—Son pura formalidad.
—No importa.
—Te parecerá odiosa, querida.
—¿Tú vas a ir? —preguntó.
—No tengo más remedio.
—Entonces creo que utilizaré la otra invitación. Si me quedo dormida, dame un codazo cuando vaya a hablar el alcalde. Me excita.
Así, una templada y lluviosa noche, Sundara y yo nos capsulizamos hasta el Harbor Hilton, esa enorme pirámide resplandeciente sobre su plataforma plegable alejado como medio kilómetro de la punta sur de Manhattan, y nos mezclamos con la flor y la nata del establishment liberal del Este en el deslumbrante salón del último piso, desde el que disfruté de la vista de, entre otras cosas, la torre de Sarkisian al otro lado de la bahía, en la que, hacía ya casi cuatro años, había conocido a Paul Quinn. Muchos de los asistentes a aquella variopinta fiesta asistirían también a la cena de esta noche. Sundara y yo ocupamos nuestros puestos en la misma mesa que dos de ellos, Friedman y la señora Yarber.
Durante la sesión preliminar de cócteles y cigarrillos de polvo de hueso, Sundara llamó más la atención que ninguno de los senadores, gobernadores y alcaldes presentes, incluyendo a Quinn. Esto se debió en parte a la curiosidad, pues en el mundillo político de Nueva York todo el mundo había oído hablar de mi exótica esposa, pero muy pocos la conocían, y en parte a que era, con toda seguridad, la mujer más hermosa que se encontraba en el salón. Sundara no se mostró sorprendida ni molesta. Después de todo, ha sido bella toda su vida, y ha tenido tiempo de acostumbrarse a los efectos de su presencia. Tampoco se vistió como alguien que no desea ser mirado. Había elegido un vestido propio de un harén, oscuro, suelto y flotante, que cubría su cuerpo de la garganta a los pies; bajo él no llevaba nada; y cuando pasaba cerca de algún punto de luz el efecto era realmente devastador: resplandecía como una rutilante mariposa en medio del gigantesco salón, grácil y elegante, melancólica y misteriosa, con su centelleante pelo de ébano y los semivelados pechos y muslos que ponían los dientes largos a quienes la miraban. ¡Se lo estaba pasando en grande! Quinn se acercó a saludarnos, y Sundara transformó el casto beso de saludo en la mejilla por un elaborado pas de deux de carisma erótico, que hizo que alguno de nuestros hombres de Estado de mayor edad tragasen saliva, se ruborizasen y tuviesen que aflojarse el nudo de la corbata. Incluso la esposa de Quinn, Laraine, famosa por su sonrisa de Gioconda, pareció ligeramente contrariada, a pesar de estar casada con el político más firme y seguro de cuantos conozco. (O, ¿puede ser que el ardor de Quinn simplemente la sorprendiera? ¡Aquella sonrisa indescifrable!)
Cuando nos sentamos, Sundara seguía todavía emanando puro Kama-Sutra. Lamont Friedman, sentado justo enfrente de ella en la mesa redonda que nos habían asignado, se movió inquieto y tembló cuando los ojos de Sundara cayeron sobre los suyos, y la miró con una feroz intensidad, mientras que los músculos de su largo y estrecho cuello se contraían nerviosamente. Mientras tanto, de forma algo más discreta, pero no menos intensa, la señora Yarber, la compañera de Friedman de aquella velada, la observaba también fijamente.
Friedman. Tenía unos veintinueve años, era increíblemente delgado y medía alrededor de 2,30 metros. Poseía una prominente nuez y ojos saltones y un poco locos; una densa masa de ensortijados cabellos castaños se desbordaba sobre su cabeza, como una extraña criatura de otro planeta que estuviese atacándole. Había salido de Harvard con fama de brujo en temas monetarios y, tras establecerse en Wall Street cuando contaba sólo diecinueve años, se había convertido en el mago jefe de un grupo de financieros llamado Asgard Equities, que, mediante una serie de golpes relámpago: bombeo de opciones, ofertas falsas, operaciones dobles con opción de compra y venta, y otras muchas técnicas que apenas logro entender, había alcanzado en cinco años el control de un imperio de corporaciones de más de un billón de dólares, con extensas propiedades en todos los continentes, salvo la Antártida. (Y no me sorprendería saber que Asgard se encargaba del cobro de impuestos para McMurdo Sound).
La señora Yarber era una mujercita rubia, de unos treinta años más o menos, esbelta y con un rostro juguetón y resuelto, de rasgos enérgicos, ojos vivos y labios finos. Sus cabellos, cortos como los de un muchacho, caían en forma de grandes mechones sueltos sobre su alta e inquisitiva frente. Apenas llevaba maquillaje, sólo una casi imperceptible línea azul alrededor de los labios, y sus ropas eran austeras: una especie de jubón color paja y una falda recta y sencilla que le llegaba hasta las rodillas. El efecto que causaba era discreto e incluso ascético, pero, mientras nos sentábamos, me di cuenta de que había logrado equilibrar bastante su imagen esencialmente asexuada con un toque sorprendentemente erótico: la falda era completamente abierta desde las caderas hasta el borde inferior, en un ancho de quizá unos veinte centímetros, pero sólo por el lado izquierdo; y, cuando se movía, dejaba entrever una pierna suavemente musculosa, un muslo liso y moreno, y parte del trasero. A medio muslo, sujeto por medio de una cadenilla, llevaba el pequeño y abstracto medallón del Credo del Tránsito.
Y comenzó la cena. Consistía en el menú habituaclass="underline" ensalada de frutas, consomé, un filete «Protosoy», con guarnición de guisantes y zanahorias, botellas de Borgoña californiano, pescado de Alaska, todo ello servido con el máximo de estruendo y el mínimo de gracia por miembros de impasibles rostros pertenecientes a las oprimidas minorías raciales. Ni los alimentos ni la decoración tenían el menor buen gusto, pero a nadie le importaba. Estábamos todos tan drogados, que el menú parecía ambrosia y el hotel el Walhalla. Mientras comíamos y charlábamos, toda una serie de politiquillos fueron desfilando de mesa en mesa, dando golpecitos en las espaldas y apretones de manos, y tuvimos también que soportar toda una procesión de autosuficientes viudas de políticos, casi todas sesentonas, regordetas y grotescamente ataviadas al último grito, dando vueltas y disfrutando de su proximidad a los poderosos y a los famosos. El nivel sonoro debía ser de veinte decibelios por encima del de las cataratas del Niágara. De diversas mesas surgían borbotones de chillonas risas cuando algún jurista de plateados cabellos o algún venerado legislador contaba su chiste escabroso favorito sobre un político/republicano/maricón/negro/puertorriqueño/judío/irlandés/italiano/médico/ abogado/rabino/sacerdote/mujer o mañoso, en el más rancio estilo 1965. Como me ocurría siempre en aquellos acontecimientos, me sentía como un visitante procedente de Mongolia arrastrado sin un manual de instrucciones a algún desconocido rito tribal norteamericano. Podría haber resultado inaguantable de no haber seguido circulando cigarrillos de polvo de hueso de la mejor calidad; el Nuevo Partido Demócrata de Nueva York puede mostrarse algo tacaño con los vinos, pero sabe cómo comprar la droga.
Para cuando empezaron los discursos, hacia las nueve y media, en el seno de aquel rito se desarrollaba otro distinto: Friedman enviaba señales casi desesperadas de deseo a Sundara, y Catalina Yarber, aunque claramente atraída también por ella, se me estaba ofreciendo a mí sin palabras, de forma fría y carente de emoción.
Mientras que el maestro de ceremonias, Lombroso, que consiguió resultar elegante y rudo al mismo tiempo, desempeñaba su rutinaria función, alternando burlescos ataques a los más distinguidos miembros del partido presentes en el salón con los obligados gorigoris a los mártires tradicionales: Roosevelt, Kennedy, King, Roswell, y Gottfried.
Sundara se inclinó hacia mí, y susurró:
—¿Te has fijado en Friedman?
—Diría que me quiere poner los cuernos.
—Creí que los genios serían algo más sutiles.
—Quizá piensa que la forma más sutil de insinuarse es precisamente la menos sutil —sugerí.