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Si no evoco las visiones al menos una vez al día, son ellas las que vienen a mí de todas formas, asaltándome a su voluntad, derramándose irrefrenables en mi cerebro.

42

Veo una casita cubierta de rojas tejas en un prado campestre. Los árboles, completamente florecidos, tienen un tono verde oscuro; debe ser finales del verano. Me encuentro al lado de la puerta de entrada. Mi pelo es todavía corto e irregular, pero está creciendo ya; la escena no debe distar mucho en el futuro, pertenece probablemente a este mismo año. Me acompañan dos hombres jóvenes, uno de cabellos oscuros y delgado, el otro pelirrojo y más corpulento. No tengo la menor idea de quiénes son, pero me veo a mí mismo relajado y confiado en mi trato con ellos, como si fuesen compañeros íntimos. Se trata, pues, de amigos a los que aún tengo que conocer. Me veo sacando una llave del bolsillo. «Os voy a enseñar el sitio», les digo. «Creo que es más o menos lo que necesitamos para sede del Centro.»

Cae nieve. Los automóviles que circulan por las calles tienen forma de bala, el morro chato, son muy pequeños, y me resultan extraños. Por encima de mi cabeza retumba un helicóptero. Cuelgan de él tres extensiones a modo de remo, y en el extremo de ellas hay un altavoz. De los tres altavoces surge, al unísono, un sonido triste y lastimero, agudo y suave al mismo tiempo, emitido durante un período de unos dos segundos separados por intervalos de silencio de unos cinco segundos. El ritmo es perfectamente constante, los blandos balidos se producen con regularidad y se abren paso sin esfuerzo entre los densos remolinos de copos de nieve. El helicóptero vuela lentamente por la Quinta Avenida hacia arriba, a una altitud inferior a los quinientos metros, y según se va abriendo paso hacia el norte con su constante ulular, la nieve va derritiéndose a su paso, dejando expedita una zona de la anchura exacta de la avenida.

Sundara y yo nos reunimos para tomar un cóctel en un deslumbrante salón que, como los jardines de Nabucodonosor, cuelga de la parte superior de un gigantesco rascacielos que domina la ciudad de Los Ángeles. Supongo que se trata de Los Ángeles, pues muy por debajo del ventanal puedo divisar las plumosas copas de las palmeras que delinean las calles; la arquitectura de los edificios que nos rodean es claramente la típica del sur de California, y a través de la neblina se adivina el vasto océano hacia el oeste y las montañas hacia el norte. No tengo ni idea de qué estoy haciendo en California, ni de cómo he llegado a encontrarme aquí con Sundara; resulta plausible que ella haya vuelto a su ciudad natal para quedarse a vivir en ella, y que yo, en un viaje de negocios, le haya pedido que nos viéramos. Los dos hemos cambiado. Sus cabellos tienen ahora algunos mechones blancos, y su rostro parece más afilado, menos voluptuoso; los ojos brillan como siempre, pero el resplandor que hay en ellos refleja unos conocimientos y una experiencia duramente conquistados y no simplemente travesura. Yo llevo el pelo largo, y está ya algo gris; voy vestido con casta austeridad en una túnica negra y sin adornos; parezco tener unos cuarenta y cinco años, y me doy a mí mismo la impresión de una persona tensa, rígida, impresionante, de ser como una especie de ejecutivo dominador, tan poseído de mi propia valía que me infundo pavor a mí mismo. ¿Hay alrededor de mis ojos señales de ese trágico agotamiento, de esa asolada devastación que dejó marcado a Carvajal tras tantos años de visiones? No lo creo; pero quizá mi segunda visión no resulta lo suficientemente intensa como para registrar tales detalles. Sundara no lleva anillo de casada, ni resulta visible en ella ninguna de las insignias del Tránsito. Mi ser en trance de visión desea formular mil preguntas. Deseo saber si se ha producido una reconciliación, si nos vemos con frecuencia, si somos amantes, si estamos quizá viviendo juntos de nuevo. Pero carezco de voz, y soy incapaz de hablar a través de los labios de mi futuro yo; me resulta totalmente imposible dirigir o modificar sus acciones; lo más que puedo hacer es limitarme a observar. El y Sundara piden unas copas; entrechocan los vasos, sonríen, intercambian comentarios banales sobre la puesta de sol, el tiempo, la decoración del local. Luego la escena desaparece y no he conseguido enterarme de nada.

Por los cañones de Nueva York avanzan soldados en fila de a cinco, mirando escrutadoramente a todas partes. Yo les observo desde la ventana de un piso alto. Llevan extraños uniformes de color verde, con cintas rojas y llamativos gorros amarillos y rojos; llevan también galones en los hombros. Portan armas parecidas a ballestas: unos recios tubos de metal de un metro de longitud, que se abren en forma de abanico en la punta, parecen tener algo así como unos bigotes laterales formados por brillantes rollos de alambre, y las llevan con el extremo más ancho columpiándose del antebrazo izquierdo. El yo que les observa es un hombre de al menos sesenta años, de blancos cabellos, delgado y magro, con profundas arrugas verticales en las mejillas; soy evidentemente yo mismo, pero me resulto sin embargo extraño. En la calle surge una figura de un edificio, que corre alocadamente hacia los soldados gritando consignas, agitando los brazos. Un soldado muy joven levanta el brazo derecho y de su arma surge silenciosamente una luz verde; la figura que se aproxima se detiene, se vuelve incandescente y desaparece. Sí, desaparece.

El yo que veo es todavía juvenil, pero mayor de lo que soy ahora. Digamos que tiene unos cuarenta años; será, por tanto, el año 2006 más o menos. Se encuentra echado sobre una cama deshecha al lado de una mujer joven y atractiva de largos y negros cabellos; aparecen ambos desnudos, sudorosos, desgreñados; han estado evidentemente haciendo el amor. El pregunta: «¿Oíste el discurso del presidente anoche?»

«¿Para qué voy a malgastar el tiempo escuchando a ese hijo de puta asesino y fascista?» —replica ella.

Una fiesta. Se oye una música chillona y desconocida; de botellas de doble cuello cae copiosamente en los vasos un extraño vino dorado. El aire está cargado de humo azulado. Yo me encuentro en un rincón del salón lleno de gente, hablando en tono perentorio con una mujer joven, rellenita y con pecas y con uno de los hombres jóvenes que me acompañaban en la casita con las tejas rojas. Pero mi voz se ve anulada por la ronca música y percibo únicamente restos y fragmentos de lo que estoy diciendo; cojo palabras tales como cálculo equivocado, sobrecarga, manifestación y distribución alternativa, pero siempre anegadas por el ruido ambiente, por lo que la conversación me resulta en último extremo ininteligible. La forma de vestir resulta extraña; todo el mundo lleva atavíos sueltos e irregulares, cubiertos con tiras y trozos de tejidos mal emparejados. En medio del salón, unos veinte invitados bailan con enfebrecida intensidad, agitándose en un círculo imperfecto, cortando fieramente el aire con bruscos movimientos de los codos y las rodillas. Están completamente desnudos; han recubierto sus cuerpos con una especie de tinte brillante y de color púrpura; tanto los hombres como las mujeres carecen totalmente de vello, van depilados desde la cabeza a los pies, por lo que, si no fuese por sus oscilantes órganos genitales y ondulantes pechos, podría tomárseles fácilmente por maniquíes de plástico moviéndose frenéticamente en una espasmódica parodia de vida.