—Sí. Su terminación significa también el final de toda responsabilidad financiera.
Komurjian comenzó a canturrear muy bajito, tanto que casi no podía oírle. Casi. ¡Qué rutinario debía parecerlo todo esto, esta anulación de lazos sacramentales!
—Así pues, no habrá problemas, ¿no? Pero, antes de seguir adelante, debe comunicarle sus intenciones a su mujer, señor Nichols.
Así lo hice. Sundara estaba ya tan ocupada con sus diversas actividades del Tránsito: sus sesiones de proceso, sus círculos de volatilidad, sus ejercicios diarios de anulación del ego, sus deberes de misionera y todo lo demás, que pasó casi una semana antes de poder hablar tranquilamente con ella en casa. Para entonces, yo había ensayado la escena en mi cabeza más de mil veces, por lo que las frases estaban ya más que desgastadas; si ha habido alguna vez un ejemplo de ajustarse estrictamente al guión, éste sería uno. Pero ¿me daría ella las réplicas adecuadas?
Casi apologéticamente, como si el hecho de pedirle el privilegio de conversar con ella fuese como una intrusión en su vida privada, le dije una noche que deseaba hablarle de algo importante; y luego la informé, como me había visto hacer tantas veces, de que iba a pedir el divorcio. Mientras se lo decía, comprendí lo que debía representar para Carvajal la capacidad de ver, pues en mi imaginación había reproducido esta escena tantas veces que me parecía ya como un acontecimiento del pasado.
Sundara me miraba pensativamente, sin decir nada, sin mostrar emoción ni sorpresa, ni disgusto, ni hostilidad, ni entusiasmo, ni decaimiento, ni desesperación.
Su silencio me desconcertó.
Al cabo de un rato, dije:
—He contratado a Jason Komurjian como abogado. Es uno de los socios de Mardikian. Se reunirá con tu abogado, cuando lo tengas, y lo resolverán todo. Sundara, me gustaría que nos separásemos de manera civilizada.
Sonrió. Como una Mona Lisa de Bombay.
—¿No tienes nada que decir? —pregunté.
—Realmente, no.
—¿Te parece el divorcio una minucia?
—El divorcio y el matrimonio no son sino aspectos de la misma ilusión, amor mío.
—Creo que este mundo me parece más real que a ti. Esta es una de las razones por las que no parece sensato que sigamos viviendo juntos.
—¿No habrá una lucha confusa por la división de lo que poseemos? —dijo ella.
—Ya te dije que me gustaría que nos separásemos de manera civilizada.
—Muy bien. A mí también.
Me desconcertó la facilidad con que lo aceptaba todo. Nuestro contacto mutuo había sido tan deficiente en los últimos tiempos, que no habíamos llegado nunca a discutir las crecientes lagunas de comunicación entre nosotros; pero existen numerosos matrimonios que se mantienen así durante años y años, dejándose llevar plácidamente, sin que ninguna de las partes ponga los puntos sobre las íes. Ahora yo me estaba disponiendo a echar nuestro matrimonio a pique, y ella no tenía nada que decir al respecto. Ocho años de vida en común, recurro de repente a un abogado divorcista y Sundara no formula el menor comentario. Llegué a la conclusión de que su imperturbabilidad reflejaba simplemente el cambio operado en ella por el Credo del Tránsito.
—¿Todos los fieles del Tránsito aceptan estas conmociones en sus vidas con la misma tranquilidad? —pregunté.
—¿Se trata de una conmoción?
—Así me lo parece a mí.
—A mí me parece sólo la ratificación de una decisión adoptada hace ya mucho tiempo.
—He pasado por malos momentos —reconocí—. Pero incluso en los peores me decía continuamente a mí mismo que era sólo una fase, algo transitorio, que todos los matrimonios atraviesan momentos así, y que, antes o después, volveríamos el uno al otro.
Mientras hablaba, me encontré a mí mismo convenciéndome de que todo eso seguía siendo verdad, de que Sundara y yo podríamos todavía salvar la continuación de nuestra relación como los seres humanos básicamente razonables que éramos. Y, sin embargo, le estaba pidiendo que se buscase un abogado. Recordé a Carvajal diciéndome «Ya la ha perdido» con una inexorable resolución en su voz. Pero se había referido al futuro, no al pasado.
—Y ahora crees que no hay solución, ¿no? —dijo ella—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?
—¿Qué?
—¿Has cambiado o no de idea?
No respondí.
—No creo que desees realmente el divorcio, Lew.
—Sí —insistí con ronca voz.
—Eso es lo que dices.
—No te estoy pidiendo que me adivines el pensamiento, Sundara, sino simplemente que cumplas todas las jerigonzas legales que tenemos que cumplir para ser libres de vivir nuestras propias vidas por separado.
—No quieres el divorcio, pero al mismo tiempo lo quieres. ¡Qué raro, Lew! ¿Sabes?, una actitud como ésa encaja perfectamente en las teorías del Tránsito, es lo que denominamos una situación clave, una situación en la que uno mantiene posturas opuestas simultáneamente e intenta reconciliarlas. Hay tres posibles salidas. ¿Te interesa conocerlas? Una posibilidad es la esquizofrenia. Otra es el autoengaño, cuando uno finge abrazar ambas alternativas a la vez sin hacerlo realmente. Y la tercera es la condición de iluminación conocida en el Tránsito como…
—Por favor, Sundara.
—Creí que te interesaría saber…
—Me temo que no.
Me estudió durante un buen rato. Luego sonrió.
—Todo este asunto del divorcio tiene que ver con tu don de precognición, ¿no? En realidad, y aunque no nos estamos llevando muy bien, no quieres el divorcio ahora, pero sin embargo crees que debes comenzar a obtenerlo porque has tenido el presentimiento de que, en un futuro próximo, te vas a divorciar. ¿Me equivoco, Lew? Vamos, dime la verdad, te prometo no enfadarme.
—Te has aproximado bastante —respondí.
—No estaba segura. Y bien, ¿qué vamos a hacer ahora?
—Decidir los términos de nuestra separación —respondí sombríamente—. Búscate un abogado, Sundara.
—¿Y si me niego?
—¿No querrás decir que vas a oponerte?
—Nunca he dicho eso. Simplemente que no deseo hacerlo a través de un abogado. Resolvámoslo nosotros mismos, Lew. Como personas civilizadas.
—Tendré que consultárselo a Komurjian. Esa forma puede ser civilizada, pero no la más inteligente.
—¿Crees que te voy a engañar?
—No creo ya nada de nada.
Se aproximó a mí. Sus ojos resplandecían; de su cuerpo emanaba una palpitante sensualidad. Me sentí indefenso ante ella. Podía obtener de mí lo que quisiera. Inclinándose, Sundara me besó en la punta de la nariz, y ronca y algo teatralmente, dijo:
—Querido, si quieres el divorcio, tendrás el divorcio. Lo que tú quieras. No me pondré en tu camino. Deseo que seas feliz. Ya sabes que te quiero —sonrió maliciosamente. ¡Ah, aquellas travesuras del Tránsito!—. Lo que tú quieras —repitió.
33
Alquilé un apartamento para mí solo en Manhattan, una vivienda amueblada de tres habitaciones en lo que debió ser lujoso edificio en la Calle Sesenta y tres cerca de la segunda Avenida, en una barriada vieja y anteriormente rica, todavía no gravemente afectada por el proceso de degradación. El pedigree del edificio quedaba demostrado por la serie de dispositivos de seguridad, que se remontaba a los años sesenta, con algunas incursiones de comienzos de los noventa. Había de todo, desde cerrojos de seguridad y mirillas ocultas a los primeros modelos de filtros-laberintos y pantallas de velocidad. Los muebles eran sencillos y de estilo indefinido, venerables y utilitarios a la vez; había sofás, sillones, una cama, mesas, estanterías para libros y cosas de ese tipo, todas tan anónimas que parecían invisibles. Yo también me sentí invisible una vez instalado, después de que los transportistas y el superintendente del edificio se hubiesen marchado, dejándome solo en mi nueva vivienda como un embajador llegado de ninguna parte para hacerse cargo de su residencia en el Limbo. ¿Cuál era este lugar, y cómo había podido llegar a encontrarme viviendo en él? ¿Qué sillas son éstas? ¿De quién esas huellas sobre las desnudas paredes, pintadas de azul?