Catherine, que odiaba las injusticias, intercedió por la dama.
– Es una anciana y siempre os ha sido fiel. Dejadla vivir sus últimos años en paz -suplicó.
La princesa María también intercedió por su antigua gobernanta. Sin embargo, no supo ser tan sutil como Catherine y sólo consiguió encender la ira de su padre.
– Pagaréis por esta muerte con la condenación de vuestra alma -amenazó-. Salta a la vista que habéis perdido la cuenta de vuestros pecados. ¿Qué daño os ha hecho la pobre lady Margaret? ¿Cuándo vais a aprender de vuestros errores? Otro gallo os cantaría si no os hubierais precipitado al matar a vuestro fiel Tho-mas Cromwell -añadió clavando en él sus acusadores ojos negros.
Sólo tiene veintiséis años pero parece mucho mayor, se dijo el rey, irritado por las atinadas palabras de su hija mayor, que, como siempre, había dado en el clavo. Esa manía de vestir siempre de negro…
– La próxima vez que vengas a verme vístete de otro color -dijo como toda respuesta a la petición de su hija.
– No soy una traidora -fue todo cuanto dijo la condesa en su defensa.
Su verdugo era un hombre joven y sin experiencia que tuvo que perseguir a su víctima por el cadalso hasta que los guardias la redujeron por la fuerza. Le temblaban tanto las manos que no consiguió acabar con la vida de lady Pole de un solo hachazo y necesitó de varios golpes. Los allí presentes se estremecieron al contemplar aquella carnicería y maldijeron interiormente a Enrique Tudor por actuar con crueldad innecesaria. El cardenal Pole declaró desde Roma que rezaría por el alma del monarca inglés.
Solucionado el problema de lady Pole, el rey pasó a concentrarse en la política exterior. Francia y el Sacro Imperio Romano estaban a punto de enzarzarse en una nueva guerra y Francisco I, rey de Francia, trataba de buscar el apoyo de Inglaterra. Para ello había propuesto a Enrique Tudor casar a su hija María con su heredero, el duque de Orleáns.
– ¡Qué buena idea! -exclamó Catherine, entusiasmada-. ¡Hacen una pareja perfecta! Después de todo, Francia y España son dos países muy ortodoxos en materia de religión. ¡Imagínate a tu hija ocupando el trono de Francia!
La verdad era que la reina Catherine y María Tudor no se llevaban bien. Cat opinaba que su hijastra no la trataba con el respeto que merecía y María no se molestaba en disimular el desprecio que sentía por la frivola joven. Pero Enrique Tudor amaba a Catherine y María estaba pagando muy caros sus desprecios. Para empezar, su padre había apartado de su lado a dos de sus damas más fieles.
– No me fío de los franceses -repuso Enrique-. Además, no nos conviene irritar al emperador romano.
Recuerda que controla las rutas comerciales que unen Inglaterra y los Países Bajos. María no se casará con el duque de Orleáns -decidió-. Es mi última palabra.
– María no es ninguna jovencita y no se encuentra en condiciones de escoger -insistió Catherine-. ¿Quién mejor que un príncipe francés para convertirse en su marido? Has rechazado a todos los pretendientes que se han atrevido a pedir su mano. ¿Cuántas ofertas tan ventajosas como ésta crees que vas a recibir?
– Quizá María sea la próxima reina de Inglaterra -gruñó el rey-. Este país no será gobernado por un extranjero.
– ¿Y qué me dices de Eduardo?
– Eduardo es un niño de cuatro años. ¿Qué ocurriría si me pasara algo mañana mismo? ¿Y si muere antes que yo? Nos guste o no, María es la segunda en la línea de sucesión después de Eduardo.
– Te voy a dar muchos hijos -prometió Catherine-. Lo primero que haré cuando vea a Nyssa será preguntarle cómo consiguió quedarse embarazada de gemelos. ¡Nosotros también tendremos dos niños a la vez! ¿Te haría ilusión tener un príncipe de York y uno de Richmond?
Enrique Tudor se echó a reír y abrazó a su esposa. ¡A veces era tan ingenua! Cada día la quería más y nunca había sido tan feliz. ¡Ojalá fuera inmortal!, deseó.
El rey y la reina salieron de Londres el 1 de julio llevando un numeroso séquito formado por muchos de los cortesanos que otros veranos habían decidido quedarse en sus casas. Había carrozas para las mujeres, pero éstas preferían cabalgar si el tiempo lo permitía. El enorme carro del equipaje transportaba las pesadas tiendas que se montaban al caer la noche y que alojaban a los viajeros y los utensilios de cocina.
Mientras los criados instalaban el campamento, los cortesanos se entretenían cazando por los alrededores.
El rey y sus acompañantes tenían fama de diezmar la vida animal de los territorios que atravesaban. El grupo se alimentaba de las piezas obtenidas en estas cacerías improvisadas y las sobras se repartían entre los mendigos que salían al paso de la caravana para pedir limosna o tocar al rey para sanar sus enfermedades.
La caravana avanzaba sin contratiempos y los condes de March recibieron órdenes de presentarse ante sus majestades en Lincoln el 9 de agosto.
– ¡No puedo dejar a los niños ahora! -protestó Nyssa, furiosa-. Además, todavía no me he recuperado del parto y no me siento con fuerzas para viajar. ¡Maldita seas, Cat! ¿Cómo has podido hacerme esto? Ve tú y di que he tenido que quedarme con los niños
– pidió a su marido-. El rey lo entenderá.
– La reina insiste en que debes acompañarme -repuso su marido-. Podemos pedir a tu madre que se instale aquí con Jane y Annie. Con los cuidados de tu madre y dos nodrizas para alimentarles, a nuestros hijos no les faltará de nada.
– ¡Pero yo no quiero volver a la vida de la corte!
– No nos queda otro remedio que obedecer las órdenes del rey -suspiró Varian, a quien la idea de regresar a palacio le hacía tan poca gracia como a su esposa.
• -Me quedaré sin leche -siguió protestando Nyssa-. Acepté contratar a dos niñeras por si me ponía enferma y, aunque Susan me ha ayudado mucho, Alice tiene un hijo y…
– Ese niño está a punto de ser destetado.
– ¡Quieres ir!
– Yo no quiero ir, pero sé que Catherine no dejará de importunar a su majestad hasta que consiga lo que desea -replicó su marido-. Escúchame con atención: iremos a Lincoln y les aburriremos con nuestras historias sobre la vida en el campo y la crianza de los geme los -propuso-. Pronto se cansarán de nosotros, nos enviarán a casa y nunca más reclamarán nuestra presencia en la corte. Si todo sale bien, calculo que estaremos de vuelta para el día de San Martín.
– Supongo que tienes razón -suspiró Nyssa resignada-. Sin embargo, me da pena dejar a los niños. Sé que no podré volver a criarlos cuando regresemos.
Pronto Nyssa estuvo tan atareada con los preparativos del viaje que apenas le quedaba tiempo para preocuparse por sus pequeños. Tillie estaba casi tan nerviosa como su señora y trabajaba más duro que nunca. El gran día se acercaba y había que confeccionar trajes de caza y de amazona y vestidos de noche. La joven se devanaba los sesos pensando cómo se las iba a arreglar para mantener las ropas de su señora limpias y presentables; una caravana no era lo mismo que Greenwich o Hampton Court. Llevarían una carroza para los condes, un carro cargado con la ropa y enseres de los-cria-dos y otro con una pequeña tienda, la ropa de cama y los utensilios de cocina. Necesitarían caballos de refresco para la carroza y tres más para cuando los condes salieran a cabalgar o a cazar con los reyes. Tillie se alegraba de poder contar con la ayuda de una muchacha llamada Patience y Toby daba gracias porque Wi-lliam, uno de los ayudantes de la cocinera, y Bob, un mozo de caballos, también les acompañaran.
Blaze Wyndham llegó sola a Winterhaven pocos días antes de la partida de los condes de March.