—Pero para conservar a Sundara…
—Ya la ha perdido.
—Sólo en el futuro. Sigue siendo mi mujer.
—Lo que se ha perdido en el futuro está perdido ya.
—Me niego a…
—¡No tiene más remedio! —gritó—. Es todo uno, Lew, ¡es todo uno! ¿Ha llegado conmigo hasta aquí y todavía no se da cuenta?
Lo vi. Conocía todos los argumentos que él estaba a punto de esgrimir y creía en todos ellos, y mi fe no era algo que viniera desde fuera, sino algo intrínseco, algo que había crecido, y extendiéndose dentro de mí durante todos aquellos meses. Y, sin embargo, me resistía. Y, sin embargo, seguía buscando escapatorias. Seguía buscando un clavo ardiendo al que agarrarme, aun en el momento de mi caída.
—Termine de contármelo —dije—. ¿Por qué es necesario e inevitable que deje a Sundara?
—Porque el destino de ella está en el Tránsito, mientras que el suyo está lo más alejado posible de dicha fe. Ellos propenden a la falta de certeza, usted a la certeza. Ellos intentan minar, destruir; usted construir. Se trata de un abismo filosófico básico que se hará cada vez más ancho y profundo y que no se puede salvar. Por tanto, ustedes dos tienen que separarse.
—¿Cuándo?
—Se quedará solo antes de que finalice el año —me dijo—. Le he visto varias veces en su nueva casa.
—¿No vivirá una mujer conmigo?
—No.
—El celibato no me va nada. Apenas lo he practicado.
—Tendrá mujeres, Lew; pero vivirá solo.
—¿Y Sundara se queda con el apartamento?
—¿Con las pinturas, las esculturas, el…?
—No lo sé —respondió Carvajal, con aspecto de aburrirse—. En realidad no he prestado la menor atención a detalles como ése. Ya sabe que no me interesan.
Me dejó marchar. Caminé unas tres millas en dirección a la parte alta de la ciudad, sin ver nada, sin oír nada, sin pensar en nada. Era como si flotase en el vacío, como si fuese un miembro de la nada total. En la esquina de no-sé-qué-calle, con sólo-Dios-sabe-qué-avenida, encontré una cabina telefónica, deposité una moneda en la ranura y marqué el número del despacho de Haig Mardikian; luego conseguí abrirme camino entre la férrea protección de varios recepcionistas, hasta que el propio Mardikian se puso al aparato.
—Me voy a divorciar —le dije, y, durante un buen rato, escuché el silencioso rugido de su sorpresa que zumbaba a través de la línea telefónica como las olas del mar durante una tormenta—. No me preocupa el lado financiero de la cuestión —añadí al cabo de un rato—. Sólo quiero una ruptura limpia. Dime el nombre de algún abogado en el que confíes, Haig. Alguien que lo haga rápido y sin herirla.
31
Cuando sueño despierto me imagino un tiempo en el que seré verdaderamente capaz de ver. Mi visión rompe la lóbrega cortina invisible que rodea todo, y penetro en el reino de la luz. He estado dormido, he estado prisionero, he estado ciego, y ahora, ahora que la transformación se ha iniciado, es como si despertase finalmente. Mis cadenas se han esfumado; mis ojos se han abierto. A mi alrededor se mueven inciertas figuras en sombras, ciegas y dando traspiés, con los rostros grises de asombro e incertidumbre. Esas figuras sois vosotros. Y bailo entre vosotros y alrededor vuestro, con los ojos luminosos y el cuerpo encendido por la alegría de una nueva percepción. Ha sido como vivir bajo el mar, oprimido por una terrible presión y alejado de la deslumbradora luminosidad por esa membrana, flexible, pero impenetrable, que constituye la superficie entre mar y cielo; y ahora la he roto, he llegado a un lugar donde todo brilla y reluce, donde todo está rodeado por un radiante halo, resplandeciente en oros, violetas y escarlatas. Sí, sí. Finalmente, veo.
¿Qué es lo que veo?
Veo la suave y tranquila Tierra, escenario de nuestros dramas. Veo las sudorosas luchas de los ciegos y sordos, golpeados según van avanzando hacia un destino incomprensible. Veo los años desplegándose como las largas y tersas hojas de los helechos de primavera, con las puntas de un verde intenso, alejándose de mí hacia el infinito. En deslumbrantes flashes de iluminación intermitente, veo las décadas transformándose en siglos y los siglos en eones y épocas. Veo el lento desfile de las estaciones, la sístole y diástole del invierno y el verano, de la primavera y el otoño, el ritmo delicadamente sobrepuesto del calor y el frío, de la sequía y las lluvias, del sol y la niebla y la oscuridad.
No hay límites a mi visión. Aquí están los laberintos de las ciudades del mañana, levantándose, decayendo y volviéndose a levantar. Nueva York con su crecimiento lunático, rascacielos sobre rascacielos, los viejos cimientos transformándose en los cascotes sobre los que se levantan los nuevos, capa sobre capa como las mezcladas estratificaciones de la Troya de Schliemann. Por retorcidas calles circulan extraños, vestidos con ropas desconocidas y hablando una jerga ininteligible para mí. Hay máquinas que caminan sobre piernas articuladas. Por encima de mi cabeza revolotean pájaros mecánicos, gorjeando como puertas mal engrasadas. Todo está en continuo flujo y reflujo. ¡Mira, el océano se retira, y resbalosas bestias de color marrón yacen sobre el desnudo lecho marítimo, encalladas e intentando fatigosamente respirar! ¡Mira, el océano retorna, rozando con sus olas las antiguas autopistas que rodeaban la ciudad! ¡Mira, el cielo está verde! ¡Mira, la lluvia es negra! ¡Mira, aquí hay cambio, transformación, aquí están los antojos o caprichos del tiempo! ¡Y yo lo veo todo!
Estos son los eternos movimientos de las galaxias, sombríos e inescrutables. Estos son los equinoccios precedentes, éstas son las arenas movedizas. El sol calienta mucho. Las palabras se han convertido en afiladas como agujas. Capto rápidas visiones de grandes entidades que surgen, florecen, decaen y mueren. Estos son los límites del imperio de los sapos. Este muro señala el lugar donde comienza la república de los insectos de largas patas. El propio ser humano cambia. Su cuerpo se transforma numerosas veces, se hace tosco, luego puro y refinado, luego más tosco que nunca; desarrolla extraños órganos que tiemblan como tentáculos salidos de las protuberancias de su encallecida piel; carece de ojos, es inconsútil desde los labios a la nuca, tiene muchos ojos, está cubierto de ojos, ha dejado de ser varón y hembra y funciona como una especie de sexo intermedio; es delgado, grueso, líquido, metálico; salta por los espacios siderales, se amontona en húmedas cavernas, inunda el planeta con legiones de su propia especie; por decisión propia, se reduce luego a unas pocas docenas, agita el puño amenazante contra un henchido cielo rojo, canta terroríficas canciones en un zumbido nasal, concede su amor a monstruos, declara abolida la muerte, descansa al sol como una gigantesca ballena en el mar, se convierte en una horda de afanosos trabajadores, como zumbantes abejas, levanta su tienda en las arenas de desiertos deslumbrantes como diamantes, se ríe con el sonido de tambores, yace junto a dragones, escribe poemas de hierba, construye naves de aire, se transforma en un dios, se transforma en un demonio, lo es todo, no es nada. Los continentes se deslizan pesadamente, como hipopótamos que bailasen una regia polca. La luna se hunde en los cielos, mirando por encima de su propia frente como una dolorosa ampolla blanca, y se hace añicos con un maravilloso sonido de vidrio, con un ¡ping!, que reverbera durante años y años. El mismo sol se aleja en sus amarras, pues en el universo todo está en constante movimiento y los caminos son infinitamente variados. Le veo alejarse poco a poco en la oscuridad de la noche, y espero que retorne, pero no lo hace, y una capa de hielo se desliza sobre la negra piel del planeta, y los que viven en esa era se convierten en seres de la noche, amantes del frío, autosuficientes. Y sobre el hielo aparecen bestias de dificultosa respiración que arrojan niebla por las fauces; y de debajo del hielo surgen flores de cristal azulado y amarillo; y en el cielo resplandece una nueva luz que no sé de dónde procede.