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—Luego —dijo, con voz apenas más audible que un susurro. No era nada más que un desecho agotado de hombre.

«… cuando una mujer pone un pie sobre el de su amante, y el otro alrededor de su muslo; cuando coloca un brazo alrededor de su cuello y el otro alrededor de su costado, y le susurra suavemente su deseo, como si desease trepar por el firme tronco de su cuerpo y robarle un beso, está practicando la postura conocida como Trepar al Árbol…»

Los dejé repartidos por diversas zonas del salón y me dirigí a darme una ducha. No había dormido nada, pero mi cerebro estaba activo y despierto. Una noche extraña, una noche de plenitud. Me sentí más vivo que en bastante tiempo, y experimenté un cosquilleo estocástico, una vibración de clarividencia, que me advirtió que me estaba aproximando al umbral de una nueva transformación. Tomé la ducha al máximo de su potencia, buscando el mayor estímulo vibratorio posible, recibiendo ondas ultrasónicas que penetraban en mi palpitante sistema nervioso, que se desperezaba; y salí de ella buscando nuevos mundos que conquistar.

En el salón sólo estaba Friedman, todavía desnudo, todavía con los ojos vidriosos, todavía en posición supina sobre el sofá.

—¿Dónde han ido? —pregunté.

Señaló lánguidamente con el dedo el dormitorio principal. Así pues, Catalina había logrado marcar su gol después de todo.

¿Se esperaba de mí ahora que me mostrase igualmente hospitalario para con Friedman? Mi coeficiente de bisexualidad no es muy elevado y, justo en aquel momento, no me inspiraba la menor inclinación gay. Pero no, Sundara había agotado su libido; no daba señales de nada, salvo de agotamiento.

—Eres un hombre de suerte —susurró al cabo de un rato—. ¡Qué mujer tan maravillosa!… ¡Qué… mujer tan… —creí que se había quedado dormido—…maravillosa…! ¿Está a la venta?

—¿A la venta?

Parecía decirlo casi en serio.

—Me estoy refiriendo a tu esclava oriental.

—¿Mi esposa?

—La compraste en el mercado de esclavos de Bagdad. Te doy quinientos dinares por ella, Nichols.

—Ni hablar.

—Mil. —No la vendo ni por dos imperios —dije.

Se rió.

—¿Dónde la encontraste?

—En California.

—¿Hay muchas más como ella allí?

—Es única —le respondí—. Al igual que yo, que tú, que Catalina. La gente no se fabrica en modelos estándar, Friedman. ¿Quieres desayunar ya?

Bostezó.

—Si deseamos nacer de nuevo al nivel adecuado tenemos que aprender a purificarnos de las necesidades de la carne. Eso dice el Tránsito. Mortificaré mi carne renunciando de entrada a desayunar —cerró los ojos y se quedó traspuesto.

Desayuné solo, contemplando cómo, a través del Atlántico, llegaba el día hasta nosotros. Cogí el New York Times matutino del casillero de la puerta y me alegró ver que el discurso de Quinn merecía los honores de la primera página, con una foto a dos columnas, el alcalde pide una plena potenciación humana. Ese era el titular, algo por debajo del nivel de concisión propio del Times. El reportaje empleaba su slogan de «La Sociedad Definitiva» como muletilla, y, en las primeras veinte líneas, citaba media docena de sus frases más afortunadas. El reportaje pasaba luego a la página 21, en la que reproducía el texto completo del discurso. Me puse a leerlo y, según avanzaba, me encontré preguntándome a mí mismo por qué me había conmocionado tanto, ya que, en letra impresa, el discurso parecía carecer del menor contenido real; era un objeto puramente verbal, una recopilación de frases con gancho que no contenían programa alguno, que no formulaban sugerencias concretas. Y a mí, anoche, me había parecido como el borrador de la Utopía. Sentí un escalofrío. Quinn no nos había ofrecido nada más que una simple armadura; yo mismo le había colgado los adornos y galones, todas mis vagas fantasías de reforma social y transformación del milenio. La actuación de Quinn no pasó de ser un carisma en acción, una fuerza elemental que nos había arrollado desde el estrado. Así ocurre con todos los grandes líderes, la mercancía que venden es su propia personalidad. Las ideas sin más pueden reservarse para hombres de menor calibre.

El teléfono sonó poco después de las ocho. Mardikian deseaba distribuir mil videotapes del discurso a las organizaciones del Nuevo Partido demócrata de todo el país, ¿qué opinaba yo? Lombroso le había comunicado que, como consecuencia del discurso, tenía ya ofertas de hasta medio millón con destino al todavía inexistente fondo para la campaña de Quinn a la presidencia. Missakian… Ephrikian… Sarkissian…

Cuando me dejaron por fin tranquilo, entré en el salón y me encontré a Catalina Yarber, en blusa y todavía con la cadenilla al muslo, intentando despertar a Lamont Friedman. Me dirigió una sonrisa gatuna.

—Sé que nos vamos a ver mucho —dijo ronroneando.

Se marcharon. Sundara siguió durmiendo. No hubo más llamadas telefónicas. El discurso de Quinn estaba creando una enorme conmoción en todas partes. Finalmente apareció, desnuda, deliciosa, adormilada, pero perfecta en su asombrosa belleza; ni tan siquiera tenía ojeras.

—Creo que me interesa aprender algo más sobre el Tránsito —dijo.

14

Tres días después llegué a casa y me quedé sorprendido al encontrar a Sundara y Catalina, ambas desnudas, arrodilladas una al lado de la otra sobre la alfombra de la sala de estar. ¡Qué hermosas resultaban! El blanco cuerpo junto al de color chocolate, el cabello corto y rubio junto a la negra y larga cascada, los pezones oscuros y sonrosados. Pero no se trataba del preludio de una orgía pasha. El aire estaba cargado de incienso y recitaban letanías: «Todo pasa», musitaba la Yarber, y Sundara repetía: «Todo pasa». La oscura seda del muslo izquierdo de mi esposa, rodeada por una cadena de oro, de la que colgaba el medallón del Credo del Tránsito.

Tanto ella como Catalina mostraron hacia mí una actitud cortés y de «no nos molestes», y siguieron con lo que estaban haciendo, que era evidentemente una especie de catequización. Creí que, en algún momento, se levantarían y desaparecerían en el dormitorio, pero no, la desnudez era una cuestión puramente ritual y, cuando hubieron acabado con sus letanías, se vistieron, hicieron té y cotillearon como viejas amigas. Aquella noche, cuando me aproximé a Sundara, me dijo con toda gentileza que justo en aquel momento no podía hacer el amor. No es que no le apeteciera o que no quisiera, sino que no podía. Era como si hubiese entrado en un estado de pureza que, de momento, no debía verse degradado por el deseo carnal.

Así comenzó la travesía de Sundara hacia el Tránsito. En un principio hubo únicamente la meditación matutina, diez minutos de silencio; luego las lecturas vespertinas de misteriosos libros pobremente editados en papel barato; a la segunda semana me comunicó que todos los martes por la noche habría una reunión en la ciudad, ¿podía apañarme sin ella? Las noches de los martes se convirtieron también en noches de abstinencia sexual para nosotros; a ese respecto se mostró apologética, pero firme. Parecía distante, preocupada, absorta por su conversión. Dejó de importarle incluso la galería de arte que dirigía tan competentemente. Sospeché que, durante el día, se reunía frecuentemente con Catalina en el centro de la ciudad; y no me equivocaba, aunque, llevado por mi forma de pensar, materialista y occidental, me imaginaba que se limitaban a disfrutar de un affaire amoroso, a verse en habitaciones de hotel para celebrar sus apasionados encuentros de lenguas y cuerpos, cuando, de hecho, lo que había sido seducido era mucho más el alma de Catalina que su cuerpo. Viejos amigos me habían prevenido hacía ya mucho tiempo: cásate con una hindú y te pasarás el día rezando desde la mañana a la noche, te convertirás en vegetariano y te tendrá todo el tiempo cantando himnos a Krishna. Me reí de ellos. Sundara era norteamericana, occidental, terrenal. Pero ahora veía cómo sus genes sánscritos se tomaban la revancha.