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– Enrique Tudor puede darse por satisfecho -corroboró el arzobispo-. Me temo que hemos perdido a una excelente diplomática: a pesar de su delicada situación, ha movido los hilos con mucha habilidad y ha sabido cubrirse las espaldas.

– Yo diría que se ha quitado un peso de encima -observó el duque de Suffolk-. ¡El pobre Hal se morirá del disgusto si se entera de que ha aceptado la anulación con una sonrisa de oreja a oreja! Será mejor que le digamos que se ha desmayado de la impresión y que a vos, Thomas, os ha costado un mundo convencerla de que no le quedaba más remedio que aceptar sus condiciones. Eso le gustará, ¿no creen, caballeros?

– Últimamente el rey no necesita que nadie estimule su vanidad -respondió el arzobispo-. Está tan embebido con Catherine Howard que todo lo demás le importa un comino. No estoy seguro de que ese matrimonio sea una buena idea.

– ¡No seáis mojigato, arzobispo! -replicó el duque de Suffolk, cuya cuarta esposa era varios años más joven que él-. Una mujer joven en casa es una bendición de Dios.

– No es Catherine Howard quien me preocupa, sino su ambiciosa familia -murmuró el conde de Southampton-. Su tío espera el momento de recuperar el poder que, según él, le pertenece.

– ¿Por qué no intercedéis por el viejo Crum? -propuso el arzobispo Cranmer-. Reconozco que es un hombre de personalidad compleja, pero todos sabemos que las acusaciones que se le imputan son falsas.

– Tenéis buen corazón, pero os falta picardía para ver lo que está ocurriendo -replicó el conde-. Sólo Dios puede cambiar el destino de un hombre condenado a muerte por Enrique Tudor. El rey está decidido a casarse con la joven y no nos queda más remedio que aceptar a su familia tal y como es.

– ¿Qué ha llevado a su majestad a decidirse por Catherine Howard? -quiso saber el duque de Suffolk-. Si no recuerdo mal, también se encaprichó de lady Nyssa Wyndham. Ese asunto de su precipitado matrimonio con Varian de Winter resulta de lo más extraño.

Sus dos compañeros se encogieron de hombros y guardaron silencio. El conde de Southampton no tenía respuesta para aquellas preguntas y el arzobispo Cranmer era demasiado prudente para expresar sus temores en voz alta. La barcaza real recorrió el río hasta que los miembros del consejo perdieron de vista el palacio de Richmond. Allí quedó la reina diciendo a sus damas que podían regresar a sus casas. La mayoría de ellas expresaron su deseo de trasladarse a Greenwich para ponerse al servicio de la nueva reina si ésta las aceptaba. Las sobrinas del rey y su nuera no habían aparecido por Richmond. La condesa de Rutland permanecería al servicio de lady Ana hasta que su marido, chambelán dé lady Ana, fuera despedido oficialmente. Sir Thomas Denny, su consejero, y el doctor Kaye, su asistente, se despidieron de ella y partieron con las damas que regresaban a Londres. Todos fueron extremadamente de licados con la reina, pero nadie deseaba permanecer a su lado una vez convertida en parte del pasado. Cathe-rine Howard era el símbolo del futuro. Había tanta gente en las barcas que las damas de honor tuvieron que quedarse en tierra.

– Podréis marcharos mañana a primera hora -prometió la condesa de Rutland.

Nyssa se despidió de sus amigas aquella misma noche. Kate Carey y Bessie Fitzgerald la abrazaron y lloraron desconsoladas pero las hermanas Basset se mostraron frías y distantes. Helga von Grafsteen y María Hesseldorf decidieron quedarse junto a lady Ana. El joven vizconde de Wyndham se despidió de la reina con una respetuosa reverencia.

– Ha sido un honor serviros, majestad. Estaré a vuestra disposición siempre que me necesitéis.

– Eres un bien muchacho, Philip -contestó Ana de Cleves-. Agradezco tu lealtad y tu amistad.

– ¿Estás seguro de que no quieres venir a Rivered-ge con nosotros? -preguntó Nyssa a su hermano menor-. Nuestros padres "deben tener muchas ganas de verte.

– Prefiero quedarme -respondió Giles-. Es una oportunidad excelente para encontrar mi lugar en palacio. La Iglesia ya no es un buen lugar para los segundones. Tengo tres hermanos pequeños y no deseo ser una carga para nuestros padres. Escalaré posiciones poco a poco pero temo perder mi oportunidad de ocupar un buen lugar en la corte si me marcho ahora. Quizá vaya a Riveredge el próximo otoño, cuando las aguas de palacio hayan vuelto a su cauce. ¡Siento tanto no poder ver la cara de papá cuando le presentes a tu marido! -rió, divertido.

– ¡Qué malo eres! -exclamó Nyssa revolviendo el cabello a su hermano menor y besándole en la mejilla-. Que Dios te acompañe, hermanito.

– Que Él os proteja a ti y a tu marido -contestó Giles.

– Lady De Winter, vuestra barca espera -llamó la condesa de Rutland-. ¡Daos prisa!

Nyssa se volvió a lady Ana con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Siento tener que dejaros, señora!

– No temas por mí, Nyssa -contestó la reina tratando de contener la emoción-. He escapado de las garras del león sin recibir rasguño. Ahora soy una mu-guer rica, poseo propiedades y no tengo que dar cuenta de mis actos a nadie. Me he librado de mi hermano Wilhelm, un hombre aburrido y pagado de sí mismo, y de mi marido, quien me detesta desde el primer día. No me compadezcas, Nyssa; por fin tengo lo que deseaba: soy libre y puedo hacer lo que me plazca con mi fida. Nein, no llores; soy muy feliz.

– Pero ¿quién va a cuidar de vos? -insistió Nyssa-. ¿Quién va a estar a vuestro lado cuando necesitéis cariño y compañía?

– Aprendiste de tu madre que el amor de la familia es muy importante, ¿verdad? -sonrió lady Ana-. Mi madre me educó como heredera y me enseñó a nunca faltar a mis deberes. Ésa es la diferenzia entre tú y yo. Lo poco que sé sobre el amor me lo habéis enseñado tú y pocas personas más. Es más que sufiziente. Ahora fete -dijo ayudando a Nyssa a ponerse en pie y besándola cariñosamente-. Fuelfe a casa con marido. Si lo deseas, puedes escribirme. Me gustará recibir tuyas noticias.

– Ha sido un honor serviros, majestad -dijo Nyssa haciéndole una reverencia antes de correr a ocupar su lugar en la última barca que debía cubrir el trayecto entre Richmond y Greenwich. Se acomodó en la cubierta y contempló el palacio hasta que éste desapareció tras una de las curvas descritas por el curso del río.

Se acabó, pensó. Acabo de cerrar uno de los capítulos más importante de mi vida. Me pregunto qué me depara el futuro.

Philip se sentó junto a ella y le tomó una mano. Nyssa se volvió hacia él y esbozó una sonrisa triste.

– Volvemos a casa, Philip -suspiró-. ¡Me muero de ganas de ver a papá, a mamá y a las gemelas!

– Yo también -respondió su hermano-. Sin embargo, temo que se disgusten cuando sepan que te casaste en secreto hace tres meses. ¿Qué te parece si el tío Owen y yo nos adelantamos a caballo y os preparamos el terreno?

– De ninguna manera -repuso Nyssa negando con la cabeza.-. Varían y yo les daremos la noticia en persona. Sé que se disgustarán, pero éste no es asunto tuyo.

– ¡Me gustaría tener diez años más! -suspiró el joven-. Odio ser demasiado mayor para algunas cosas y demasiado joven para otras. Voy a echar mucho de menos a Helga. ¿No te parece la muchacha más hermosa del mundo? ¡Y tiene tan buen corazón!

– ¡Philip, tú te has enamorado de ella! -exclamó Nyssa mientras su hermano se encendía hasta la raíz del cabello-. ¿Por qué no hablas con papá? Creo que la dote de Helga es muy cuantiosa.

– ¿Crees que me escuchará? ¡Me trata como a un niño, pero yo me encargaré de recordarle que en octubre cumpliré catorce años! Podríamos empezar a preparar el compromiso. Estamos dispuestos a esperar unos tres o cuatro años.

– Será mejor que primero hables con papá -aconsejó Nyssa-. ¡Sólo falta que te comprometas con una mujer que no sea de su agrado!

– Varían y tú lleváis tres meses casados y no…

– Varían y yo nos gustamos y eso es más que suficiente -le interrumpió Nyssa.