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22

Todo el mundo posee el don, me había dicho Carvajal. Pero pocos saben cómo utilizarlo. Y se había referido a un tiempo en el que yo sería capaz de ver por mí mismo.

¿Se estaría planteando despertar en mí la capacidad de ver el futuro?

La idea me aterrorizó y fascinó al mismo tiempo. Poder ver el futuro, librarse de los zarándeos de lo fortuito y lo imprevisto, superar las vaporosas imprecisiones del método estocástico y alcanzar la certeza absoluta… ¡Sí, sí, sí, maravilloso, pero al mismo tiempo espeluznante! Traspasar el umbral de la oscura puerta, contemplar el transcurso del tiempo y las maravillas y los misterios todavía por venir…

Un minero salía de su casa camino del trabajo. Cuando oyó gritar a su hija pequeña. Se dirigió al lado de su camita, Y ella le dijo: Papá, he tenido un sueño horrible.

Espeluznante, porque sabía que podía ver algo que habría preferido no ver, y que podría vencerme y destrozarme del mismo modo en el que, al parecer, Carvajal se había visto vencido y destrozado por el conocimiento de su muerte. Maravilloso porque ver equivalía a liberarse del caos de lo desconocido, significaba alcanzar por fin esa vida plenamente estructurada y determinada que había anhelado desde mi abandono del nihilismo adolescente para abrazar la filosofía de la causalidad.

Por favor, papá, no vayas hoy a la mina, Pues los sueños se hacen muchas veces realidad. Papá, papaíto, no te marches, Pues no podría vivir jamás sin ti.

Pero si Carvajal podía realmente dotarme de la capacidad de visión, prometí que la utilizaría de manera diferente, no permitiendo que me convirtiese en un recluso marchito, no sometiéndome pasivamente a los derechos de algún guión invisible, no aceptando convertirme en una marioneta como había hecho Carvajal. No, yo emplearía el don de forma activa, lo utilizaría para conformar y dirigir el flujo de la Historia. Me aprovecharía de aquel conocimiento especial para, en la medida de lo posible, guiar y alterar la pauta de los acontecimientos humanos.

Soñé que las minas estaban todas envueltas en llamas, Y que todos los hombres luchaban por salvar la vida. Luego la escena cambió, y la boca de la mina. Estaba rodeada de novias y esposas.

Según Carvajal, lo que yo me proponía era imposible. Imposible para él, quizá; pero ¿me vería yo también atado de pies y manos por sus mismas limitaciones? Aun en el caso de que el futuro fuese fijo e inmutable, ¿no cabía utilizar el hecho de conocerlo por anticipado para amortiguar los golpes, para desviar las energías, para crear nuevas pautas de conducta del naufragio de las viejas? Estaba decidido a intentarlo. ¡Enséñame a ver, Carvajal, y déjame probar!

Oh, papá, no trabajes hoy en la mina, pues los sueños se hacen muchas veces realidad. Papá, papaíto, no te marches, Pues no podría vivir jamás sin ti.

23

Sundara se esfumó hacia finales de junio, sin dejar ningún mensaje, y estuvo sin aparecer cinco días. No me puse en contacto con la policía. Cuando volvió, sin dar la menor explicación, no le pregunté dónde había estado. Otra vez en Bombay, en Tierra del Fuego, en Ciudad del Cabo o Bangkok, a mí me daba lo mismo. Me estaba convirtiendo en un buen marido del Tránsito. Quizá se había pasado los cinco días haciendo reverencias ante el altar de un templo del Tránsito de la ciudad, en caso de que haya en ellos altares, o quizá se había dedicado a recuperar el tiempo perdido en algún burdel del Bronx. Ni lo sabía ni deseaba preocuparme de ello. En aquellos momentos habíamos perdido ya todo contacto; era como si patináramos el uno junto al otro sobre una delgada capa de hielo, sin mirarnos nunca, sin intercambiar ni una sola palabra, limitándonos a deslizamos silenciosamente hacia algún destino desconocido y peligroso. Los procesos del Tránsito ocupaban todas sus energías día y noche, noche y día. Deseaba preguntarle qué sacaba de todo aquello, qué significaba para ella. Pero no lo hice. Una calurosa noche de julio volvió a casa de hacer lo que sólo Dios sabría, llevando nada más que un sari color turquesa pegado a su húmeda piel con una lascivia que, en la puritana Nueva Delhi, le habría costado una condena de diez años de cárcel por escándalo público. Se acercó a mí, puso los brazos sobre mis hombros, y suspiró mientras se apoyaba contra mí haciéndome sentir el calor de su cuerpo, que me hizo temblar; sus ojos buscaron los míos y había en las brillantes y negras pupilas una mirada de dolor, de pérdida y arrepentimiento, una terrible mirada de incontenible pena. Y como si pudiese leer sus pensamientos, pude oír claramente que decía: «Di una sola palabra, Lew, una sola palabra, y les dejo y todo volverá a ser como antes». Sé que eso es lo que me estaban diciendo sus ojos. Pero no pronuncié la palabra que esperaba de mí. ¿Por qué me quedé callado? Por qué sospeché que Sundara se limitaba a realizar otro estúpido ejercicio del Tránsito a costa mía, a jugar al «¿De verdad creías que iba en serio?» ¿O más bien porque en el fondo de mi ser no deseaba realmente apartarla del camino que había elegido?

24

Quinn me mandó llamar justo el día antes de la ceremonia en el edificio del Banco de Kuwait.

Cuando entré se encontraba de pie en medio de su despacho. Se trataba de una estancia gris, monótonamente funcional, en nada parecida al impresionante sanctasanctórum de Lombroso —muebles municipales de color oscuro, retratos de los anteriores alcaldes—. No obstante, aquel día la estancia tenía un fulgor especial. La luz del sol que entraba por la ventana de detrás de Quinn le bañaba en un deslumbrante nimbo dorado, y él parecía irradiar fuerza y decisión, era como si emitiese una luz más intensa que la que recibía. El año y medio que llevaba como alcalde de Nueva York había dejado en él su impronta: la red de finas arrugas que rodeaba sus ojos era más profunda que el día en que tomó posesión del cargo; los rubios cabellos habían perdido algo de su anterior brillo; sus corpulentos hombros parecían algo cargados, como si se encorvaran bajo un terrible peso. Durante casi todo aquel pesado y húmedo verano había aparecido cansado e irritable, y hubo momentos en los que representaba más años de los treinta y nueve que realmente tenía. Pero ahora todo aquello había desaparecido. Había recobrado su antiguo vigor. Su presencia parecía llenar la estancia.

Nada más entrar, me dijo:

—¿Recuerdas que hace aproximadamente un mes me dijiste que se estaban iniciando nuevas tendencias y que podrías darme pronto un pronóstico para el año que viene?

—Sí, claro. Pero…

—Espera. Existen nuevos factores, pero tú no tienes todavía acceso a todos ellos. Quiero contártelos para que puedas incluirlos en tu síntesis, Lew.