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—Hazlo —dije.

—Tengo todo un montón de documentos a favor y en contra que me gustaría que vieses antes de…

—Olvídate de ellos y hazlo, Bob. Consigue que el decreto sea aprobado por el comité y transformado en ley esta misma semana. Que entre en vigor el primero de junio. Deja que las compañías petrolíferas chillen todo lo que quieran. Haz que se promulgue el decreto y que Quinn lo firme con una rúbrica bien visible.

—El problema grave —dijo Lombroso— es que si Nueva York promulga una ley como ésa y los demás puertos de la costa este no, Nueva York dejará simplemente de ser puerto de entrada para los crudos que se dirigen a las grandes refinerías del área metropolitana, y los ingresos que perderemos ascenderán a…

—No te preocupes por eso. Los pioneros tienen que arriesgarse siempre algo. Consigue hacer pasar el decreto, y una vez que Quinn lo haya firmado, que exija al presidente Mortonson la presentación de un decreto parecido al Congreso. Que Quinn ponga de relieve que la ciudad de Nueva York va a proteger sus playas y costas por encima de todo, pero que espera que el resto del país no se quede atrás. ¿Lo has entendido?

—¿No irás demasiado rápido en este asunto, Lew? No es normal en ti pontificar ex cátedra, así de este modo, cuando ni tan siquiera has estudiado el tema…

—A lo mejor es que yo también puedo leer el futuro —dije.

Me reí. El no.

Aunque algo molesto por mi insistencia en la urgencia del asunto, Lombroso adoptó todas las medidas necesarias. Hablamos con Mardikian, éste habló con Quinn, y Quinn con el Ayuntamiento de la ciudad. El proyecto de ley fue aprobado. El mismo día que Quinn debía firmarlo, apareció en su despacho una delegación de abogados de las empresas petrolíferas, amenazándole cortésmente con una terrorífica lucha legal ante los tribunales si no lo vetaba personalmente. Quinn me hizo llamar y mantuvimos una breve discusión de no más de dos minutos.

—¿Debo aprobar esta ley? —me preguntó.

—Sí, de verdad —le respondí, lo que le bastó para expulsar a los abogados de su despacho.

En el momento de estampar su firma lanzó un discurso improvisado, pero lleno de fuerza, de unos diez minutos de duración en favor de la obligatoriedad de la congelación a escala nacional.

Aquél fue un día sin grandes noticias, y el núcleo del discurso de Quinn, un expresivo fragmento de unos dos minutos y medio acerca de la degradación del medio ambiente y la determinación de las personas de no aceptarla pasivamente, fue reproducido en los noticiarios de la noche de costa a costa.

El momento elegido fue el perfecto. Dos días después, el superpetrolero japonés Exxon Maru encalló en las costas de California y se rompió de forma realmente espectacular; el sistema congelador funcionó mal, y millones de barriles de crudo mancharon toda la costa desde Mendocino hasta Big Sur. Aquella misma noche, un petrolero venezolano con rumbo a Port Arthur, en Texas, sufrió un extraño accidente en el golfo de México, arrojando una enorme masa de petróleo sin congelar contra las costas del parque natural de grullas cercano a Corpus Christi. Al día siguiente se produjo una grave marea negra cerca de Alaska, y como si aquellas tres mareas negras hubiesen sido las primeras que habían asolado el planeta, en el Congreso todo el mundo se puso de repente a condenar la contaminación y a exigir la obligatoriedad de la congelación. La recién aprobada legislación de Paul Quinn para la ciudad de Nueva York se vio repetidamente citada como prototipo de la ley federal propuesta.

Gilmartin.

Congelación.

Quedaba sólo un punto: Socorro en lugar de Leydecker antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con él.

Críptico y oscuro, como la mayoría de los augurios de los oráculos. Ninguna de las técnicas estocásticas a mi disposición me servía para extraer un vaticinio útil. Bosquejé una docena de hipótesis, pero todas ellas me parecieron disparatadas y sin sentido. ¿Qué tipo de profeta profesional era yo, cuando me regalaban tres sólidas claves para descifrar hechos del futuro y sólo era capaz de sacarle partido a una de ellas?

Empecé a pensar que debía hacerle una visita a Carvajal.

No obstante, antes de que pudiera hacer nada, una asombrosa noticia llegó del Oeste. Richard Leydecker, gobernador de California, líder del Nuevo Partido Demócrata, candidato destacado para la próxima nominación a la presidencia, había fallecido repentinamente en un campo de golf de Palm Spring en el Memorial Day a la edad de cincuenta y siete años, heredando su cargo y prerrogativas el subgobernador Carlos Socorro, quien, en virtud de su control sobre el estado más rico e influyente de la nación, se convirtió en una poderosa fuerza política del país.

Socorro, quien encabezaría ahora la nutrida delegación de California en la convención nacional de los Nuevos Demócratas a celebrar el año siguiente, comenzó a expresar sus grandilocuentes opiniones ya en su primera conferencia de prensa, que tuvo lugar dos días después de la muerte de Leydecker. Sin que viniera a cuento, sugirió que el candidato más adecuado para la nominación por los Nuevos Demócratas era el Senador Elli Kane, de Illinois, desencadenando así instantáneamente el boom de Kane para presidente, que habría de hacerse abrumador en las semanas siguientes.

Yo mismo me había fijado ya en Kane. Cuando recibí la noticia de la muerte de Leydecker, mi cálculo inmediato fue que Quinn debería ahora intentar ser nominado para la presidencia en lugar de la vicepresidencia —¿por qué no aprovechar la publicidad extra, ahora que no teníamos por qué temer una lucha a muerte contra el omnipotente Leydecker?—; pero también pensé que debíamos seguir amañando las cosas de tal forma que, en la Convención, Quinn perdiese frente a un candidato de mayor edad y con menos encanto, quien se enfrentaría al presidente Mortonson en noviembre. De este modo, Quinn heredaría los restos de un partido a reconstruir de cara al año 2004. Alguien como Kane, un político fiel a la línea del partido, de aspecto distinguido, pero insustancial, resultaba el tipo ideal para el papel de «malo» que arrebata la nominación al meteórico joven alcalde.

No obstante, para que Quinn pudiese presentar un frente serio contra Kane, necesitábamos el apoyo de Socorro. En gran parte del país, Quinn seguía siendo una figura poco conocida, mientras que Kane era famoso y querido en el vasto centro del país. El respaldo de California, que haría que, si no con mucho más, Quinn contase al menos con los delegados de los dos estados de mayores dimensiones, le permitiría perder honrosamente frente a Kane. Me había imaginado que, obedeciendo a los dictados del buen gusto, se respetaría un intervalo de, como mínimo, una semana, y que luego podríamos intentar aproximarnos al gobernador Socorro. Pero el apoyo inmediato de Socorro a Kane lo modificó todo de la noche a la mañana, y dejó a Quinn «vendido». Nos encontramos de repente con un tour del senador Kane por toda California, flanqueado por el nuevo gobernador, y formulando alabanzas a las capacidades administrativas de Socorro.