Con una hospitalidad remota y abstraída, me invitó a sentarme en el gastado sofá de la sala de estar y se disculpó por no poder ofrecerme ni bebida ni droga. El no las consumía, explicó, y en aquel barrio no había mucho que comprar.
—No importa —le dije indulgentemente—. Con un vaso de agua me conformo.
El agua estaba tibia y ligeramente turbia. No pasa nada, me dije a mí mismo. Estaba sentado en una postura poco natural, demasiado derecho, con la columna rígida y las piernas tensas. Carvajal, encaramado sobre el cojín de un sillón a mi derecha, observó:
—No parece sentirse cómodo, señor Nichols.
—Me relajaré dentro de un par de minutos. El desplazamiento hasta aquí…
—Sí, claro.
—Pero no me ha molestado nadie en la calle. Debo confesar que esperaba problemas, pero que…
—Ya le dije que no le pasaría nada.
—Sin embargo…
—Si ya le advertí —dijo con suavidad—. ¿O no me creyó? Debería usted creerme, señor Nichols. Ya lo sabe.
—Supongo que tiene razón —dije mientras pensaba: Gilmartin, congelación, Leydecker. Carvajal me ofreció más agua. Sonreí mecánicamente y decliné con la cabeza. Se produjo un embarazoso silencio. Al cabo de un rato, dije:
—Es raro que una persona como usted haya elegido vivir en una zona como ésta.
—¿Raro? ¿Por qué?
—Una persona de sus recursos podría vivir donde quisiera.
—Ya lo sé.
—¿Por qué aquí entonces?
—Siempre he vivido aquí —me dijo suavemente—. Este es el único hogar que he conocido. Estos muebles pertenecieron a mi madre, y algunos a la de ella. En estas habitaciones puedo percibir el eco de voces familiares, señor Nichols. Siento la presencia viva del pasado. ¿Le parece tan raro seguir viviendo donde uno lo ha hecho siempre?
—No, pero la barriada…
—Sí, se ha deteriorado mucho. En sesenta años se producen grandes cambios; pero esos cambios no resultaron perceptibles de manera molesta. Se ha tratado de una lenta decadencia, de una decadencia de año en año, últimamente quizá algo más acusada, pero yo me voy acomodando, me voy ajustando. Me acostumbro a las cosas nuevas y las convierto en parte del pasado. Y a mí me resulta todo tan familiar, señor Nichols: los nombres escritos en el cemento fresco cuando se colocó el pavimento, hace ya tanto tiempo; el gran ailanto en el patio del colegio, las gárgolas carcomidas por el tiempo sobre la puerta del edificio de enfrente. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Por qué abandonar todas estas cosas por una lujosa mansión en Staten Island?
—El peligro es una razón.
—No hay peligro. No para mí. Esta gente me considera como el hombrecillo que ha vivido siempre aquí, como un símbolo de estabilidad, como una constante en este universo en perpetuo cambio. Poseo para ellos un valor de ritual. Represento quizá algo así como un amuleto de la suerte. En cualquier caso, nunca me ha molestado nadie de los que viven por aquí. Ni nadie lo hará.
—¿Puede estar seguro de ello?
—Sí —dijo con seguridad monolítica, mirándome directamente a los ojos, y sentí de nuevo un escalofrío, aquella sensación de encontrarme al borde de un abismo aterrador. Se produjo otro prolongado silencio. Emanaba de él una gran fuerza, un poder que contrastaba enormemente con su raída apariencia, con sus suaves maneras, con su expresión ausente y agotada, y aquella fuerza me inmovilizaba. Pude haber estado sentado así, como congelado, hasta una hora. Finalmente, dijo—: Usted quería hacerme algunas preguntas, señor Nichols. Asentí con el gesto. Tras una profunda inspiración, lo solté:
—Usted sabía que Leydecker iba a morir esta primavera, ¿no? Quiero decir que lo sabía, no que se limitó a adivinarlo. Usted lo sabía.
—Sí —aquel mismo «sí» resolutorio e incontestable.
—Usted sabia que Gilmartin se iba a meter en problemas. Usted sabía que los petroleros iban a derramar petróleo sin congelar.
—Sí. Sí.
—Usted sabe lo que va a pasar en la Bolsa mañana y pasado mañana, y ha ganado millones de dólares empleando ese conocimiento.
—Eso también es cierto.
—Es por tanto correcto afirmar que usted lee los hechos futuros con extraordinaria claridad, con una claridad sobrenatural, señor Carvajal.
—Al igual que usted.
—Se equivoca —le respondí—. Yo no leo el futuro en absoluto, carezco de la menor capacidad para adivinar lo que va a ocurrir. Sencillamente, soy muy bueno formulando vaticinios, sopesando las distintas probabilidades y ajustándolas a la pauta más verosímil, pero en realidad no leo el futuro. Ni tan siquiera puedo estar seguro de no equivocarme, sólo razonablemente confiado. Todo lo que hago es formular conjeturas. Usted en cambio lee el futuro. Casi me lo confesó cuando nos vimos en el despacho de Bob Lombroso. Yo adivino, usted lee el futuro. El futuro es como una película que se proyectase en el interior de su mente. ¿Tengo o no tengo razón?
—Sabe usted que la tiene, señor Nichols.
—Sí. Sé que la tengo. No cabe duda. Soy perfectamente consciente de lo que se puede lograr aplicando métodos estocásticos, y que lo que usted hace escapa a las posibilidades de dichos métodos. Yo quizá hubiese podido predecir la probabilidad de un par de accidentes de petroleros, pero no que Leydecker se iba a morir o que cogerían a Gilmartin por chorizo. Podría haber adivinado que esta primavera moriría alguna figura política clave, pero no exactamente cuál. Podría haber adivinado que iban a echar a patadas a algún político del Estado, pero no su nombre. Sus predicciones eran sumamente exactas y específicas. Y eso no son vaticinios estocásticos. Se parece más a brujería, señor Carvajal. El futuro es por definición indescifrable. Pero usted parece saber mucho acerca de él.
—Del futuro inmediato, sí. Lo sé, señor Nichols.
—¿Sólo del futuro inmediato?
Se rió.
—¿Cree que mi mente penetra en la totalidad del espacio y del tiempo?
—En este momento no tengo ni idea de hasta dónde puede llegar su cerebro. Ya me gustaría a mí saberlo. Ya me gustaría tener alguna idea de cómo funciona y de cuáles son sus límites.
—Funciona tal como usted ha descrito —replicó Carvajal—. Cuando deseo ver el futuro, lo veo. En mi interior se proyecta una visión de las cosas, como si fuese una película —lo decía sin darle la menor importancia. Parecía casi aburrido—. ¿Es a eso a lo único que ha venido?
—¿No lo sabe? Seguro que ha visto ya la película de esta conversación.
—Por supuesto que sí.
—Pero se ha olvidado de alguno de sus detalles.
—Rara vez me olvido de algo —dijo Carvajal con un suspiro.
—Entonces debe saber ya lo que le voy a preguntar ahora.
—Sí —reconoció.
—Y aun así, no me contestará a menos que le formule la pregunta.
—Sí —reconoció.
—Suponga que lo hago —dije—. Suponga que me marcho ahora mismo, sin plantear lo que se espera vengo a plantear.
—Eso no sería posible —dijo Carvajal tranquilamente—. Recuerdo cómo se debe desarrollar esta conversación, y que usted no se marcha antes de formular su próxima pregunta. Las cosas ocurren sólo de una manera. Usted no tiene más remedio que decir y hacer las cosas que yo ví que diría y haría.
—¿Acaso es usted un Dios que decreta cómo se ha de desarrollar mi vida?