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Sundara dejó que me llevara algunas de nuestras esculturas y de nuestros cuadros, y los distribuí por aquí y por allá; en el lujoso contexto de nuestra mansión de Staten Island habían resultado espléndidos, pero aquí parecían extraños y antinaturales, como pingüinos en un baile. Aquí no había focos de luz ni una astuta decoración a base de solenoides y reóstatos; no había pedestales lujosamente forrados, sino sólo techos bajos, paredes sucias, ventanas sin pantallas de opacidad. No obstante, el encontrarme allí no me hizo sentir autocompasión, sino sólo confusión, vacío, extrañamiento. Me pasé el primer día desempaquetando, organizando, deteniéndome con mucha frecuencia a pensar sobre nada en particular. No salí ni siquiera a comprar; en vez de ello, formulé un pedido telefónico por valor de cien dólares al mercado de la esquina como forma de ir llenando la despensa. La cena fue un trámite solitario y desangelado, en el que ingerí porquerías sintéticas, preparadas sin prestar atención y rápidamente engullidas. Dormí solo y, para mi sorpresa, muy bien. Por la mañana telefoneé a Carvajal y le conté lo que estaba pasando.

Gruñó su aprobación y dijo:

—¿Disfruta desde la ventana de su dormitorio de una vista de la Segunda Avenida?

—Sí. Y desde la del salón, de la Calle Sesenta y tres. ¿Por qué? —respondí.

—¿Las paredes están pintadas de azul claro?

—Sí.

—¿Y hay un sofá oscuro?

—Sí. ¿Por qué desea saber todo esto? —dije.

—Estoy sólo comprobando —me dijo—. Asegurándome de que ha encontrado el lugar adecuado.

—¿Se refiere a que he encontrado el que usted ha estado viendo?

—Exactamente.

—¿Había acaso alguna duda? —pregunté—. ¿Ha dejado de confiar en las cosas que ve?

—Ni por un instante. ¿Y usted?

—Confío en usted. Confío en usted. ¿De qué color es el lavabo de mi cuarto de baño?

—No lo sé —respondió Carvajal—. No me he fijado nunca. Pero su frigorífico es marrón claro.

—Ya está bien. Me deja impresionado.

—Así lo espero. ¿Está listo para tomar notas?

Encontré un bloc.

—Adelante —dije.

—Martes, veintiuno de octubre. Quinn volará a Louisiana la semana que viene para reunirse con el gobernador Thibodaux. Después hará una declaración expresando su apoyo al Proyecto Plaquémines. Cuando vuelva a Nueva York despide al comisario Ricciardi y le traspasa el cargo a Charles Lewisohn. Ricciardi pasa a otro departamento. Y luego…

Lo fui anotando todo, moviendo la cabeza como era habitual y mientras escuchaba a Quinn decir: «¿Qué tengo que ver con Thibodaux? ¿Qué demonios me importa el proyecto de pantano de Plaquémines? En cualquier caso, yo creía que los pantanos se habían quedado anticuados. Y Ricciardi está haciendo un trabajo bastante bueno, si tenemos en cuenta su limitada inteligencia; ¿no se ofenderán los italianos si le echo así, de una patada?», etcétera, etcétera. En aquellos días había acudido a Quinn cada vez más frecuentemente con estratagemas extrañas, inexplicables y poco plausibles; pues ahora el canal de información de Carvajal fluía libremente desde el futuro inmediato, trayéndome consejos que transmitir a Quinn sobre la mejor forma de maniobrar y manipular; y Quinn aceptaba todas las sugerencias que le formulaba, aunque, en ocasiones, me resultaba difícil que hiciese las cosas que le pedía. Algún día de aquellos rechazaría una de mis ideas, que no pondría en práctica; y, en ese caso, ¿qué pasaría con el inalterable futuro de Carvajal?

Al día siguiente me dirigí a la hora acostumbrada al edificio del Ayuntamiento. Me sentí raro cogiendo un taxi por toda la Segunda Avenida en lugar de capsulizarme desde Staten Island, y hacia las nueve y media tenía ya preparado mi último lote de notas para el alcalde. Se las envié. Poco después de las diez sonó mi interfono, y una voz dijo que el alcalde delegado Mardikian deseaba verme.

Iba a haber problemas. Lo sentí intuitivamente según bajaba al vestíbulo, y tan pronto entré en su despacho, pude verlo en la cara de Mardikian. Parecía incómodo, violento, descentrado, tenso. Sus ojos brillaban demasiado y se mordía la comisura de los labios. Mis últimos memorándums aparecían diseminados sobre la mesa de su despacho en forma de diamante. ¿Adonde había ido a parar el suave, elegante y refinado Mardikian? Había desaparecido. Y, en su lugar, aparecía frente a mí aquel tipo aturdido y excitado.

Mirándome con dureza, dijo:

—Lew, ¿qué demonios es esta tontería sobre Ricciardi?

—Resulta aconsejable quitarle del puesto que desempeña actualmente.

—Ya sé que es aconsejable. Acabas de aconsejárnoslo. Pero porqué es aconsejable?

—Porque lo dicta la dinámica a largo plazo —dije, intentando «echarme un farol»—. No puedo darte ninguna razón convincente y concreta, pero tengo la sensación de que no resulta razonable mantener en el cargo a una persona tan estrechamente identificada con la comunidad italo-americana de aquí, especialmente con los intereses de bienes inmuebles de dicha comunidad. Lewisohn es una figura neutral, con pocas posibilidades de «quemarse», y que debería ocupar ese cargo el año que viene, cuando nos aproximemos a las elecciones para la alcaldía, y además…

—Déjalo ya, Lew.

—¿Cómo?

—Que no sigas. No me estás diciendo nada, eso es pura verborrea. Quinn cree que Ricciardi ha venido haciendo un trabajo bastante bueno, se siente irritado por tus notas, y cuando te pido que me des los datos en los que te basas, te encoges de hombros y dices que es un presentimiento. Así pues…

—Mis presentimientos siempre han…

—Espera —dijo Mardikian—. Pasemos a este asunto de Louisiana. ¡Dios santo! Thibodaux es la antítesis de todo lo que intenta representar Quinn. ¿Por qué debería el alcalde perder el culo y bajar hasta Baton Rouge para abrazar a un beato antediluviano, y apoyar un proyecto de pantano inútil, controvertido y ecológicamente peligroso? Quinn tiene las de perder y nada que ganar en todo ello, a menos que eso le ayudara a conseguir el voto de los reaccionarios en el 2004, y que ese voto es vital para él, en cuyo caso, Dios nos coja confesados. ¿Y bien?

—No puedo explicarlo, Haig.

—¿Que no puedes explicarlo? ¿Que no puedes explicarlo? Le das al alcalde unas directrices tan sumamente explícitas como éstas, o como las relativas al asunto de Ricciardi, algo que ha tenido que ser evidentemente el resultado de un montón de reflexiones muy elaboradas, ¿y dices que no sabes por qué? Si tú no sabes el porqué, ¿cómo vamos a saberlo nosotros? ¿Dónde está la base racional de nuestras acciones? ¿Deseas que el alcalde vaya de un lado a otro como un sonámbulo, como una especie de zombie, haciendo lo que tú le digas y sin saber por qué? ¡Vamos, chaval! Un presentimiento es un presentimiento, pero te hemos contratado para que formules proyectos racionales e inteligibles, no para que te comportes como un sacamuelas.

Tras una pausa penosa y prolongada, dije tranquilamente:

—Haig, en los últimos tiempos he pasado por situaciones muy malas, y no me queda mucha reserva de energía. No deseo discutir contigo ahora. Lo único que te pido es que aceptes por fe que las cosas que propongo tienen su lógica.

—No puedo.

—¡Por favor!

—Mira, me doy cuenta de que el hecho de que tu matrimonio se haya roto te ha destrozado, Lew, pero es precisamente por eso por lo que me niego a aceptar lo que nos has presentado hoy. Durante meses y meses nos has venido diciendo que hagamos todos esos viajes disparatados, algunas veces los has razonado de forma convincente y otras no, algunas veces nos has dado las razones más desvergonzadamente incongruentes para algún tipo de actuación y, sin la menor excepción, Quinn ha hecho siempre todo lo que le aconsejabas, con frecuencia en contra de su propio criterio, mucho más acertado. Y tengo que admitir que, hasta ahora, todo ha salido sorprendentemente bien. Pero ahora, ahora… —me miró y sus ojos parecieron barrenar los míos—. Francamente, Lew, estamos empezando a concebir algunas dudas sobre tu estabilidad mental. No sabemos si debemos confiar en tus sugerencias tan ciegamente como lo hemos venido haciendo.