—Lo siento —repitió.
—Okey.
—Si pudiera hacer algo por ti…
—Okey, okey, okey.
38
Dos días antes de Navidad se produjo una tormenta terrible, una ventisca espantosa con durísimos vientos, temperaturas subárticas y una pesada descarga de nieve seca, dura y áspera. Se trataba del tipo de tormenta que desesperaría a un habitante de Minnesota y haría incluso llorar a un esquimal. A lo largo de todo el día, mis ventanas temblaron en sus antiguos marcos mientras verdaderas cataratas de nieve arrastrada por el viento las golpeaban como puñados de guijarros; y yo temblaba con ellas, pensando que todavía nos quedaba que soportar el mal tiempo de enero y febrero y, posiblemente, un marzo también de nieves. Me acosté pronto y me desperté temprano, en medio de una mañana asombrosamente soleada. Después de las tormentas de nieve suelen ser corrientes los días despejados y fríos, pero había algo extraño en la calidad de la luz, que no tenía el tono amarillo, duro y quebradizo propio de un día de invierno, sino más bien el suave y dulce tono dorado de la primavera; y, al conectar la radio, pude escuchar al locutor hablando de un drástico cambio en el tiempo. Al parecer, una masa de aire cálido procedente de las Carolinas se había desplazado hacia el Norte durante la noche y la temperatura había alcanzado los improbables niveles de finales de abril.
Abril siguió acompañándonos. Día tras día, un calor impropio de aquella estación del año acariciaba la ciudad ahíta de invierno. Por supuesto que, al principio, se produjo una gran confusión según los montones de nieve reciente fueron ablandándose, derritiéndose y corriendo en furiosos arroyos hasta las alcantarillas; pero, para mediados de aquella semana de fiestas, lo peor había pasado ya, y Manhattan, seco y engalanado, adoptó un desconocido aire de limpieza y pulcritud. Las lilas y los gladiolos empezaron a echar capullos de repente, meses antes de su época. Una ola de alegría pareció pasar sobre Nueva York; desaparecieron los gorros y las pesadas ropas de invierno, las calles se poblaron de hombres y mujeres contentos y sonrientes, vestidos con ligeras túnicas y justillos; grupos de personas desnudas y semidesnudas, pálidas pero deseosas de tomar el sol, yacían por los soleados malecones de Central Park; todas las fuentes del centro de la ciudad se vieron rodeadas de su complemento de músicos, juglares y danzantes. La atmósfera de Carnaval se intensificó según el viejo año iba acercándose a su fin, y se mantenía aquel asombroso buen tiempo, pues estábamos en 1999, y lo que se despedía era no sólo un año, sino todo un milenio. (Los que insistían en que el siglo veintiuno y el tercer milenio no empezarían realmente hasta el 1 de enero del 2001 eran considerados como unos aguafiestas y unos pedantes.) La llegada de abril en pleno diciembre lo trastocó todo. La inesperada dulzura del tiempo siguiendo con tanta rapidez a los anteriores fríos, asimismo antinaturales, el misterioso resplandor del sol muy bajo sobre el horizonte, la extraña y suave textura primaveral de la atmósfera, dotaban a todos aquellos días de un raro aire apocalíptico, de forma que cualquier cosa parecía posible, y no hubiese extrañado contemplar cometas en los cielos nocturnos o violentos cambios en las constelaciones. Me imagino que todo aquello recordaba a la Roma de antes de la invasión de los bárbaros, o al París en vísperas del Terror. Fue una semana alegre, pero al mismo tiempo oscuramente preocupante y terrorífica; disfrutamos de aquel milagroso calor, pero lo tomamos simultáneamente como un portento, un presagio de alguna sombría confrontación todavía por venir. Según se iba aproximando el último día de diciembre se fue creando un extraño, pero perceptible, aumento de la tensión. El estado de ánimo de alegría y regocijo seguía en todos nosotros, pero con un matiz de miedo en él. Lo que sentíamos era la desesperada alegría de los que, sobre una cuerda tensa, caminan sobre un abismo sin fondo. A pesar de las previsiones del servicio meteorológico de que continuaría el buen tiempo, había los que, disfrutando cruelmente con las predicciones funestas, afirmaban que el Año Nuevo se vería asolado por repentinas tormentas de nieve, maremotos y tornados. Pero el día de Nochevieja fue templado y soleado, como los siete que le habían precedido. Hacia mediodía nos enteramos de que había sido el 31 de diciembre más caluroso del que se guardaba recuerdo en Nueva York, y la aguja del termómetro siguió subiendo durante toda la tarde, por lo que pasamos de un pseudo abril a una desconcertante imitación de junio.
Durante todo ese tiempo yo me había mantenido aislado, abrumado por mis sombrías preocupaciones y, supongo, compadeciéndome de mí mismo. No llamé a nadie, ni a Lombroso, ni a Sundara, ni a Mardikian, ni a Carvajal, ni a ninguno de los restantes restos y fragmentos de mi anterior existencia. Todos los días salía unas cuantas horas a recorrer las calles —¿quién podía resistirse a aquel sol?—, pero no hablaba con nadie ni daba la menor facilidad a los que pretendían hablar conmigo. A la caída de la tarde me encontraba ya en casa, solo; leía un poco, bebía algo de brandy, oía música sin escucharla realmente, y me acostaba pronto. Mi aislamiento parecía privarme de la menor capacidad para las proyecciones estocásticas; vivía totalmente en el presente, como un animal, sin la menor noción de lo que podía ocurrir al día siguiente, sin intuiciones, sin la vieja sensación de pautas y tendencias agrupándose y conformándose mutuamente.
En Nochevieja sentí la necesidad de salir a la calle. En una noche como aquélla me parecía intolerable atrincherarme en mi propia soledad, pues, entre otras cosas, era la víspera de mi treinta y cuatro cumpleaños. Pensé en telefonear a algún amigo, pero no, me habían abandonado las energías sociales; como el califa Harun-el-Raschid de Bagdad, recorrería de incógnito y en solitario las calles de Manhattan. No obstante, me puse mi traje más deslumbrante, ajustado, como de pavo real, un traje de verano en escarlata y oro con resplandecientes hilos, me recorté la barba, me afeité el cráneo, y me lancé alegremente a la calle a ver cómo enterraban el siglo.
La oscuridad había caído ya a primeras horas de la tarde; dijera lo que dijera el termómetro, estábamos aún en los días más cortos del año, y las luces de la ciudad resplandecían. Aunque eran sólo las siete, las fiestas y reuniones habían comenzado evidentemente antes; pude escuchar cantos, risas distantes, gritos, el chasquido de cristales rotos. Cené parcamente en un pequeño restaurante automatizado de la Tercera Avenida y caminé sin rumbo fijo hacia el oeste y hacia el sur.
Normalmente, después del crepúsculo nadie pasea así por Manhattan. Pero aquella noche las calles estaban tan repletas de gente como si fuese de día. Había personas por todas partes, riendo, mirando los escaparates, saludando con la mano a los extraños, dándose alegres empellones, y todo aquello me hizo sentirme seguro y confiado. ¿Era éste verdaderamente Nueva York, la ciudad de los rostros torvos y los ojos recelosos, la ciudad de navajas brillando en oscuros y sombríos callejones? Sí, sí, sí, Nueva York, pero un Nueva York transformado, un Nueva York en trance de pasar el milenio, un Nueva York en la noche de una Saturnalia decisiva.
Pues esto es lo que era, una Saturnalia, una lunática algazara, un frenesí de espíritus exaltados. Todas las drogas de la farmacopea más psicodélica se vendían en cada esquina, y las ventas parecían alcanzar niveles óptimos. Según aumentaba el grado de alegría, se escuchaban sirenas ululando en todas partes. No tomé ninguna droga, salvo la más antigua de todas, el alcohol, pero la tomé copiosamente, yendo de taberna en taberna. Una cerveza aquí, una copa del más horroroso brandy allí, algo de tequila, de ron, un martini, incluso un espeso y oscuro jerez. Me sentí mareado pero no rendido; de un modo u otro conseguía mantenerme derecho y hablar más o menos coherentemente, y mi cerebro funcionaba con lo que parecía su lucidez habitual, observando y tomando nota de todo lo que veía.