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¿realmente? ¿Se corrieron ante mí los velos del tiempo? ¿Era Quinn el próximo führer, el duce de mañana? ¿O no habría conspirado mi cansada mente con mi agotado cuerpo para provocar un breve relámpago de paranoia, una enloquecida imaginación y nada más? No lo sabía. Todavía no lo sé. Tengo mi propia teoría, y mi teoría es que , pero nunca más he vuelto a ver ese estandarte, nunca más he vuelto a oír la terrible resonancia de los gritos de aquella multitud en éxtasis y, hasta el día en que el estandarte reine sobre nosotros, no sabré realmente la verdad.

Finalmente, tras decidir que ya me había secuestrado suficientemente a mí mismo en los bosques como para restablecer mi status en el Ayuntamiento como asesor estable y digno de confianza, me dirigí a Monterrey, tomé la «cápsula» costera hasta San Francisco, y desde allí volé a Nueva York, hasta mi polvoriento y descuidado apartamento de la calle Sesenta y tres. Pocas cosas habían cambiado. Los días eran más cortos, pues estábamos ya en noviembre, y las nieblas del otoño habían dejado paso a las primeras heladas ráfagas del inminente invierno, que atravesaban la ciudad desde un río a otro. Mirabile dictu, el alcalde había estado en Louisiana y, para la indignación de los editorialistas del New York Times, se había pronunciado a favor de la construcción del más que dudoso pantano de Plaquemines, dejándose fotografiar abrazando al gobernador Thibodaux. Quinn parecía amargamente decidido, sonriendo como alguien a quien se ha contratado para abrazar un cactus.

La siguiente cosa que hice fue dirigirme a Brooklyn a visitar a Carvajal.

Pasó sólo un mes desde la última vez que le ví, pero aparentaba haber envejecido mucho más de lo que corresponde a un mes, pues ofrecía un aspecto lívido y encogido, con los ojos empañados y llorosos y un extraño temblor en las manos. Desde nuestro primer encuentro en el despacho de Lombroso, en el mes de marzo, nunca me había parecido tan desgastado y acabado; era como si le hubiera abandonado todo el vigor que había adquirido durante la primavera y el verano, toda aquella repentina vitalidad que había extraído quizá de su relación conmigo. No quizá, con toda seguridad. Pues, minuto a minuto, y mientras estábamos sentados y charlando, el color fue volviendo a él, y en sus rasgos reapareció un destello de energía.

Le conté lo que me había ocurrido en la ladera de la colina de Big Sur. Puede que sonriera.

—Se trata posiblemente de un comienzo —dijo suavemente—. Antes o después tiene que empezar. ¿Por qué no allí?

—Pero, si , ¿qué significa la visión? ¿Quinn con estandartes? ¿Quinn agitando a las masas?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —preguntó Carvajal.

—¿No ha visto nunca nada parecido a eso?

—El verdadero tiempo de Quinn va después del mío —me recordó.

Sus ojos me lo reprocharon amablemente. Sí, a aquel hombre le quedaban menos de seis meses de vida, y lo sabía a la perfección, sabía la hora y el minuto.

—Posiblemente podrá recordar usted la edad que aparentaba Quinn en su visión. El color de su pelo, las arrugas de su cara… —dijo Carvajal.

Intenté recordar. Quinn tenía ahora sólo treinta y nueve años. ¿Qué edad tendría el hombre cuyo rostro llenaba aquel enorme estandarte? Le había reconocido al instante como Quinn y, por tanto, los cambios no podían haber sido grandes. ¿Con el mentón más pronunciado que el del Quinn actual? ¿Con el rubio cabello más gris en las sienes? ¿Más profundamente marcadas las arrugas nacidas del férreo rictus de su sonrisa? No lo sé. No me había dado cuenta. Puede que hubiese sido sólo una fantasía. Una alucinación provocada por la fatiga. Me disculpé ante Carvajal; prometí que la próxima vez lo haría mejor, si es que había una próxima vez. Me aseguró que así sería. Me dijo firmemente que vería, animándose al hacerlo. Cuanto más tiempo transcurría, más fuerte y vigoroso parecía. Vería, no había duda de ello.

Luego dijo:

—Pasemos a los negocios. Nuevas instrucciones para Quinn.

Esta vez sólo había un asunto que transmitir: el alcalde debía empezar a buscar pronto un nuevo comisario general de policía, pues el comisario general Sudakis estaba a punto de dimitir. Aquello me sorprendió. Sudakis había sido uno de los mejores nombramientos de Quinn; era eficaz y popular, lo más parecido a un héroe con que había contado el Departamento de policía de Nueva York en un par de generaciones; un hombre firme, fiable, incorruptible y personalmente valeroso. En su primer año y medio al frente del Departamento, había llegado a parecer inamovible; era como si hubiese desempeñado siempre aquel cargo, como si siempre lo fuese a desempeñar. Había hecho un estupendo trabajo transformando la Gestapo en que se había llegado a convertir la policía bajo el alcalde Gottfried en una fuerza guardiana de la paz; pero la tarea no se había aún completado; hacía sólo un par de meses que había podido escuchar a Sudakis explicarle al alcalde que necesitaría otro año y medio para terminar su labor de limpieza. ¿Que Sudakis estaba a punto de dimitir? Sonaba a falso.

—Quinn no lo creerá —dije—. Se me reirá en mi cara.

Carvajal se encogió de hombros.

—A primeros de año, Sudakis no será ya comisario general de Policía. El alcalde debería tener listo al sustituto adecuado.

—Puede que sí. Pero ¡resulta tan terriblemente increíble…! Sudakis parece tan firme como el peñón de Gibraltar. No puedo dirigirme al alcalde y decirle que está a punto de dimitir, aunque sea verdad. Hubo tanto jaleo con todo lo relativo a Thibodaux y Ricciardi, que Markidian insistió en que me tomase una cura de reposo. Si me presento con una información tan disparatada, puede llegar incluso a despedirme.