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—¿Todavía? ¿Y cuándo empezará a notarse?

—Dentro de unos cuantos meses, Bob. Carvajal dice que el New York Times publicará este otoño un artículo sobre cómo Quinn pierde el apoyo judío.

—¿No crees que me enteraría antes que nadie si Quinn tuviese problemas con los judíos, Lew? Pero por lo que llega a mis oídos, es el alcalde más popular entre ellos desde tiempos de Beame, o puede que de LaGuardia.

—Eres millonario. Al igual que tus amigos —respondí—. Y moviéndote entre millonarios no puedes extraer una muestra representativa de cuál es la opinión popular. Ni tan siquiera eres representativo como judío, Bob. Tú mismo lo has dicho, eres un sefardita, eres latino, y los sefarditas constituyen una élite, una minoría dentro de una minoría, una pequeña casta aristocrática que tiene muy poco que ver con la señora Goldstein y el señor Rosenblum. Quinn puede estar perdiendo el respaldo de cien Rosemblums por día y vuestro pequeño grupo de Spinozas y Cardozos no se enterará hasta que lo leáis en el Times. ¿O no tengo razón?

Encogiéndose de hombros, Lombroso dijo:

—Admito que hay cierta verdad en ello. Pero nos estamos saliendo del tema, ¿no? ¿Cuál es tu problema real, Lew?

—Deseo prevenir a Quinn de que no pronuncie ese discurso o, al menos, convencerle para que renuncie a las impertinencias. Pero Carvajal no me deja que le diga ni una palabra.

—¿Que no te deja?

—Dice que el discurso tiene que ocurrir tal como él lo ha percibido, e insiste en que permita que tenga lugar. Si hago cualquier cosa para impedir que Quinn actúe como lo exige el guión de ese día, Carvajal amenaza con romper sus relaciones conmigo. Con aspecto preocupado y sombrío, Lombroso caminó en lentos círculos por su despacho.

—No sé qué es más disparatado —dijo finalmente—, si creer que Carvajal puede ver el futuro o temer que romperá contigo si le transmites tu intuición a Quinn.

—No es una simple intuición. Es una auténtica visión.

—Eso es lo que tú dices.

—Bob, por encima de todo deseo que Paul Quinn llegue al cargo más alto de este país. No tengo derecho a ocultarle ningún dato, especialmente cuando he encontrado una fuente única como Carvajal.

—Carvajal puede ser simplemente un…

—¡Tengo una fe absoluta en él —dije, con una pasión que me sorprendió incluso a mí, pues, hasta aquel mismo momento, había mantenido algunas reticencias acerca del poder de Carvajal, y ahora estaba plenamente convencido de él—. ¡Por eso es por lo que no puedo arriesgarme a una ruptura con él!

—En ese caso, informa a Quinn sobre el discurso. Si Quinn no lo pronuncia, ¿cómo sabrá Carvajal que el responsable eres tú?

—Lo sabrá.

—Podemos declarar que Quinn está enfermo. Podemos incluso ingresarle en el Bellevue todo el día y someterle a un chequeo médico completo. Podemos…

—Lo sabrá.

—Podemos indicarle a Quinn que debería moderar cualquier observación que pueda interpretarse como antiisraelita.

—Carvajal sabrá que fui yo quien lo hizo —dijo.

—¿Te tiene realmente cogido, no?

—¿Qué puedo hacer, Bob? —supliqué—. Pienses lo que pienses ahora, Carvajal nos va a ser enormemente útil en el futuro. Si no quieres correr el riesgo de estropearlo todo con él…

—Bien, en ese caso no hagamos nada. Dejemos que el discurso ocurra como está previsto, si tanto te preocupa la posibilidad de ofender a Carvajal. Un par de impertinencias no van a causar un daño irreparable, ¿no?

—Serán muy negativas.

—No harán tanto daño. Tenemos dos años por delante antes de que Quinn tenga que presentarse de nuevo ante los electores. Si es necesario, en ese plazo de tiempo puede hacer cinco peregrinaciones a Tel-Aviv —Lombroso se acercó y puso su mano sobre mi hombro. A esa distancia, el impacto de su fuerte y vibrante personalidad resultaba abrumador. Con gran calor e intensidad, dijo—: ¿Te encuentras bien estos días, Lew?

—¿Qué quieres decir?

—Me tienes preocupado. Toda esa locura sobre la capacidad de ver el futuro. Y tanto follón por un discurso de nada. Puede que necesites descansar. Sé que en los últimos tiempos has estado sometido a una gran tensión, y…

—¿Tensión?

—Sundara —dijo—. No tenemos por qué fingir que no sé lo que está ocurriendo.

—No, no estoy muy contento con Sundara. Pero si crees que las actividades pseudorreligiosas de mi mujer han afectado a mi juicio, a mi equilibrio mental, a mi capacidad para funcionar como miembro del equipo del alcalde…

—Me limito a sugerir que estás muy cansado. Las personas cansadas encuentran muchos motivos de preocupación, no todos ellos reales, y el continuo preocuparse las cansa aún más. Rompe ese círculo vicioso, Lew. Lárgate a Canadá un par de semanas, por ejemplo. Un tiempo cazando y pescando y te sentirás como nuevo. Tengo un amigo que posee una finca cerca de Banff, mil agradables hectáreas repartidas entre las montañas, y…

—Gracias, pero estoy en mejor forma de lo que crees —respondí—. Siento haberte hecho perder el tiempo esta mañana.

—No me lo has hecho perder, Lew. Es muy importante que compartamos nuestros problemas. Según los datos que tengo, Carvajal ve el futuro. Pero es una idea difícil de aceptar para un hombre racional como yo.

—Supón que es verdad. ¿Qué aconsejarías?

—Suponiendo que fuera verdad, creo que lo mejor sería que no hicieses nada que pudiera molestar a Carvajal. Pero sólo suponiendo que lo sea. En ese caso nos interesaría exprimirle toda la información que tenga, y no deberías arriesgarte a una ruptura por las consecuencias de algo tan poco importante como este discurso.

Asentí con la cabeza.

—Yo también lo creo. Así pues, ¿no le dirás lo más mínimo a Quinn sobre lo que debería decir o no en esa inauguración bancaria?

—Por supuesto que no.

Comenzó a acompañarme hacia la puerta. Estaba temblando y sudando, y supongo que con los ojos fuera de las órbitas.

Tampoco me lo pude callar.

—¿Y no le dirás a la gente que me estoy derrumbando, Bob? Porque no es así. Puede que esté al borde de alcanzar un nuevo umbral de consciencia, pero no me estoy volviendo loco. De verdad que no me estoy volviendo loco —lo dije con tanta vehemencia, que me sonó poco convincente incluso a mí mismo.

—Creo que te vendrían bien unas breves vacaciones. Pero no. No voy a difundir ningún rumor de que estás a punto de que te pongan la camisa de fuerza.

—Gracias, Bob.

—Gracias por venir a verme.

—No podía recurrir a nadie más.

—Todo irá bien —me dijo suavemente—. No te preocupes por Quinn. Empezaré a averiguar si de verdad puede tener problemas con la señora Goldstein y el señor Rosenblum. Por tu parte, podrías encargarle una encuesta a tu departamento —me estrechó la mano—. Y descansa algo, Lew, descansa.

21

Y de este modo contribuí a que se cumpliera la profecía, a pesar de haber estado en mi mano la posibilidad de que no fuese así. ¿O no lo había estado? Había renunciado a poner a prueba el determinismo frío e inflexible de Carvajal. Como se decía en los juegos de mi niñez, me había dejado colar la pelota. Quinn pronunciaría su discurso de inauguración. Incluiría en él sus necias bromas acerca de Israel. La señora Goldstein refunfuñaría, el señor Rosenblum le maldeciría. El alcalde se ganaría enemigos innecesarios; el New York Times se encontraría con una sabrosa historia entre las manos; luego nosotros tendríamos que poner en marcha el proceso de reparación del daño político causado; una vez más, Carvajal demostraría haber tenido razón. Alguien puede señalar que hubiese resultado muy fácil intervenir. ¿Por qué no poner el sistema a prueba? ¿Por, qué no pensar que Carvajal era un bluff, verificar su afirmación de que, una vez atisbado, el futuro es tan inamovible como si estuviese grabado en pizarra? Pero yo no lo hice. Había tenido mi oportunidad, pero sentí miedo de aprovecharla, como si, de un modo secreto, supiese que, en caso de hacerlo, las estrellas se habrían salido de sus órbitas y chocado unas con otras. Así pues, me había rendido a la supuesta inevitabilidad sin apenas oponer resistencia. Pero ¿había cedido realmente con tanta facilidad? Había sido jamás verdaderamente libre para actuar? ¿No formaría quizá mi rendición parte del guión eterno e inamovible?