—¿Y bien? —me preguntó.
—Quiero ser capaz de ver.
—Hágalo, pues. Yo no se lo impido, ¿no?
—Hable en serio —le supliqué.
—Siempre lo hago. ¿En qué puedo ayudarle?
—Enséñeme a ver.
—¿Acaso le he dicho en alguna ocasión que es algo que se puede enseñar?
—Usted dijo que todo el mundo posee el don, pero que muy pocos saben cómo utilizarlo. Está bien. Enséñeme a utilizarlo.
—Quizá se pueda aprender a utilizarlo —dijo Carvajal—, pero no es algo que se pueda enseñar.
—¿Por favor?
—¿Por qué lo desea tanto?
—Quinn me necesita —le dije abyectamente—. Deseo ayudarle a llegar a la presidencia.
—¿Y?
—Quiero ayudarle. Necesito ver.
—¡Pero usted puede pronosticar muy bien las tendencias, Lew!
—No es suficiente. No es suficiente.
La tormenta estalló sobre Hoboken. Un viento húmedo y frío, procedente del Oeste, empujó las abigarradas nubes. El escenario de la Naturaleza se estaba haciendo grotesco, casi cómicamente, excesivo.
—Supongamos que le pido que me entregue el control total de su propia vida —dijo Carvajal—. Supongamos que le pido que me deje tomar todas las decisiones por usted, conformar todos sus actos a mis directrices, que deje su existencia absolutamente en mis manos; y que le digo que, si lo hace, habrá una oportunidad de que aprenda a ver. Pero sólo una oportunidad. ¿Qué contestaría usted?
—Diría que se trata de una propuesta a tomar en consideración.
—El ver puede no ser tan maravilloso como cree, ¿sabe? Ahora mismo lo considera como la llave mágica que le abrirá todas las puertas. Pero ¿qué ocurrirá si demuestra no ser nada más que una carga y un obstáculo? ¿Y si se trata de una maldición?
—No creo que lo sea.
—¿Y cómo lo sabe?
Me encogí de hombros.
—Correré el riesgo. ¿Ha sido una maldición para usted?
Carvajal se detuvo y me miró, y sus ojos buscaron los míos. Este era el momento más adecuado para que los relámpagos cruzasen el cielo, para que sonaran horrísonos truenos a todo lo largo del Hudson, y para que una lluvia tempestuosa azotara el paseo. Pero no ocurrió nada de eso. Absurdamente, las nubes que había directamente encima de nosotros se abrieron y una suave y dulce luz amarillenta se derramó sobre nuestros rostros contraídos y tensos. ¡Qué hábil director de escena puede llegar a ser la naturaleza!
—Sí —respondió Carvajal tranquilamente—. Una maldición. Si ha sido algo es eso, una maldición, una maldición.
—No le creo.
—¿Y qué me importa?
—Aun en el caso de que hubiese sido una maldición para usted, no tiene por qué serlo para mí.
—Muy valiente, Lew. O muy necio.
—Las dos cosas a la vez. No obstante, quiero ser capaz de ver.
—¿Está dispuesto a convertirse en mi discípulo?
—¡Qué palabra tan extraña y chirriante! Y eso, ¿qué significa? —pregunté.
—Ya se lo he dicho. Se tiene usted que entregar a mí sobre la base de no hacer preguntas y de que no le garantizo los resultados.
—¿Y cómo me ayudará eso a ver?
—No haga preguntas —respondió—. Simplemente, entréguese a mí, Lew.
—De acuerdo.
Estallaron los relámpagos. Los cielos se abrieron y, con increíble furia, se abatió sobre nosotros un descomunal chaparrón.
26
Un día y medio después.
—Lo peor de todo —dijo Carvajal— es ver tu propia muerte. Entonces es cuando te abandona la vida, no en el momento de la muerte real, sino cuando tienes que verlo.
—¿Es ésa la maldición de la que me habló?
—Sí. Esa es la maldición. Eso es lo que me mató, Lew, mucho antes de que llegase mi hora. La primera vez que lo ví tenía casi treinta años. Desde entonces lo he visto en muchas ocasiones. Conozco la fecha, la hora, el lugar y las circunstancias; he pasado por ese trance una y otra vez: el comienzo, el medio, el final, la oscuridad, el silencio. Y una vez que lo ví, la vida se convirtió para mí en una estúpida representación de marionetas.
—¿Y qué fue lo peor de todo? —pregunté—. ¿Saber el cuándo, saber cómo?
—Saberlo —respondió.
—¿Que se va a morir?
—Sí.
—No lo comprendo. Quiero decir que sí, que debe ser molesto verse a uno morir, ver uno su propio fin como en una película, pero en eso no hay nada esencialmente sorpresivo, ¿no? Quiero decir que la muerte es inevitable y que todos lo sabemos desde nuestra más tierna infancia.
—¿Usted cree?
—Claro que si.
—¿Usted cree que se va a morir, Lew?
Parpadeé un par de veces.
—Naturalmente.
—¿Está absolutamente convencido de ello?
—No le entiendo. ¿Quiere dar a entender que me hago la ilusión de ser inmortal?
Carvajal sonrió serenamente.
—Todo el mundo se la hace, Lew. Cuando es uno niño y se le muere un pez de color, o un perro, y se dice a sí mismo: «Bien, los peces de colores no viven siempre, los perros no viven siempre», está esquivando su primera experiencia, su primer contacto con la muerte. Es algo que no le concierne a él. El chico de la casa de al lado se cae de la bicicleta y se fractura el cráneo. Bien, se dice, ocurren accidentes, pero eso no prueba nada; alguna gente es más descuidada que otra, y yo pertenezco al grupo de los cuidadosos. Se le muere su abuela. Era vieja y llevaba muchos años enferma, se dice a sí mismo, tenía exceso de grasas, creció en una generación en la que la medicina preventiva era todavía muy primitiva, no sabía cómo cuidar su propio cuerpo. Pero eso no me ocurrirá a mí, a mí no.
—Mis padres han muerto. También se me murió mi hermana. Tuve una tortuga que se murió. En mi vida la muerte no es algo tan remoto e irreal. No, Carvajal, creo en la muerte. Acepto el hecho de la muerte. Sé que voy a morir.
—No. No de verdad.
—¿En qué se basa?
—Conozco a las personas. Sé cómo era yo antes de verme a mí mismo morir, y en qué me convertí después. No muchos han tenido esa experiencia, ni han visto cambiar sus propias vidas como yo. Quizá soy el único que haya habido jamás. Escúcheme, Lew. Diga lo que diga, nadie cree de forma real y plena que se va a morir. Usted puede aceptarlo aquí arriba, en la cabeza, pero nunca al nivel celular, nunca hasta llegar al nivel del metabolismo y la mitosis. Su corazón no ha dejado de latir ni un solo instante durante treinta años, y sabe que nunca ocurrirá. Su cuerpo continúa alegremente como una factoría de tres turnos fabricando de manera continua corpúsculos, linfa, semen, saliva, y, por lo que alcanza a conocer, seguirá así siempre. Y su mente se percibe a sí misma como el centro de una gran obra teatral cuya estrella no es otra que Lew Nichols, mientras que el universo no es nada más que una gigantesca colección de apoyos o puntales; todo lo que ocurre gira alrededor suyo, ocurre en relación a usted, usted es el pivote y el punto de apoyo de la palanca. Si va a una boda, el título de la escena no es Dick y Judy se casan, sino Lew va a la boda de alguien; si un político sale elegido, no es Paul Quinn alcanza la presidencia, sino Lew ve cómo Paul Quinn alcanza la presidencia; si una estrella estalla, el titular no será Betelgeuse pasa al estado Nova, sino El Universo de Lew pierde una estrella; y así con todo, lo mismo para todo el mundo, todo el mundo es el héroe del gran drama de la existencia, Dick y Judy, cada uno en un papel estelar dentro de sus propias cabezas; Paul Quinn, y puede que incluso Betelgeuse, y cada uno de nosotros, sabe que, si muere, el universo entero se apagará como una luz cuando se oprime el conmutador, que eso no es posible y que, por tanto, no va a morir nunca. Cada uno piensa que es la excepción a la regla. Que lo que hace que todo siga en marcha es la continuación de su propia existencia. Y uno se da cuenta, Lew, de que todos los demás van a morir, seguro, pero son sólo actores secundarios, los que salen sosteniendo las lanzas; el texto exige que todos ellos desaparezcan, pero no uno mismo. ¡Oh no, uno mismo jamás! ¿No es así en realidad, Lew; no es así en lo más profundo de su alma, en esos niveles misteriosos a los que accede sólo de cuando en cuando?