O sea, que la noche de la alcoba continuaba, pero ahora a Carlitos le había dado por ir y volver a cada rato, por abandonar el lecho y alejarse concentradísimo en cada una de sus observaciones, meditándola y analizándola a fondo, y como observándola a través de un microscopio, incluso, para luego retornar veloz como un rayo y retomar el amor alborotadísimo. Entonces se solazaban y retozaban, Natalia y él, y se entrelazaban y retorcían, horas, pero él de pronto se volvía a ir, muy suave y tiernamente, por supuesto, aunque también con cierto humor y no sin eficacia plena, porque andaban en plena penetración. Y aquel ir y volver enloquecedor lo intentaba describir también, concentradísimo y alegando que ahora lo que pretendía era llevársela con él por donde fuera y siempre, aprenderla todita de memoria, y aprehenderla, también, de manera etimológicamente inolvidable, para que pudieran seguir siempre juntos por calles y plazas y ciudades y países, por su carrera de médico, su vida de hombre creyente y feliz, y así para siempre, mi amor. Y se volvía a escapar concentradísimo, nuevamente, aunque a veces, cuando Natalia ya no podía más, ni él tampoco, tenía que correr como loco para convertirse con ella en palabras que a veces incluso sonaban un poquito a bíblicas y Cantar de los cantares, como Oh, yo, el colmado, Ay, yo, la colmada… En fin, que aquello era una verdadera antología de huerto y de alcoba, de hombre y de mujer y de divino y humano.
También había momentos de reposo a la luz tenue de aquellos lamparines, a los que ahora sonaba mucho más bonito llamarles candiles. Y momentos increíbles, divertidos y entrañables, y duros y sumamente tiernos o divertidos, como cuando, a la luz de un candil, ahora, ella se puso celosa y le preguntó con quién había ido a su fiesta de promoción, tan sólo unas semanas atrás.
– De ese baile debes de tener fotos como las de mi carnaval, amor, y esta vieja se muere de celos. Dime, por favor, ¿con qué chica fuiste a esa fiesta? Y como me mientas…
– Con Cristi, mi hermana, que también se puso furiosa por mi torpeza al bailar…
Inmediatamente, la elegantísima y caótica camota de la alcoba se dividió en dos zonas de relativa penumbra. Hacia una se lanzó Natalia, a llorar a mares y a morirse de pena, suavecito, eso sí, para que él no se diera cuenta… Carlitos fue a su fiesta de promoción con su hermana Cristi… Me muero, me muero de pena, de todo, mi Carlitos maltratado… Porque nadie más quería ir con él a esa fiesta ni a ninguna, nunca… Porque las chicas pueden ser tan crueles a esa edad… Porque él es tan beato y tan ido y loquito y distinto que, bueno, para qué, se dirían todas las chicas… Porque por más que rogó y rogó, seguro que muerto de risa, eso sí -Natalia también se había inspeccionado íntegro a Carlitos, también se lo había inhalado y besado vivo-, ninguna chica quiso aceptar su invitación… Y Natalia redoblaba su llanto suave, se le notaba en los hombros blancos, increíblemente bellos en la penumbra con esos espasmos de amor y dolor…
Mientras que en la otra zona de penumbra de aquel elegantísimo camón de sábanas y frazadas hechas un lío de inspecciones y búsquedas, de idas, vueltas, y permanencias locas, en aquel revoltijo de torpezas exitosísimas y manejos a cuatro manos y piernas y de todo, en aquella leonera de amor, Carlitos se desternillaba de risa recordando la rabia de Cristi cuando él intentó pedirle perdón y darle una explicación que la tranquilizara, y la verdad, no le sirvió para nada y, tal vez sea cierto, para qué le dijo que le resultaba más fácil pisotearla a ella que a una chica con la que no tengo confianza y además, Cristi, tú y Marisol son para mí las chicas que más quiero en el mundo, unos cuantos pisotones bien valen la pena, creo yo… Pero bueno, resulta que no, y Carlitos dale con reírse en su zona de penumbra mientras los hombros de Natalia y sus espasmos silenciosos continuaban también, pero los mocos la obligaron a recoger su pañuelo bordado del velador -que no mesa de noche, ni nada de eso- y pegarse la gran sonada.
Por supuesto que Carlitos pensó que era gripe, en fin, un enfriamiento, y claro, mira las sábanas por todos lados y las frazadas colgando y nosotros así, que fue cuando nuevamente y, con el pretexto de calentarla un poquito, empezó a ir y venir por la alcoba y a llenarla de su demoledora torpeza y a comprobar que Natalia y él lograban hacer el amor y el humor, al mismo tiempo, y que, mi amor, tú eres pura fisonomía y carnaval por todas partes donde cualquier cosa, que fue cuando a Natalia se le oyó decir clarísimo, entre gritos y murmullos y ayes y palabras en trocitos, mi amor, mi amor, me siento toda foto y diecisiete años…
También durmieron, es cierto, como también lo es que desayunaron a la hora del almuerzo y luego pasaron por la clínica Angloamericana, y que, rumbo al centro de Lima, pero no a la calle de la Amargura -y se morían de risa, como dos niños traviesos, porque ni avisaron-, cada uno llevaba su equipaje. El de Natalia consistía en un bolso muy grande, con mil hermosos frasquitos y objetos de tocador y una maleta llenecita de todo tipo de ropa. Más modesto, Carlitos apenas llevaba un maletín, navaja y crema para afeitarse, escobilla de dientes, agua de colonia Varón Dandy -por aquello del amor y del humor-, un peine, y cuatro verdaderos tratados de dermatología para leerlos si Natalia se quedaba dormida en alguna cama del camino.
– Muy gracioso -le decía ella, al volante de su Mini Minor para travesuras, el rojito.
Y él silbaba feliz, con el labio inferior en bastante buen estado, la verdad, después de todo lo de anoche.
Y, aunque no llevaron misal, reclinatorio ni rosario, convirtieron en alcoba un cuarto del hotel Country Club, uno del Maury, uno del Gran Hotel Bolívar, y uno del hotel Crillón, ya bien entradita la noche, este último, y después de que Natalia le probara con diversos trajes que traía en su maleta y yendo y viniendo por muchas calles de Lima, que siempre lo reconocería, que siempre volvería, si por alguna razón se tenía que ir a cualquier parte, desde el baño de un café o la tienda que queda a dos cuadras, hasta Londres, Roma, París o Praga, en fin, a todas aquellas ciudades de leyenda para Carlitos donde a menudo la llevaban sus negocios de antigüedades. Y, así, por ejemplo, era pleno verano, pero Natalia tuvo que ponerse el abrigote ese de armiño para inviernos en París con elegancia. Y él casi se muere al verla partir pero, bien viva ella, también, casi lo mata, encima de todo, porque bajo el abrigote estaba como Dios la trajo al mundo y el viaje quedó completamente frustado cuando Natalia perdió hasta el avión de regreso en una alcoba del hotel Maury.
Sin embargo, la mejor escena de despedida fue la de las galerías Boza, en pleno corazón de Lima. Carlitos estaba sentado en el café Dominó, tomándose una Coca-Cola, y Natalia pasó vestida de mucha hembra para mí, desafiante y terrible, la melena rizada al viento, toda despeinada y leona. Llevaba una simple blusa negra de algodón, pero transparentona a morir, zapatos de andar desfachatadamente por casa, sin tacos ni nada, casi de ballet, y una falda de cuadros blanco y negro pegada a todo, o tal vez todo pegado a la falda, pero siempre de la forma más curvilínea que darse pueda. Ella se movía un poquito y los cuadros blanquinegros de la falda se alborotaban demasiado, y crecían, se encogían, se volvían locos. Por lo demás, no llevaba nada debajo de nada, porque había salido corriendo de la cama y de los brazos de su amante, sin tiempo ni para un calzoncito siquiera, en su desesperado afán de llegar al banco por plata antes de que me cierren, mi amor, y nos muramos de hambre porque no tengo un centavo, me acabo de dar cuenta. Ésta era la trama.
Pero sucede que se les hizo tarde planeando y localizando la escena y ésta adquirió unos tintes de dolorosa realidad cuando ella se dio cuenta de que, diablos, en serio me he quedado sin un centavo, y se lo gritó corriendo al pasar desnudada por cuanto hombre la miró y silbó, mas siempre ajena, inalcanzable, pecadora y fugitiva, y a él se le cayó la Coca-Cola encima y se manchó íntegro, mientras ella se seguía de largo, corría de verdad, abandonaba las galerías y, torciendo a la derecha, desaparecía en su afán de llegar al primer banco abierto que encontrara.
Cuando por fin volvieron a encontrarse, al cabo de un buen rato, Carlitos le confesó que él del centro de Lima apenas si conocía la catedral y todas las iglesias y conventos, eso sí, pero del resto ni papa… Bueno, la calle de la Amargura, claro, pero ésa…
– Confiesa que te asustaste, mi amor.
– Y después dice mi abuela Isabel que no me fijo en las cosas más elementales. Nunca más me hagas eso, Natalia.
En una alcoba del Gran Hotel Bolívar, Natalia le probó que nunca más le volvería a hacer eso, por más que lo hubieran planeado entre los dos. Y varias horas más tarde, ya bien entradita la noche, se lo volvería a probar en una alcoba del hotel Crillón, aunque la música de un piano maravilloso, primero, y un órgano entrañable, después, tuvieron mucho que ver en el asunto. Natalia era ahora una mujer elegantísima, y a Carlitos le quedaba más o menos un terno, algo grande una camisa, y bastante bien una corbata de urgencia que compraron casi a ciegas en una sastrería de La Colmena. Por lo menos era ropa de buen gusto. Comieron, primero, en el Sky Room, y luego bajaron al primer piso a escuchar un poco de música y ella a tomarse una copa más de champán. Carlitos sí que metió las cuatro, entonces, y el formal y muy compuesto mozo casi lo mata de una miradita filuda, pero no tuvo más remedio que ceder a los caprichos del hijo de la multimillonaria, el muy cretino, y traerle exactamente una copa de champán como la de la señora, pero vacía, y me la llena usted después con tres cuartos de Coca-Cola y uno de vino tinto, para acompañarla a la señora y que parezca verdad que bebo algo, je, aunque pensándolo bien no tanta Coca-Cola porque tres cuartos más uno de vino hacen cuatro y si se desborda la copa, mire usted, ya yo esta mañana me manché todito y, este, je, je, no quisiera…
Es verdad que sólo Natalia era capaz de no matar a veces a un tipo así, pero en el amor como en la guerra, que decía Napoleón. Y ahí estaban los dos felices, sentaditos al lado del piano de Erik von Tait, al que le bastó tocar un solo acorde de la primera melodía que se le vino a la mente para darse cuenta de que el mozo era un animal y esta inefable pareja dos amantes que se adoran… Y ya desde entonces tocó nada más que para ellos y le hizo muchísima gracia que Carlitos le fuera pidiendo, una y otra vez, Siboney. Le dio gusto en todo, al señor, y Natalia lo invitó a tomar una copa con ellos. Aquel músico negro y elegante era panameño y podía poner a los amantes en cualquier estado de ánimo con sus canciones. Había magia en lo que tocaba y una inmensa bondad y elegancia en sus palabras. Componía canciones, sí, también, y varias de ellas se las enviaba a Nat King Cole, a ver si se las interpretaba. Hasta ahora no había tenido suerte, no.