—¡Dios mío! —grité—. ¿Crees que el romper con Sundara me ha hecho perder el seso?
—Creo que, en cierta medida, sí —respondió Mardikian hablando en tono algo más amable—. Tú mismo has sido el que ha hablado de que no te queda mucha reserva de energía. Sinceramente, Lew, creemos que te encuentras sometido a una gran tensión, que estás fatigado, agotado, groggy, que te has excedido en los últimos tiempos y que te vendría bien un descanso. Y nosotros…
—¿Quiénes sois vosotros?
—Quinn. Lombroso. Yo.
—¿Qué ha dicho Lombroso acerca de mí?
—Fundamentalmente, que está intentando que te tomes unas vacaciones desde el mes de agosto.
—¿Y qué más?
Mardikian pareció desconcertado.
—¿Qué quieres decir con y qué más? ¿Qué crees que haya podido decir? Por Dios, Lew, de repente hablas como si fueras un paranoico irrecuperable. Bob es amigo tuyo, ¿lo recuerdas? Está de tu parte. Estamos todos de tu parte. Te dijo que te marchases a cazar a la residencia de no sé quién, pero te negaste. Está preocupado por ti. Todos nosotros lo estamos; y ahora nos gustaría poder decírtelo de manera más enérgica. Creemos, Lew, que necesitas un descanso, y queremos que te lo tomes. El Ayuntamiento no va a derrumbarse si te marchas durante unas cuantas semanas.
—Está bien. Me iré de vacaciones. Seguro que me sentarán bien. Pero antes una cosa.
—Dila.
—El asunto Thibodaux y el asunto Ricciardi. Quiero que los defiendas y que consigas que Quinn haga lo que le digo.
—Si me dieses alguna justificación plausible.
—No puedo, Haig —de repente me encontré cubierto de sudor—. No puedo decirte nada que suene convincente. Pero es importante que el alcalde siga estas recomendaciones.
—¿Por qué?
—Lo es. Muy importante.
—¿Para ti o para Quinn? Fue un golpe bajo, y me afectó de lleno. Para mí, pensé, para mí, para Carvajal, para toda la pauta de fe y creencias que he venido levantando. ¿Habría llegado finalmente el momento de la verdad? ¿Le habría dado a Quinn unas instrucciones que se negaría a cumplir? ¿Qué pasaría en ese caso? Las paradojas derivadas de tal decisión negativa me hicieron sentir mareos. Me sentí enfermo.
—Para todo el mundo —respondí—. Te lo ruego, hazlo como un favor. Hasta ahora no le he dado ningún consejo equivocado, ¿no?
—Se muestra hostil a todo esto. Necesita saber algo de la estructura proyectiva de estas sugerencias.
Casi aterrorizado, le dije:
—No me empujes, Haig. Estoy justo al borde del precipicio. Pero no estoy loco. Agotado sí, puede ser, pero no loco, y los materiales que os he pasado esta mañana tienen sentido, lo tendrán, todo quedará claro dentro de tres meses, de cinco, de seis, de los que sean. Mírame. Mírame a los ojos. Me tomaré esas vacaciones. Pero antes quiero que me hagas ese favor, Haig. ¿Querrás ir allí y decirle a Quinn que haga lo que le recomiendo en estas notas? Hazlo por mí. Por todos los años en que nos hemos conocido. Te aseguro que estas notas son de primera calidad —me detuve. Estaba diciendo tonterías, lo sabía, y cuanto más hablara, menos probabilidades habría de que Haig me tomase en serio. ¿Me veía ya como un lunático peligrosamente inestable? ¿Estarían esperando en el pasillo los hombres de la bata blanca? ¿Qué oportunidades había realmente de que nadie hiciese caso a las notas de aquella mañana? Sentí que las columnas se derrumbaban, que el cielo se venía abajo.
Luego, sorprendentemente, Mardikian dijo, sonriendo amistosamente:
—Está bien, Lew. Es una locura, pero lo haré. Sólo por esta vez. Ahora te marchas a Hawai o adonde prefieras y te tumbas en la playa un par de semanas. Y yo iré a ver a Quinn y le convenceré de que despida a Ricciardi, de que haga una visita a Louisiana y de todo lo demás. Creo que se trata de consejos disparatados, pero me arriesgaré teniendo en cuenta tu curriculum vitae —se levantó de la mesa y vino hacia mí, dominándome desde su altura y, de manera abrupta y torpe, me atrajo hacia sí y me dio un abrazo—. Me preocupas mucho, chaval —susurró.
34
Me tomé unas vacaciones; pero no en las playas de Hawai, con demasiada gente, demasiado vulgares y lejanas, ni tampoco en el refugio de caza de Canadá, pues las nieves de finales del otoño estarían cayendo ya allí; me marché a la dorada California, a la California de Carlos Socorro, al magnífico Big Sur, donde otro amigo de Lombroso poseía una aislada casa de campo de madera sobre un acre de terreno en lo alto de una colina que dominaba el océano. Durante diez inquietos días viví en aquella rústica soledad, con las boscosas laderas de las montañas de Santa Lucía, oscuras, misteriosas y pobladas de helechos a mis espaldas y el vasto océano Pacífico frente a mí, quinientos pies más abajo. Me aseguraron que aquél era el mejor tiempo del año en el Big Sur, la idílica estación que separa las nieblas del verano de las lluvias del invierno, y así fue de hecho; los días eran cálidos y llenos de sol, las noches frescas y estrelladas, y todos los atardeceres se producía un asombroso crepúsculo de púrpuras y oros. Paseé en bicicleta por los callados bosques de pinos gigantes, nadé en helados y veloces arroyos de montaña, empujé hasta la playa y hasta el turbulento oleaje rocas cubiertas por exuberante y lustrosa vegetación. Observé las comidas de los cormoranes y de las gaviotas, y una mañana, a una divertida nutria marina nadando con el vientre para arriba hasta unos cincuenta metros de la orilla mientras mascaba un cangrejo. No leí periódicos, no hice ni una sola llamada telefónica. No escribí ningún memorándum.
Pero la paz se me escapaba. Pensé mucho en Sundara, preguntándome desconcertada y contrariadamente cómo había llegado a perderla; rumié lúgubres asuntos políticos que, en un marco de tan asombrosa belleza, cualquier hombre cuerdo habría desterrado de su mente; me inventé complicadas catástrofes entrópicas que podrían ocurrir en caso de que Quinn no fuese a Louisiana. A pesar de vivir en un paraíso, conseguí estar todo el tiempo contraído, tenso e incómodo.
Sin embargo, poco a poco fui sintiéndome algo más relajado. Lentamente fue imponiéndose en mi alma atormentada y confusa la magia de aquella espléndida costa, milagrosamente conservada durante todo un siglo en el que prácticamente todo lo demás se había visto gravemente degradado.
Posiblemente, cuando ví por primera vez fue mientras me encontraba en el Big Sur.
No estoy seguro. Los meses de proximidad a Carvajal no habían producido todavía ningún resultado concreto. El futuro no me envió ningún mensaje que me fuese dado descifrar. Conocía ya los trucos que empleaba Carvajal para inducir el estado de ánimo necesario, los síntomas de una visión inminente; me sentí seguro de que, antes de que transcurriese mucho tiempo, me encontraría viendo, pero carecía de la más mínima experiencia visionaria cierta, y cuanto más intentaba alcanzar una, más distante aparecía mi meta u objetivo. Pero ya a punto de finalizar mi estancia en Big Sur se produjo uno de esos extraños momentos. Había estado en la playa, y ahora, cuando acababa la tarde, ascendía rápidamente el empinado camino que conducía a la casa, cansándome pronto, respirando a fondo, disfrutando de la especie de mareo que me iba embargando mientras sometía mi corazón y mis pulmones a los máximos esfuerzos. Interrumpiendo mi rápida subida en zigzag, me detuve un instante, y me volví para mirar hacia atrás y abajo; y entonces, el resplandor del sol que se ocultaba y reverberaba sobre la superficie del mar me golpeó de repente y me deslumbró, de forma que me tambaleé y temblé y tuve que agarrarme a un arbusto para no caerme. Y, en aquel momento, me pareció, digo me pareció, pues fue sólo una ilusión transitoria, un breve fogonazo subliminal, que estaba mirando a través del dorado fuego de la puesta de sol a un tiempo todavía por venir, que contemplaba una gran bandera rectangular y verde ondeando sobre una enorme plaza de hormigón, y que el rostro de Paul Quinn me contemplaba desde el centro del estandarte, un rostro poderoso y dominador; la plaza estaba llena de gente, miles y miles de personas apelotonadas, cientos de miles que agitaban los brazos, gritaban enloquecidos, saludaban al estandarte; una multitud, una inmensa entidad colectiva arrastrada por la histeria, por la adoración a Quinn. Podía fácilmente haberse tratado de Nuremberg, 1934, sólo que con un rostro distinto en el estandarte, un rostro de iluminados ojos hipertiroidales y rígido bigote negro, y lo que estaban gritando podía fácilmente haber sido: ¡Sieg! ¡Heil! ¡Sieg! ¡Heil! Di una boqueada y caí sobre mis rodillas, derribado por el mareo, el miedo, el asombro o el horror, no sé por qué; gemí y me cubrí el rostro con las manos y, entonces, la visión desapareció, la brisa de la tarde hizo que el estandarte y la multitud se esfumasen de mi cerebro, y ante mí no quedó nada, salvo el inmenso Pacífico.