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—La heredé —me contó afectadamente mientras nos instalábamos en unos cómodos, elásticos y bien tapizados sillones al lado de una ventana sesenta pisos por encima de la turbulenta calle—. Uno de mis antepasados fue miembro fundador, en mil ochocientos veintitrés. Los estatutos indican que las once tarjetas fundadoras pasan automáticamente del hijo mayor al hijo mayor ininterrumpidamente. Debido a esa cláusula algunos tipos poco recomendables han conseguido empañar la santidad de la organización —dijo, dirigiéndome una sonrisa fugaz y sorprendentemente traviesa—. Vengo por aquí de cinco en cinco años. Se dará cuenta de que me he puesto mi mejor traje.

Y era cierto: llevaba un conjunto, algo arrugado, de color dorado y verde, con probablemente más de diez años encima, pero mejor conservado y con más brillo que el resto de su sombrío y rancio guardarropa. De hecho, Carvajal parecía hoy notablemente transformado, más animado y vigoroso, incluso juguetón, claramente más joven que el individuo apagado y ceniciento que yo conocía.

—No se me había ocurrido que tuviese usted antecesores —dije.

—En el Nuevo Mundo había ya Carvajales mucho antes de que el Mayflower saliese de Plymouth. Éramos muy importantes en Florida a comienzos del siglo dieciocho. Cuando los ingleses se anexionaron Florida en mil setecientos sesenta y tres, una rama de mi familia se trasladó a Nueva York, y creo que hubo una época en que llegó a ser propietaria de la mitad de los muelles y de la mayor parte del Upper West Side. Pero nos vimos desplazados por la crisis económica de mil ochocientos treinta y siete; y, desde hace siglo y medio, soy el primer miembro de la familia que ha logrado salir de la semipobreza. Pero incluso en los peores tiempos, conservamos nuestra pertenencia hereditaria al club —señaló con un gesto las espléndidas paredes recubiertas de paneles de madera rojiza, las deslumbrantes ventanas con los bordes de cromo, la discreta iluminación. A nuestro alrededor se sentaban titanes de la industria y las finanzas haciendo y deshaciendo imperios entre bebida y bebida. Carvajal continuó—: No olvidaré nunca la primera vez que mi padre me trajo aquí a un cóctel. Yo tendría alrededor de dieciocho años; debió ser, por tanto, en mil novecientos cincuenta y siete. El club no se había trasladado aún a este edificio, seguía en Broad Street, en un caserón del siglo diecinueve. Cuando entramos mi padre y yo, con nuestros trajes de veinte dólares y nuestras corbatas de lana, todo el mundo me pareció senadores, incluyendo a los camareros, pero nadie se burló de nosotros ni se nos trató con paternalismo. Disfruté de mi primer martini y de mi primer filete mignon, y fue como una excursión al Valhalla, ya sabe, o a Versalles, a Xanadú. Una visita a un mundo extraño y deslumbrante en el que todo el mundo era rico, poderoso y magnífico. Y según estaba sentado a la gigantesca mesa de roble, enfrente de mi padre, tuve una visión, comencé a ver, me ví a mí mismo de viejo, tal como soy ahora, agotado, con unos cuantos cabellos grises aquí y allá, este ser viejo que he llegado a ser y en el que me reconozco, y ese viejo ser estaba sentado en un salón verdaderamente opulento, en un salón de gráciles líneas y brillante e imaginativamente dispuesto; de hecho, en este mismo salón en que nos encontramos ahora, compartiendo una mesa con un hombre mucho más joven, un hombre alto y fuerte, de cabellos oscuros, que se inclinaba hacia adelante, mirándome de manera tensa e insegura, bebiéndose mis palabras como si estuviese intentando aprendérselas de memoria. Luego la visión pasó y me encontré de nuevo con mi padre, que me preguntaba si estaba todo bien; yo intenté aparentar que era todo consecuencia del martini, que era la bebida lo que había empañado mis ojos y empalidecido mi cara, pues incluso entonces no era nada bebedor. Y me pregunté si lo que había visto no era una especie de contraimagen de mi padre y mía en el club; es decir, si lo que había visto no era yo mismo de viejo con mi propio hijo en el Merchants and Shippers Club de un distante futuro. Durante varios años intenté averiguar quién iba a ser mi esposa y cómo sería mi hijo, y luego me di cuenta de que no iba a tener nunca mujer ni hijo. Y los años fueron pasando, y aquí estamos, usted sentado frente a mí, inclinándose hacia adelante, mirándome de una manera tensa e insegura…

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral.

—¿Usted me vio aquí en su compañía hace más de cuarenta años?

Asintió tranquilamente con la cabeza y, con el mismo gesto, llamó a un camarero, hiriendo el aire con su dedo índice con la misma autoridad como si fuese J. P. Morgan. El camarero se apresuró a acudir y le saludó ceremoniosamente, llamándole por su nombre. Carvajal pidió un martini para mí, quizá porque lo había visto ya hacía tanto tiempo, y para él un jerez seco.

—Le tratan muy cortésmente aquí —observé.

—Para ellos es un honor tratar a todo el mundo como si fuese primo del zar —replicó Carvajal—. Probablemente lo que dicen de mí en privado no sea tan halagador. Mi calidad de miembro desaparecerá cuando muera, y me imagino que el club se sentirá muy feliz de saber que ningún pequeño y zarrapastroso Carvajal más va a hollar su suelo.

Las bebidas llegaron casi de inmediato. Entrechocamos solemnemente los vasos en una especie de brindis formal.

—Por el futuro —dijo Carvajal—; por el futuro radiante y prometedor —y prorrumpió en una ronca risa.

—Está usted muy animado hoy.

—Sí, hacía muchos años que no me sentía tan bien. Una segunda ronda para el vejete, ¿no? ¡Camarero! ¡Camarero!

El camarero acudió una vez más con gran presteza. Para mi asombro, Carvajal pidió ahora puros, eligiendo dos de los más costosos de la bandeja que le trajo la muchacha del tabaco. Y una vez más, la traviesa sonrisa.

—Se supone que estas cosas hay que reservárselas para después de la comida, pero creo que me voy a fumar el mío ahora mismo —dijo.

—Adelante. ¿Quién se lo va a impedir?

Encendió su puro, y yo le imité. Su exuberancia resultaba desconcertante y casi aterradora. En nuestros dos encuentros anteriores, Carvajal había parecido estar extrayendo fuerzas de unas reservas desde hacía tiempo agotadas; pero hoy aparecía vivaz, frenético, rebosante de una feroz energía extraída de alguna fuente maligna. Me dediqué a especular acerca de drogas misteriosas, transfusiones de sangre de toro, trasplantes ilícitos de órganos arrancados a renuentes víctimas jóvenes.

—Dígame, Lew —me dijo de repente—, ¿ha tenido en alguna ocasión momentos de segunda visión?

—Creo que sí. Por supuesto, nunca tan vividos como los que debe experimentar usted. Pero creo que muchas de mis intuiciones se basan en ráfagas de auténtica visión, ráfagas subliminales que vienen y se van tan rápido que no puedo ni reconocerlas.

—Muy probable.

—Y sueños —dije—. Muchas veces, en los sueños tengo premoniciones y presentimientos que resultan ser correctos. Es como si el futuro viniese flotando hacia mí, llamando a las puertas de mi adormecida consciencia.

—Sí, la mente dormida es más receptiva a ese tipo de cosas.

—Pero lo que percibo en sueños me llega de forma simbólica, más como una metáfora que como una sucesión de imágenes o una película. Justo antes de que cogieran a Gilmartin soñé que estaba siendo arrastrado enfrente de un pelotón de ejecución. Era como si me estuviese llegando la información correcta, pero no en términos literales y equivalentes.