Sonrió apagadamente y negó con la cabeza.
—Muy, muy mortal, señor Nichols. Y no decreto nada, aunque sí le digo que el futuro es inmutable; o lo que usted considera como futuro. Somos ambos actores de un guión que no se puede reescribir. Venga, representemos nuestro guión. Pregúnteme…
—No. Voy a romper el modelo que ha establecido y me voy a marchar de aquí.
—… sobre el futuro de Paul Quinn —terminó.
Estaba ya en el umbral de la puerta. Pero cuando pronunció el nombre de Quinn me detuve con la mandíbula laxa, atónito, y me di la vuelta. Esa era por supuesto la pregunta que iba a formularle, la pregunta que había venido a plantear, la pregunta que había decidido no formularle cuando comencé a jugar con mi propio destino inamovible. ¡Qué mal lo había hecho yo! ¡Con cuánta suavidad me acababa de manejar Carvajal! Me había dejado indefenso, derrotado, inmovilizado. Acaso alguien crea que todavía era libre de marcharme; pero no, no después de que él hubiese invocado el nombre de Quinn, no después de haberme sobornado con la promesa del tan anhelado conocimiento, no ahora que Carvajal había demostrado una vez más, de forma aplastante y definitiva, la precisión de un don para los augurios.
—Es usted quien lo dice —musité—. Es usted quien formula la pregunta.
Suspiró.
—Si usted quiere.
—Insisto.
—Usted desea preguntarme si Paul Quinn va a llegar a la presidencia.
—Exactamente —respondí con voz cavernosa.
—La respuesta es que creo que sí.
—¿Que cree? ¿Es todo cuanto puede decirme? ¿Que cree que sí?
—No lo sé.
— ¡Usted lo sabe todo!
—No —dijo Carvajal—. No todo. Existen ciertos límites, y su pregunta los desborda. La única respuesta que puedo darle es una simple conjetura, basada en el mismo tipo de datos que tomaría en consideración cualquier persona interesada en política. Tomando en cuenta esos factores, creo que es probable que Quinn llegue a ser presidente.
—Pero no lo sabe seguro. No puede verle llegando a ser presidente.
—Exacto.
—¿Escapa a su alcance? ¿No va a ocurrir en un futuro inmediato?
—Sí, está fuera de mi alcance.
—Me está diciendo en ese caso que Quinn no resultará elegido en el 2000; pero que usted cree que es una buena apuesta para el 2004, aunque no es capaz de ver tan lejos como para llegar al 2004.
—¿Creyó alguna vez que Quinn podría salir elegido en el 2000? —preguntó Carvajal.
—Nunca. Mortonson es invencible; es decir, salvo que Mortonson se muera de repente, como le ha ocurrido a Leydecker, en cuyo caso puede salir elegido cualquiera, y Quinn… —hice una pausa—. ¿Qué prevé para Mortonson? ¿Va a estar viviendo hasta las elecciones del 2000?
—No lo sé —dijo Carvajal tranquilamente.
—¿Tampoco sabe eso? Faltan sólo diecisiete meses para las elecciones. El alcance de su clarividencia no llega a los diecisiete meses, ¿no?
—Así es, por el momento.
—¿Ha sido alguna vez mayor que eso?
—Oh, sí —respondió—. Mucho mayor. A veces he leído el futuro con treinta o cuarenta años de antelación, pero no ahora.
Intuí que Carvajal estaba jugando conmigo nuevamente. Exasperado, le dije:
—¿Existe alguna posibilidad de que recupere su visión a largo plazo, que me dé su visión para las elecciones del 2004? ¿O aunque sea sólo para las del 2000?
El sudor me resbalaba por todo el cuerpo.
—Ayúdeme. Para mí es de la mayor importancia saber si Quinn va a conseguir llegar a la Casa Blanca.
—¿Porqué?
—Bien, porque… —me detuve, asombrado, al comprobar que, salvo la simple curiosidad, no existía ninguna otra razón. Me había comprometido a trabajar en pro de la elección de Quinn; probablemente mi compromiso no dependía de que supiera si lo iba a conseguir o no. Sin embargo, en aquellos momentos en los que creía que Carvajal podía darme la respuesta, estaba absolutamente desesperado por saberlo. Respondí torpemente—. Bien, porque, porque estoy profundamente involucrado en su carrera, y me sentiría mejor si conociese el rumbo que va a adoptar, especialmente si supiese que no estábamos desperdiciando todos nuestros esfuerzos en favor de él. Y… —me detuve, sintiéndome como un imbécil.
—Le he dado la mejor respuesta que podía. Mi vaticinio es que su hombre llegará a ser presidente —dijo Carvajal.
—¿El año que viene o en el 2004?
—A menos que a Mortonson le pase algo, me parece que Quinn no tiene la menor oportunidad antes del 2004.
—Pero ¿no sabe si a Mortonson le va a pasar algo? —insistí.
—Ya se lo he dicho. No tengo forma de saberlo. Por favor, créame cuando le digo que no puedo ver en un plazo tan largo como el de las próximas elecciones. Y, como usted mismo señaló hace sólo unos minutos, las técnicas probabilísticas no sirven en absoluto para predecir la fecha de la muerte de ninguna persona. Y las probabilidades no son mi fuerte. Mis conjeturas son incluso peor que las suyas. En temas estocásticos, señor Nichols, el experto es usted, no yo.
—¿Me está diciendo que su apoyo a Quinn no se basa en un conocimiento absoluto, sino sólo en una intuición?
—¿Qué apoyo a Quinn?
Su pregunta, formulada con tono inocente, me dejó perplejo.
—Usted creyó que seria un buen alcalde. Y desea que llegue a ser presidente —dije.
—¿Que yo creí? ¿Que yo deseo?
—Cuando se presentó a las elecciones a alcalde, usted donó cuantiosas sumas. ¿O no es eso un apoyo? En marzo, usted se presentó en el despacho de uno de sus principales estrategas y ofreció hacer cuanto estuviese en su poder para ayudar a Quinn a escalar un puesto superior. ¿O no es eso un apoyo?
—No me preocupa lo más mínimo si Quinn alcanza alguna vez un puesto superior o no —replicó Carvajal.
—¿De veras?
—Su carrera no significa nada para mí. Nunca lo ha significado.
—Entonces, ¿por qué ofrece voluntariamente unas sumas tan elevadas al fondo para su campaña? ¿Por qué ofrece voluntariamente informaciones sobre su futuro a los responsables de dicha campaña? ¿Por qué siempre voluntariamente…?
—¿Voluntariamente?
—Voluntariamente, sí. ¿O he elegido mal la palabra?
—La voluntad no tiene nada que ver con todo esto, señor Nichols.
—Cuanto más hablo con usted menos le comprendo.
—El término «voluntad» implica elección, libertad, volición. En mi vida no existen esos conceptos. Apoyo a Quinn porque sé que debo hacerlo, no porque le prefiera a otros políticos. Fui al despacho de Lombroso en el mes de marzo porque, meses antes, me había visto yendo allí, y sabía que, pasara lo que pasara, tenía que ir allí aquel día. Vivo en este barrio ruinoso porque no me ha sido concedida nunca la visión de mí mismo viviendo en alguna otra parte, y sé por tanto que debo permanecer aquí. Le estoy contando todo esto hoy, porque esta conversación me resulta ya tan familiar como una película que hubiese visto cincuenta veces, y en consecuencia sé que debo contarle a usted cosas que no he contado jamás a ningún otro ser humano. Nunca me pregunto por qué. Mi vida carece de sorpresas, señor Nichols, carece también de decisiones y de volición. Hago lo que sé que tengo que hacer, y sé que debo hacerlo porque me he visto ya a mí mismo haciéndolo.
Sus apacibles palabras me aterrorizaron mucho más que cualquiera de los horrores reales o imaginarios de la oscura escalera de afuera. Antes de entonces no me había asomado nunca a un universo del que estuviesen excluidos la libre elección, la casualidad, lo imprevisto, lo fortuito. Ví a Carvajal como un hombre arrastrado a través del presente, impotente pero sin quejarse, por su inflexible visión del inmutable futuro. Me horripilé, pero, al cabo de un instante, aquel mareante terror se esfumó para no volver nunca más; pues tras la primera visión desconsoladora de Carvajal como una trágica víctima, tuve otra, más estimulante, de Carvajal como alguien con un don que no era sino el mío propio elevado a la perfección, como alguien que ha dejado atrás los caprichos de la casualidad para adentrarse en el reino de la total previsibilidad. Aquella intuición me hizo sentirme irremisiblemente atraído por él. Sentí cómo nuestras almas se fundían, y supe que no me vería libre de él nunca más. Era como si aquella fría fuerza que emanaba de él, aquella helada radiación que nacía de su extraña naturaleza y que le había hecho tan repulsivo para mí, hubiese cambiado ahora de signo y me empujase irresistiblemente hacia él.