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La ira reemplazó a la desesperación y, enfurecido, telefoneé a Carvajal.

—Quinn ya sabe —le dije— lo de la dimisión de Sudakis. Entregué el memorándum a Mardikian y éste lo discutió con el alcalde.

—¿Sí?

—Y me despidieron. Creen que estoy loco. Mardikian lo comprobó con Sudakis, quien afirmó no tener la menor intención de dimitir, y Mardikian me dijo que tanto él como el alcalde estaban preocupados por mis disparatadas predicciones de bola de cristal; querían que volviese a mi antiguo sistema de proyecciones, y entonces les hablé de la capacidad de visión. No le mencioné a usted para nada. Dije que yo era capaz de hacerlo, y que de ahí era de donde había sacado informaciones tales como la visita a Thibodaux y la dimisión de Sudakis, y Mardikian me hizo repetir todo ante Quinn. Este dijo que le resultaba demasiado peligroso mantener a un lunático como yo en su equipo. Bueno, lo dijo con términos algo más suaves. Estoy de vacaciones hasta el treinta de junio; y, a partir de entonces, dejo de cobrar de la nómina municipal.

—Ya veo —dijo Carvajal. No parecía preocupado, ni tampoco compadecido de mí.

—Usted sabía que iba a ocurrir todo esto.

—¿Sí?

—Tiene que haberlo sabido. No juegue usted conmigo, Carvajal. ¿Sabía usted que si le informaba al alcalde de que Sudakis iba a dimitir en enero me quedaría sin empleo?

Carvajal no dijo nada.

—¿Lo sabía o no?

Estaba gritando.

—Lo sabía —respondió.

—Lo sabía. ¡Claro que lo sabía! Usted lo sabe todo. Pero no me dijo nada.

—No me lo preguntó —replicó inocentemente.

—No se me ocurrió hacerlo. Vaya usted a saber por qué, pero no se me ocurrió. ¿No me podía haber advertido? ¿No podía haberme dicho: mantenga la boca cerrada, está en una situación más difícil de lo que cree, si no tiene cuidado le van a echar de una patada en el culo.

—Lew, ¿cómo puede usted formular una pregunta así a estas alturas?

—¿Así que estaba usted dispuesto a quedarse tranquilo y dejar que se arruine mi carrera?

—Reflexione —dijo Carvajal—. Yo sabía que iban a despedirle, lo mismo que sé que Sudakis va a dimitir. Pero ¿qué podía hacer yo al respecto? Recuerde que para mí su despido era algo que ya había ocurrido. Algo que no se podía impedir.

—¡Dios mío! ¿Otra vez con la conservación de la realidad?

—Por supuesto. ¿Cree de verdad, Lew, que yo le iba a prevenir contra algo que pudiera estar en su poder cambiar? ¡Qué inútil sería eso! ¡Qué estúpido! No podemos cambiar las cosas, ¿no?

—No, no podemos —repliqué con amargura—. Nos apartamos a un lado y dejamos amablemente que ocurran. Si hace falta, las ayudamos a que ocurran. Incluso si eso representa la destrucción de una carrera, incluso si implica la ruina de un intento por estabilizar la suerte política de este triste país, tan mal gobernado, guiando hasta la presidencia a un hombre que… ¡Oh, Dios santo! ¡Usted, Carvajal, me ha ido trayendo directamente hasta aquí! ¡Usted me ha ido preparando para todo esto! Y ahora no le importa un comino. ¿Es así o no? ¡Que ahora no le importa un comino!

—Hay cosas peores que perder el empleo, Lew.

—Pero ¡todo lo que estaba construyendo, todo lo que estaba intentando hacer…! ¿Cómo demonios voy a ayudar a Quinn ahora? ¿Qué voy a hacer? ¡Usted me ha destruido!

—Lo que ha pasado es lo que tenía que pasar —replicó.

—¡Al infierno con usted y con su piadosa resignación!

—Creí que usted había llegado a compartirla.

—No comparto nada —le dije—. Debí estar loco cuando acepté relacionarme con usted. Por su culpa he perdido a Sundara, he perdido mi puesto al lado de Quinn, mi salud y mi cordura. He perdido todo aquello que me importaba, y ¿para qué? ¿Para qué? ¡Para alcanzar un breve atisbo del futuro que puede no haber sido nada más que una consecuencia del cansancio! ¡Para encontrarme con la cabeza llena de una morbosa filosofía fatalista y de crudas teorías acerca del transcurso del tiempo! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ojalá no hubiese sabido nunca de su existencia! ¿Sabe lo que es usted, Carvajal? ¡Una especie de vampiro! ¡Un vampiro chupasangre que me ha arrancado toda mi vitalidad y energía, que me ha utilizado como fuerza de apoyo mientras se deja arrastrar hacia el final de su vida inútil, estéril, sin motivación y sin sentido.

Carvajal no pareció en absoluto afectado.

—Lew, siento que esté tan trastornado —dijo suavemente.

—¿Qué más me está ocultando? ¡Vamos, cuénteme todas las malas noticias! ¿Resbalo sobre el hielo por Navidad y me rompo la crisma? ¿Agoto mis ahorros y caigo muerto de un disparo intentando atracar un banco? ¿Me voy a convertir en un adicto a las drogas? ¡Vamos, dígamelo! ¡Dígame qué es lo que me espera ahora!

—Por favor, Lew.

—¡Dígamelo!

—Debería intentar tranquilizarse.

—¡Dígamelo!

—No le oculto nada. Este no va a ser un invierno agitado para usted, sino un período de transición, de meditación y cambio interior, sin acontecimientos externos dramáticos. Y luego…, luego… no puedo decirle nada más, Lew. Ya sabe que no puedo verlo que va a ocurrir a partir de la próxima primavera.

Estas últimas palabras me golpearon como un rodillazo en el vientre. Por supuesto. ¡Por supuesto! Carvajal iba a morir. Una persona que no podía hacer nada para impedir su propia muerte no iba tampoco a intervenir porque alguna otra, aunque fuese su único amigo, marchase serenamente hacia la catástrofe. Si creía que un empujón era lo correcto, podía incluso empujar al amigo al borde del precipicio. Había sido muy ingenuo creyendo que Carvajal podía hacer algo para protegerme de un mal aunque lo hubiese visto de antemano. Era un pájaro de mal agüero, y me había preparado para la catástrofe.

Entonces le dije:

—Queda anulado cualquier trato que haya podido existir entre nosotros. Me da usted miedo. No quiero tener nada más que ver con usted, Carvajal. No volverá a saber de mí.

Se quedó callado. Quizá se estaba riendo en silencio. Casi seguro que se reía silenciosamente.

Su silencio socavó la fuerza melodramática de mi breve discurso de despedida.

—Adiós —dije, sintiéndome como un idiota, y colgué de golpe.

36

El invierno cayó sobre la ciudad. Algunos años no nevaba hasta enero o incluso febrero, pero aquél tuvimos un blanco Día de Acción de Gracias, y, en las primeras semanas de diciembre, hubo continuas ventiscas de nieve. La ciudad contaba con sofisticados equipos de limpieza, cables de calefacción enterrados en las calles, camiones cisternas con líquidos descongelantes, un verdadero ejército de gigantescas palas, sistemas de desagüe, rastrillos y mecanismos de arrastre, pero ningún aparato podía hacer frente a una estación que dejaba caer diez centímetros de nieve el miércoles, doce el viernes, quince el lunes y medio metro el sábado. De cuando en cuando teníamos un respiro entre tormenta y tormenta, lo que permitía que se ablandara la parte superior de los montones de nieve y que se fuese derritiendo lentamente en dirección a las alcantarillas; pero luego volvía el frío, aquel frío asesino, y lo que se había derretido volvía a transformarse en hielo duro y cortante. En la congelada ciudad quedó interrumpida toda actividad. Reinaba un extraño silencio. Yo me quedé en casa, al igual que todo el mundo que no tenía razones muy poderosas para salir a la calle. El año 1999, todo el siglo veinte, parecía despedirse con helada cautela.