Aquella noche el rey se había retirado temprano acuciado por el dolor de su pierna enferma, pero lady Ana y la reina Catherine habían cenado y bailado juntas, ante el asombro de toda la corte. Al día siguiente, los reyes la habían invitado a cenar y los tres habían permanecido despiertos hasta altas horas de la madrugada charlando y brindando por la felicidad de los recién casados. Los cortesanos, que nunca habían visto al rey tan cariñoso con su ex esposa, observaban la desconcertante escena sin saber qué pensar.
El día de Año Nuevo lady Ana se había presentado en Hampton Court con un magnífico regalo para Enrique Tudor y Catherine Howard: dos potros de un año de edad de color pardo y cernejas negras engualdrapados en terciopelo malva con bordes y borlas dorados. Dos pajes vestidos con libreas de color malva y dorado tiraban de las bridas de plata. Enrique y Catherine se habían mostrado encantados al recibir un regalo tan espléndido, pero se había oído murmurar a alguno de los cortesanos que lady Ana debía ser tonta de remate.
– No lo es -había replicado Charles Branden, duque de Suffolk-. Es una dama muy inteligente y, por el momento, la única ex esposa de su majestad que está viva y goza de sus simpatías.
Y además, se divierte, había añadido Catherine para sus adentros. Prefería su compañía a la de cualquiera de sus damas, pero era consciente de que el fomento de aquella amistad podía dar pie a toda clase de rumores malintencionados. Ojalá Nyssa estuviera aquí, suspiró. ¡La echo tanto de menos!
Al oír el sentido suspiro de su reina, las damas levantaron la vista de su labor.
– ¿Ocurre algo, majestad? -inquirió solícita lady Rochford.
– Me aburro -reconoció Catherine tirando su bordado al suelo, como una niña caprichosa-. Desde que el rey enfermó hace dos semanas no hay música ni baile.
– El que su majestad esté indispuesto no significa que no podáis distraeros un poco -intervino la duquesa de Richmond.
– ¿Qué os parece si" llamamos a Tom Culpeper? -propuso lady Edgecombe-. Tiene una voz preciosa y toca el laúd y la espineta de maravilla.
– Está bien -accedió Catherine tras breve reflexión-. Si a su majestad no le importa prescindir de su compañía…
Cuando el rey recibió el recado, se apresuró a complacer a su joven esposa. Se sentía culpable por encontrarse débil y no poder dedicarle la atención que una joven tan hermosa merecía.
– Ve y saluda a la reina de mi parte -ordenó a Tom Culpeper, uno de sus favoritos-. Dile que tenga un poco de paciencia, que pronto volveré a ser el de antes. Obsérvala con atención porque quiero que cuando regreses me cuentes cómo la has visto. Me consta que me echa de menos -añadió haciendo un guiño picaro.
Tom Culpeper era un atractivo joven de unos veinticinco años de edad. Su cabello castaño contrastaba con sus ojos azules y su pálido rostro bien afeitado. Enrique Tudor le adoraba y le consentía como a un niño, algo de lo que Tom se aprovechaba sin escrúpulos. Como la mayoría de los caballeros que merodeaban alrededor del rey, sólo le interesaba hacer fortuna y aprovecharse de los favores del monarca.
Tomó sus instrumentos e hizo una reverencia antes de partir.
– Transmitiré vuestro mensaje a la reina y trataré de hacerle pasar un rato agradable -prometió.
Las damas de la reina se arremolinaron a su alrededor en cuanto le vieron y él aceptó sus halagos con el aplomo y la indiferencia del que se sabe encantador. Había comprobado en numerosas ocasiones que su sonrisa y el brillo de sus ojos causaban estragos entre las mujeres, ya fueran solteras o casadas. Cantó y tocó durante dos horas, a veces acompañado a la espineta por la joven princesa Elizabeth, que pasaba unos días en Hampton Court visitando a su padre enfermo. Las damas murmuraban que la pequeña tocaba muy bien para ser una niña de siete años y que había heredado las hermosas manos de su madre. Cuando se hizo de noche, la princesa Bessie fue conducida a sus habitaciones y las damas se dispusieron a retirarse. Tom Culpeper se hizo el remolón y, cuando lady Rochford le indicó que debía marcharse, el arrogante joven se volvió hacia la dama.
– Su majestad me ha enviado con un mensaje a la reina -dijo-. Insistió mucho en que se lo dijera de palabra y en que estuviéramos a solas cuando lo hiciera.
– Dejadnos solos, lady Rochford -ordenó Cathe-rine-. Pero no os vayáis muy lejos.
Lady Rochford se despidió con una reverencia y abandonó la habitación cerrando la puerta tras de sí. Durante unos segundos barajó la posibilidad de escuchar detrás de la puerta, pero no se atrevió.
Tom Culpeper hizo una reverencia a la reina y recorrió su rostro y su cuerpo con la mirada. Estaba preciosa con aquel vestido cortado a la moda francesa.
– El color escarlata os sienta muy bien -dijo con voz melosa-. Recuerdo que no hace mucho quise regalaros un retal de terciopelo del mismo color y no lo aceptasteis.
– Sí lo acepté -replicó Catherine-. Desgraciadamente, pedíais un precio demasiado alto por él, así que decidí devolvéroslo. Y ahora decidme, ¿cuál es ese mensaje tan importante que me envía su majestad? -inquirió en tono autoritario mientras se decía que el joven músico era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Vestía unos pantalones ajustados y Catherine se sorprendió a sí misma tratando de imaginarse la sensación de aquellas piernas enredadas en las suyas.
Lentamente, Tom Culpeper repitió las palabras del rey sin apartar la mirada de los ojos de la reina. Aunque no era una belleza, rezumaba sensualidad por todos los poros de su cuerpo.
– Decid a su majestad que yo también le echo de menos y que espero impaciente su regreso a mi cama. Y ahora podéis marcharos, señor Culpeper -le despidió.
– Podéis llamarme Tom, majestad -replicó él-. Después de todo, somos primos por parte de madre.
– En sexto grado -^puntualizó la reina para poner las cosas en su sitio.
– ¿Te han dicho alguna vez que estás preciosa cuando te enfadas? -la azuzó Tom-. ¿Le gusta al rey besarte? Nunca he visto una boca más tentadora que la tuya.
– Podéis iros, Culpeper -repitió Catherine con frialdad pero sin poder evitar encenderse hasta la raíz del cabello.
– Me voy, pero sabes que puedes contar conmigo para lo que desees -dijo Tom a modo de despedida-. Sé lo duro que es estar casada con un anciano.
Catherine meditó las últimas palabras pronunciadas por su primo. ¿Qué había querido decir? ¡Tom era un muchacho tan guapo! ¿Cómo se había atrevido a coquetear con ella, la reina de Inglaterra? Aunque, pensándolo bien, no hacían daño a nadie. Podía coquetear con él para entretenerse y seguir siendo fiel a Enrique. Nadie lo sabrá nunca, se dijo Catherine esbozando una sonrisa traviesa. De repente, había recuperado el buen humor. Dos días después, el rey regresó a su cama.
A principios de abril la reina creyó que estaba embarazada, pero nunca se supo si había sufrido un aborto o se había tratado de una falsa alarma. Lloró de rabia y frustración pero Enrique Tudor estaba demasiado ocupado para perder el tiempo consolándola. Sir John Neville, partidario de restablecer la fe católica, había iniciado un levantamiento en Yorkshire que el rey se había apresurado a sofocar.
Desde entonces no había hecho más que planear la marcha sobre Yorkshire y ocuparse de solucionar algunos asuntos de importancia antes de dejar Londres. El más urgente era la ejecución de Margaret Pole, condesa de Salisbury, una anciana que llevaba dos años encerrada en la Torre. Era hija del duque de Clarence, hermano de Eduardo IV, y una de los últimas descendientes de los Plantagenet. Siempre había sido fiel a los Tudor y había sido gobernanta de la princesa María durante, muchos años. Su hijo Reginald, cardenal de Pole, se había manifestado a favor del Papa y su madre se disponía a pagar los platos rotos.