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Pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Un aviso de problemas para Gilmartin, quien había puesto en dificultades financieras a la Administración de Quinn, y no me caía en absoluto bien, o simplemente la esperanza de tales problemas? ¿Una señal de que iba a ser asesinado, quizá? Los asesinatos habían sido muy frecuentes en los noventa, más incluso que durante la sangrienta era Kennedy, pero me parecía que estaban ya un poco pasados de moda. En cualquier caso, ¿a quién le iba a interesar el asesinato de un pobre diablo como Gilmartin? Quizá lo que percibía era una premonición del fallecimiento de Gilmartin por causas naturales. Pero Gilmartin presumía de buena salud. ¿Un accidente, entonces? ¿O puede que se tratase únicamente de una muerte metafórica, de una querella legal, una disputa política, un escándalo, un impeachment? No sabía cómo interpretar mi sueño ni qué hacer con él, y, en último extremo, decidí no hacer nada. Y de este modo perdimos el tren del escándalo Gilmartin, que era de hecho lo que yo percibía: lo que el destino le reservaba no era el pelotón de ejecución ni el asesinato, sino la vergüenza, la dimisión, la cárcel. Quinn podía haberlo capitalizado en gran medida, de haber contado con investigadores municipales que hubiesen denunciado las manipulaciones de Gilmartin, si el alcalde hubiese montado en justiciera cólera e informado a la ciudad de que estaba siendo estafada y se hacía necesaria una investigación. Pero no fui capaz de percibir el mensaje principal, y tuvo que ser un contable del Estado, no ninguno de los nuestros, quien finalmente reveló todo el escándalo: cómo Gilmartin había estado desviando sistemáticamente millones de dólares de los fondos estatales destinados a la ciudad de Nueva York y enviándolos a los departamentos de Hacienda de unas cuantas ciudades del norte del Estado, de donde pasaban luego a su propio bolsillo y a los de un par de funcionarios locales. Me di cuenta demasiado tarde de que había tenido dos ocasiones para hacer morder el polvo a Gilmartin, desperdiciando ambas. Un mes antes de mi sueño, Carvajal me hizo entrega de aquella misteriosa nota. Vigilar a Gilmartin, había sugerido. Gilmartin, congelación del petróleo, Leydecker, ¿y bien?

—Cuéntame cosas de Carvajal —le dije a Lombroso.

—¿Qué quieres saber?

—¿Hasta qué punto le ha ido realmente bien jugando a la Bolsa?

—No está muy claro. Por lo que yo sé, desde 1993 habrá sacado unos nueve o diez millones en limpio. Puede que mucho más. Estoy convencido de que trabaja a través de varios agentes de bolsa, de que emplea cuentas numeradas, hombres de paja y todo tipo de trucos para ocultar lo que ha estado realmente ganando en Wall Street.

—¿Y lo gana todo simplemente jugando?

—Todo. Compra, hace que suban unas acciones, vende. En mi oficina hubo gente que ganó fortunas limitándose a imitar lo que él hacía.

—¿Es posible —pregunté— que alguien adivine las tendencias de la Bolsa sin equivocarse, y durante tantos años?

Lombroso se encogió de hombros.

—Supongo que unos cuantos lo han conseguido. Tenemos leyendas sobre grandes especuladores que se remontan al comienzo del capitalismo. Pero nadie se ha mantenido tan seguro y firme como Carvajal.

—¿Cuenta con información interna?

—No puede. No de todas empresas distintas. Tiene que tratarse de pura intuición. Simplemente compra y vende, compra y vende, y recoge sus beneficios. Apareció un día, de repente, abrió una cuenta bancaria, sin referencia de ningún banco, sin la menor conexión con Wall Street. Siempre hace transacciones en metálico. Nunca deposita fondos. Actúa como un espectro.

—Sí —dije.

—Es un hombrecillo tranquilo. Se sienta mirando las pizarras, efectúa sus operaciones sin ruidos, sin parloteo, sin excitarse.

—¿Se ha equivocado alguna vez?

—Sí, ha experimentado algunas pérdidas. Siempre pequeñas. Pérdidas pequeñas y grandes ganancias.

—Me pregunto por qué.

—¿Por qué, qué? —dijo Lombroso.

—Por qué pérdidas, aunque sean pequeñas.

—Incluso Carvajal puede equivocarse. No es infalible.

—¿De veras? —respondí—. Puede ser que pierda deliberadamente por razones estratégicas. Que se trate de fallos calculados, destinados a hacer que la gente crea que es humano; o a impedir que los demás se limiten a copiarle automáticamente y distorsionen las fluctuaciones.

—¿No crees que es humano, Lew?

—Sí, creo que lo es.

—¿Entonces?

—Pero con un don muy especial.

—Para elegir las acciones que van a subir. Muy especial.

—Más que eso.

—¿Más? ¿En qué sentido?

—No puedo decirlo todavía.

—¿Por qué le temes, Lew? —preguntó Lombroso.

—¿He dicho que le temiese? ¿Cuándo?

—El día que vino aquí me dijiste que te hacía temblar, que te infundía miedo. ¿Recuerdas?

—Supongo que lo diría.

—¿Crees que practica la brujería? ¿Que es como una especie de mago?

—Conozco la teoría de la probabilidad, Bob. Si hay algo que conozco bien es la teoría de la probabilidad. Carvajal ha hecho un par de cosas muy alejadas de las curvas normales de probabilidad. Una es su actuación en la Bolsa, la otra tiene que ver con este asunto de Gilmartin.

—A lo mejor es que recibe los periódicos con un mes de adelanto —dijo Lombroso.

Se rió. Yo no.

—No tengo ninguna hipótesis —dije—. Sólo sé que Carvajal y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo, y que me supera hasta tal punto que no cabe ni comparación. Lo que te estoy diciendo es que me siento confundido y un poco asustado.

Tranquilo hasta el punto de parecer paternalista, Lombroso se desplazó ágilmente por su majestuoso despacho y miró fijamente un instante su vitrina repleta de tesoros medievales. Finalmente, dándome todavía la espalda, dijo:

—Melodramatizas demasiado, Lew. El mundo está lleno de gente que formula con frecuencia vaticinios acertados, y tú eres uno de ellos. Está claro que él acierta más que la mayoría, pero eso no significa que pueda ver el futuro.

—Está bien, Bob.

—¿De veras? Cuando acudes a mí y me dices que las probabilidades de respuesta pública desfavorable a tal o cual ley son éstas o aquéllas, ¿estás viendo el futuro o, simplemente, formulando un vaticinio? No te he oído nunca presumir de ser clarividente, Lew. Y Carvajal…

—¡Está bien!

—Tranquilo, hombre, tranquilo.

—Lo siento.

—¿Quieres que te traiga algo de beber?

—Me gustaría cambiar de tema —dije.

—¿De qué te gustaría hablar ahora?

—De la política a seguir con respecto a la congelación del petróleo.

Asintió con suavidad.

—El Ayuntamiento —dijo— ha estado estudiando durante toda la primavera un decreto que exige la congelación de todo el petróleo a bordo de los petroleros que arriben al puerto de Nueva York. Los defensores del medio ambiente están por supuesto a favor, y, como es lógico, las empresas petroleras en contra. Los grupos de consumidores no lo ven con muy buenos ojos, ya que el decreto comporta un aumento de los costes de refinado y, por tanto, de los precios de venta. Y…

—¿No están dotados ya los petroleros de un equipo de congelación?

—Sí, lo llevan según una disposición federal que se remonta a 1983, más o menos. Desde el año en que empezaron el bombeo pesado en las orillas del Atlántico. Cuando un petrolero sufre un accidente que provoca la rotura de su estructura, y hay posibilidades de que se derrame el petróleo, un sistema de mangueras rocía el crudo de la sección dañada con productos congelantes que convierten el petróleo en una masa sólida. Esto hace que permanezca dentro del tanque y, aun en caso de que el buque se hunda, el petróleo congelado flota en grandes bloques muy fáciles de recuperar. Luego lo único que hay que hacer es calentar los bloques hasta, ¿son unos ciento treinta grados Fahrenheit?, y vuelve a convertirse en petróleo. Pero para rociar todo el contenido de uno de esos gigantescos depósitos son precisas tres o cuatro horas y otras siete u ocho para que el petróleo se congele, por lo que nos encontramos con un período de unas doce horas a partir del comienzo del proceso de congelación, en que el petróleo sigue en estado fluido; y, en doce horas, puede derramarse una enorme cantidad de crudo. El concejal Ladrone ha ideado un plan que exige que, en el transporte por mar hasta las refinerías, el petróleo vaya siempre congelado, y no simplemente como medida de emergencia en caso de accidente. Pero los problemas políticos que esto representa son…