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¿Qué es lo que veo, qué es lo que veo?

Estos son los nuevos líderes de la humanidad, los nuevos reyes y emperadores, con sus cetros en la mano y atizando el fuego desde las cumbres de las montañas. Estos son los dioses todavía inimaginables. Estos son los hechiceros y los brujos. Y éstos los cantantes, estos los poetas, estos los creadores de imágenes. Estos son los nuevos ritos. Estos los frutos de la guerra. ¡Mira: amantes, asesinos, soñadores, videntes! ¡Mira: generales, sacerdotes, exploradores, legisladores! ¡Mira! Hay continentes desconocidos por descubrir. Hay manzanas no probadas por comer. ¡Mira! ¡Locos! ¡Cortesanos! ¡Héroes! ¡Víctimas! Veo los planes. Veo los errores. Veo los logros asombrosos, que hacen brotar de mis ojos lágrimas de orgullo. Esta es la hija de la hija de tu hija. Este es el hijo de una inacabable sucesión de hijos. Estas son naciones todavía desconocidas; estas otras, naciones recién resucitadas. ¿Qué es este idioma, todo de chasquidos y silbidos? ¿Qué es esta música, toda de bufidos y chirridos? Roma caerá nuevamente. Habrá una segunda Babilonia, que extenderá sus tentáculos por todo el mundo como un enorme pulpo. ¡Qué asombrosos son los tiempos todavía por venir! ¡Todo lo que puedas imaginar ocurrirá, y más, mucho más, y yo lo veo todo!

¿Son éstas las cosas que veo?

¿Están todas las puertas abiertas para mí? ¿Se transforman los muros en ventanas?

¿Miro al príncipe asesinado y al salvador recién nacido, a los fuegos del imperio destruido ardiendo en el horizonte, a la tumba del señor de señores, a los viajeros de dura mirada atravesando el dorado mar que amplía el vientre del mundo transformado? ¿Inspecciono el millón de millones de mañanas de la especie humana, lo asumo y convierto en mía propia la carne del futuro? ¿Los cielos que caen? ¿Las estrellas que colisionan? ¿Qué son estas constelaciones desconocidas que se forman una y otra vez según las contemplo? ¿Quién se oculta tras estos rostros enmascarados? ¿Qué representa este ídolo de piedra, alto como tres montañas? ¿Cuándo se transformarán en rojo polvo las orgullosas colinas que amurallan el mar? ¿Cuándo descenderá el hielo polar como una noche inexorable sobre los campos de rojas flores? ¿Quién posee estos fragmentos? ¡Oh! ¿Qué es lo que veo, qué es lo que veo?

Todo el tiempo, todo el espacio.

No. Por supuesto que no será así. Todo lo que veré será lo que pueda enviarme a mí mismo desde mis propios escasos mañanas. Mensajes breves y sosos, como las vagas transmisiones de los teléfonos que hacíamos de pequeños con latas vacías; nada de esplendores épicos, nada de apocalipsis barrocos. No obstante, aun estos sonidos confusos y ahogados son mucho más de lo que podría haber esperado cuando estaba dormido como vosotros, cuando era una de esas figuras ciegas y tambaleantes deslizándose en torpes y lentos bandazos por el reino de sombras que es este mundo.

32

Mardikian encontró un abogado. Se trataba de Jason Komurjian, otro armenio, por supuesto; uno de los socios de la empresa del propio Mardikian, el especialista en divorcios, un hombre grande, con ojos pequeños y extrañamente tristes enmarcados en un rostro grueso y atezado. Había sido compañero de colegio de Haig, y debía tener por tanto más o menos mi misma edad, pero parecía mayor, mucho mayor, de edad casi indefinida, un patriarca que se había echado sobre sí mismo los traumas de miles de esposos contumaces. Sus rasgos eran juveniles, pero rodeados de un aura de vejez.

Hablamos en su despacho, situado en el piso noventa y cinco del Edificio Martin Luther King, un despacho oscuro y cargado de olor a incienso, que rivalizaba con el de Bob Lombroso en pompa y esplendor, un lugar casi tan rica y pesadamente ornamentado como la capilla imperial de una catedral bizantina.

—El divorcio —dijo Komurjian como entre sueños—; desea obtener un divorcio, sí, terminar de una vez, una separación definitiva —añadió, haciendo girar el concepto en los abovedados recintos de su conciencia, como si se tratase de un sutil tema teológico, como si estuviese hablando de la consustancialidad del Padre y el Hijo o de la doctrina de la sucesión apostólica—. Sí, podríamos conseguírselo. ¿Viven ya separados?

—Todavía no.

Pareció descontento. Sus pesados labios se aflojaron, su rostro bovino adoptó una expresión más seria.

—Hay que hacerlo —dijo—. La continuación de la cohabitación pone en peligro la plausibilidad de cualquier petición de divorcio. Aun hoy en día; aun hoy en día. Fijen domicilios distintos. Establezcan economías separadas. Demuestre cuáles son sus intenciones ¿eh? —alcanzó un barroco crucifijo cubierto de joyas que tenía sobre la mesa, lleno de rubíes y esmeraldas, y jugueteó con él, deslizando sus gruesos dedos sobre la desgastada superficie; y, durante un buen rato, pareció sumirse en sus propios pensamientos. Me imaginé los tonos de un órgano invisible, contemplé una procesión de sacerdotes barbudos y engalanados recorriendo los coros de su mente. Casi le podía oír susurrándose a sí mismo en latín, no en un latín eclesial, sino de abogado, toda una letanía de trivialidades. Magna est vis consuetudinis, falsus in uno, falsus in ómnibus, eadem sed aliter, res ipsa loquitor. Huius huius, huius, hunc haec hoc. De repente me miró, atravesándome con una mirada inesperadamente fija y penetrante—. ¿Los motivos?

—No, no se trata de ese tipo de divorcio. Queremos simplemente terminar, irnos cada uno por nuestro propio camino, un sencillo final.

—Por supuesto, lo habrá discutido ya con la señora Nichols y habrán llegado a un acuerdo preliminar…

Me sonrojé.

—¡Ah, no, todavía no! —dije, algo molesto.

Komurjian se mostró desaprobador.

—Se dará cuenta de que, antes o después, tendrá que sacar el tema a colación. Su reacción será probablemente tranquila. Luego su abogado y yo nos reuniremos y resolveremos el asunto —alcanzó un bloc de notas—. En cuanto a la división de las propiedades…

—Puede quedarse con todo lo que quiera.

—¿Con todo? —pareció sorprendido.

—No deseo la menor disputa con ella sobre ningún tema.

Komurjian extendió sus manos ante mí por encima de la mesa del despacho. Llevaba más anillos que el mismo Lombroso. ¡Estos levantinos, estos ostentosos levantinos!

—¿Y qué pasará si lo pide todo? —preguntó—. ¿Son todos los bienes comunes? ¿Lo aceptaría sin oponerse?

—Ella no hará eso.

—¿No pertenece al Credo del Tránsito?

—¿Cómo lo sabe? —dije muy sorprendido.

—Como puede suponer, Haig y yo hemos discutido ya el caso.

—Ya veo.

—Y los fieles del Tránsito son imprevisibles.

Conseguí proferir una risita ahogada.

—Sí, mucho.

—Puede darle el capricho de pedir todos los bienes —dijo Komurjian.

—O el de no pedir ninguno —respondí.

—O ninguno, es cierto. Nunca se sabe. ¿Me está dando usted instrucciones para que acepte cualquier postura que pueda adoptar?

—Esperemos y ya veremos qué pasa —respondí—. Creo que se trata de una persona esencialmente razonable. Tengo la impresión de que no formulará ninguna exigencia descabellada sobre la división de propiedades.

—¿Y sobre los ingresos? —preguntó el abogado—. ¿No exigirá que le siga usted pasando dinero? Ustedes tienen un contrato estándar de grupo de dos, ¿no?