el bolsillo de los pantalones notaba a cada paso cómo se arrugaba la carta de Christiane que había recibido esa mañana. Siempre escribía en un papel grueso y lujoso que resultaba muy molesto en los bolsillos. A Adamsberg no le gustaba ese papel.

Debía informarla de su nueva dirección. A ella no le costaría demasiado venir con frecuencia porque trabajaba en Orléans. Aunque daba a entender en su carta que buscaba un empleo en París. Por él. Adamsberg movió la cabeza. Más tarde pensaría en ello. Desde que la conocía, hacía seis meses, siempre intentaba lo mismo, hacer lo posible por pensar en ella más tarde. Era una chica nada tonta, incluso muy lista, pero poco dada a cambiar ciertas ideas preconcebidas. Era una lástima, por supuesto, aunque no demasiado grave, porque el defecto era leve y no había que soñar lo imposible. Y además lo imposible, la brillantez, lo imprevisible, la piel suavísima, el perpetuo movimiento entre gravedad y futilidad, lo había conocido una vez, hacía ocho años, con Camille y su estúpido tití, Ricardo III, al que llevaba a mear a la calle, diciendo a los transeúntes que se quejaban: «Ricardo III tiene que mear fuera».

A veces el monito, que olía a naranja, no se sabe por qué porque no las comía, se instalaba sobre ellos y hacía como que les buscaba piojos en los brazos, con expresión concentrada y gestos rotundos y precisos. Entonces Camille, él y Ricardo III se rascaban invisibles presas en las muñecas. Sin embargo, su querida pequeña había huido. Y él, el poli, nunca había tenido la puñetera posibilidad de volver a ponerle la mano encima durante todo el tiempo que la había buscado, un año entero, un año larguísimo, y más tarde su hermana le había dicho: «No tienes ningún derecho, déjala en paz». La querida pequeña, se repitió Adamsberg. «¿Te gustaría volver a verla?», le había preguntado su hermana. Solamente la menor de sus cinco hermanas se atrevía a hablar de la querida pequeña. Él había sonreído al decir: «Con toda mi alma, sí, al menos una hora antes de morir».

Adrien Danglard le esperaba en el despacho, con un vaso de plástico en la mano lleno de vino blanco y sentimientos encontrados en el rostro.

– Comisario, faltan las botas del joven Vernoux. Unas botas bajas con hebillas.

Adamsberg no dijo nada. Trató de respetar el disgusto de Danglard.

– No he querido hacerle una demostración esta mañana -le dijo-, no puedo evitar que haya sido el joven Vernoux el asesino. ¿Ha buscado las botas?