—Yo nunca me enfado —respondió Carvajal.
—Herido entonces. Pareció herido cuando le dije que necesitaba hacer que el futuro fuese como debe ser.
—Sí, supongo que sí. Porque eso demuestra que poco ha entendido acerca de mí, Lew. Como si creyese realmente que padezco una compulsión neurótica de que se cumplan mis propias visiones. Como si pensara que empleo un chantaje psicológico para impedirle que trastoque las pautas que yo señalo. No, Lew. No cabe trastocar esas pautas, y hasta que lo acepte no podrá existir la menor afinidad de pensamiento entre nosotros, no podremos compartir ninguna capacidad de visión. Sus palabras me entristecieron porque me revelaron hasta qué punto está todavía realmente lejos de mí. Pero no, no. No estoy enfadado con usted. ¿Está bueno el solomillo?
—Magnífico —contesté, y sonrió.
Terminamos la comida sin cruzar prácticamente más palabras, y nos marchamos sin esperar la cuenta. Supuse que el club se la cargaría. Debía ascender a más de ciento cincuenta dólares.
Ya fuera, en el momento de despedirnos, Carvajal dijo:
—Algún día, cuando vea por sí mismo, comprenderá por qué Quinn tiene que decir lo que sé que va a decir en la inauguración del Banco de Kuwait.
—¿Cuando vea yo por mí mismo?
—Lo hará.
—No poseo ese don.
—Todo el mundo lo posee —dijo—. Pero muy pocos saben cómo utilizarlo. —Me dio un rápido apretón en el antebrazo y desapareció entre la multitud de Wall Street.
20
No llamé de inmediato a Quinn, aunque estuve a punto de hacerlo. Tan pronto como Carvajal se perdió de vista, me encontré preguntándome por qué vacilaba. Los pronósticos de Carvajal sobre las cosas que iban a ocurrir demostraron ser exactos; me había dado una información relativa a la carrera de Quinn, y mi responsabilidad para con él anulaba todas las demás consideraciones. Además, el concepto que tenía Carvajal del futuro como algo inflexible e inmodificable seguía pareciéndome totalmente absurdo. Todo lo que no había ocurrido aún era susceptible de modificación; podía modificarlo, y lo haría en bien de Quinn.
Pero no le llamé.
Carvajal me había pedido, ordenado, amenazado, prevenido que no debía intervenir en este asunto. Si Quinn renunciaba a su compromiso con los kuwaitíes, Carvajal sabría el porqué, y eso podría representar el final de mi frágil y absorbente relación con aquel poderoso hombrecillo. Pero, aun en el caso de que yo interviniese, ¿podía Quinn zafarse de aquel compromiso? Según Carvajal, era imposible. Pero, por otro lado, quizá Carvajal estaba llevando un doble juego, y lo que realmente preveía era un futuro en el que Quinn no asistía a la inauguración del banco kuwaití. En ese caso, el guión o texto podía exigirme que fuese el agente que provocase el cambio, el que advirtiese a Quinn que no debía asistir a su cita, y Carvajal estaría contando conmigo justo para todo lo contrario de lo que decía, aunque, en cualquier caso, para que las cosas ocurrieran como debían ocurrir. No parecía muy plausible, pero debía contar con esa posibilidad. Me encontraba perdido y desorientado en medio de un laberinto de callejones sin salida. Mi sentido de estocasticidad no me servía de nada. Dejé de saber qué pensaba sobre el futuro e incluso sobre el presente, y el mismo pasado comenzó a parecerme incierto. Creo que aquella comida con Carvajal fue el inicio de mi proceso de pérdida de lo que anteriormente había considerado como cordura.
Medité durante un par de días. Luego me dirigí al despacho de Bob Lombroso y le planteé a él toda la cuestión.
—Tengo un problema de táctica política —dije.
—¿Y por qué recurres a mí en lugar de a Haig Mardikian? El es el estratega.
—Porque mi problema comprende el tener que ocultar una información confidencial acerca de Quinn. Sé algo que a Quinn le gustaría conocer, pero no estoy capacitado para contárselo. Mardikian es hasta tal punto un peón de Quinn que es probable que, con la promesa de mantener el secreto, me sonsaque la historia y luego vaya a contársela a él directamente.
—Yo también soy un peón de Quinn —dijo Lombroso—. Y tú también.
—Sí —respondí—. Pero tú no lo eres hasta el punto de quebrantar la confianza de un amigo por servir a Quinn.
—¿Y crees que Haig sí?
—Podría.
—Haig se sentiría molesto si supiese que tienes esa opinión de él.
—Pero sé que no le vas a contar nada de esto —dije—. Estoy seguro de que no.
Lombroso no respondió nada, se limitó a permanecer de pie contra el esplendoroso fondo de su colección de tesoros medievales, hundiendo los dedos en su espesa barba negra, y estudiándome con mirada inquisitiva. Se produjo un prolongado y tenso silencio. Pero yo estaba seguro de haber hecho bien acudiendo a él en lugar de a Mardikian. De todo el equipo de Quinn, Lombroso era el miembro más razonable y digno de confianza, un tipo espléndidamente cuerdo, equilibrado e incorruptible, con una forma de pensar caracterizada por la independencia y el rigor. Pero si me equivocaba respecto a él, podía darme por perdido.
—¿Aceptas el trato? —dije finalmente—. ¿Mantendrás en secreto lo que te voy a contar?
—Depende.
—¿De qué?
—De si estoy o no de acuerdo contigo en que lo mejor es ocultar lo que deseas ocultar.
—¿Te lo cuento y tú decides?
—Sí.
—Pero no puedo hacer eso, Bob.
—Eso significa que tampoco confías en mí, ¿no?
Lo pensé durante un instante, y mi intuición me animó a contárselo todo, aunque la cautela me advirtió que había al menos una oportunidad de que pasara por encima de mí y le fuese con la historia a Quinn.
—Está bien —dije—. Te lo voy a contar. Espero que todo lo que diga quede entre tú y yo.
—Adelante —dijo Lombroso.
Respiré profundamente.
—Comí con Carvajal hace unos días. Me dijo que Quinn va a decir algunas impertinencias sobre Israel en su discurso de inauguración del Banco de Kuwait a comienzos del mes que viene, y que esas impertinencias van a ofender a un montón de votantes judíos de aquí, agravando la situación de enemistad de los judíos locales hacia Quinn, que yo no sabía que existiera, pero que Carvajal considera ya seria y con posibilidades de empeorar.
Lombroso me miró asombrado.
—¿Te has vuelto loco, Lew?
—Puede ser. ¿Por qué?
—¿Crees de verdad que Carvajal puede ver el futuro?
—Juega a la Bolsa como si pudiese leer los periódicos del mes que viene, Bob. Nos advirtió que Leydecker iba a morir y que Socorro le sustituiría. También nos informó sobre Gilmartin. Y…
—Sí, lo de la congelación del petróleo. Tiene intuición, formula buenos vaticinios. Pero creo que ya hemos mantenido esta misma conversación por lo menos una vez.
—El no se limita a formular vaticinios como yo. El ve.
Lombroso me miró fijamente. Intentaba parecer paciente y tolerante, pero parecía preocupado y molesto. Por encima de todo, era un hombre de razón, y yo le estaba contando locuras.
—¿Crees que puede predecir el contenido de un discurso improvisado para el que todavía faltan tres semanas?
—Sí.
—¿Y cómo es posible algo así? Pensé en el diagrama que había trazado Carvajal sobre el mantel, en las dos corrientes del tiempo que fluían en direcciones contrarias. Pero no podía intentar convencer a Lombroso de todo aquello.
—No lo sé —dije—. No tengo la menor idea. Lo acepto por fe. Me ha dado tantas pruebas que estoy convencido de que puede hacerlo, Bob. Lombroso no pareció nada convencido.
—Es la primera vez que oigo que Quinn tenga problemas con los votantes judíos —dijo—. ¿Qué pruebas hay de ello? ¿Qué demuestran las encuestas?
—Nada. Todavía.