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El de la música era su padre, probando los parlantes que él mismo había colocado en la terraza y seleccionando algunos discos, sin imaginar por supuesto que el efecto tan extraño y profundo de aquellos acordes, interrumpidos cada vez que cambiaba de disco o de surco, había empezado a alterar brutalmente la vida de su hijo. Sus invitados eran casi todos los mismos de siempre, colegas, familiares, amigos, algún médico extranjero que visitaba Lima, compañeras de bridge de su esposa, sus habituales amigas italianas, y se trataba de pasar un buen rato y nada más, aprovechando el verano para disfrutar de la florida terraza, para bailar un poco y tomar unas copas, con la sencillez de siempre, sin grandes aspavientos, sin ostentación alguna, bastaba con unos focos de luz estratégicamente colocados, con discos como éstos, de André Kostelanetz o de Mantovani, mientras llegan, o, después, mientras vamos comiendo, y como éste, de Stanley Black, música de siempre para bailar. El doctor Roberto Alegre puso Siboney y pensó que no le vendría mal una copa, había sido un día particularmente duro, con la inesperada visita al Leprosorio de Guía, pero bueno, era viernes, su semana laboral había terminado, y no, una copa no me caerá nada mal mientras llegan los invitados.

En lo que no pensó jamás el doctor Alegre fue en los estragos que Stanley Black y su versión de Siboney estaban haciendo en su hijo, allá arriba, en su dormitorio. Con los primeros compases, Carlitos había sentido algo sumamente extraño y conmovedor, explosivo y agradabilísimo, la sensación católica de un misterio gozoso, quizás, aunque la verdad es que demasiado cálida y veraniega como para ser tan católica. Y además a Carlitos se le cayó el rosario, pero ni cuenta se dio, o sea, el colmo en él. Y con mayor intensidad aún sintió la palabra fiesta vagando perdida por el jardín florido e iluminado que imaginaba allá afuera, esperando la alegría de los invitados de sus padres, bronceados, profesionales, cultos, viajeros, discretos y sumamente simpáticos, casi siempre. Siboney ya había terminado, pero él continuaba sintiendo algo demoledor, tirado ahí en su cama, ignorando siempre que lo suyo tenía que ver mucho más con el ardor de estío que con el fervor de la iglesia parroquial de San Felipe. Y sólo atinó a rascarse la cabeza al ver exacta la puerta de calle que no había logrado cerrar y, entrando por ella, ella.

En la puerta se fijó por primera vez en su vida, y la encontró muy amplia y bonita, como toda su casa, verdad, ahora que le prestaba atención, pero en cambio a ella la dejó seguir hasta el jardín, sin saludarla, aunque cuidando eso sí de que un mozo la fuera guiando. Nunca la había visto, y el mozo que la guiaba como que no era muy factible ni muy verosímil, la verdad, por la simple y sencilla razón de que su papá jamás contrataba mozos para estas reuniones, le bastaba y sobraba con sus dos mayordomos, Segundo y Prime… En fin, con el primer y segundo mayordomos, qué bruto, caramba, se llaman Víctor y Miguel, sí. Carlitos Alegre se rascó la cabeza nuevamente, pero bien fuerte esta vez, y entonó pésimo Siboney, a ver qué más pasaba, y si lograba entender algo, finalmente, pero ahora ni música llegaba del jardín y la fiesta seguro que todavía no había empezado, ni había llegado nadie, tampoco, ni siquiera ella, sin duda por lo atroz que cantaba él, por lo tremendamente desafinado que era. Carlitos dejó de rascarse tan ferozmente la cabeza, pero al ratito volvió el ardor y otra vez la puerta abierta, aunque vacía, ahora, porque seguro que ella no había llegado muy temprano y sola. Carlitos quedó profundamente conmovido al enterarse, a pesar de todo y rasca que te rasca, otra vez y de qué manera, qué bárbaro, el pobrecito, literalmente se trepanaba, de que ella vivía en el mundo sola, a pesar de todo, sí, muy, muy sola.

¿Pero quién era ella? ¡Diablos, quién! ¿Y por qué era ella? ¡Por qué! ¿Y para qué era ella? ¡Para qué! Y ¿para quién era ella? ¡Para quién! La segunda parte de estas preguntas, entre profundamente estival y metafísica, y enfática hasta decir basta, iba a terminar perforando, a rasquido limpio, el cráneo, la calavera, de san Carlitos Alegre. Y ya le dolía el alma, también, cuando a las diez en punto de la noche, elevada hasta su dormitorio por el viento, la melodía traviesa y veraniega de Siboney, que alguien estaba tocando de nuevo, ¿o es que era un señuelo, el llamado de la jungla y el trópico?, se le metió hasta en el reloj-pulsera a Carlitos Alegre. De un salto comprendió que llevaba tres horas rascándose y que debía averiguar por qué, allá en los bajos, en la terraza iluminada, en el patio, alrededor de la piscina, bailaban los invitados. Y atrás quedaron rasquidos, perforaciones y dolores de cráneo y alma, porque ahora se daba menos cuenta de nada que nunca, Carlitos, o sea que tampoco se fijó en que había pisado el rosario, tirado y negro en el suelo de oscuro cedro, misterio doloroso, casi, ni mucho menos se fijó en que llevaba un mechón de cabello rascado y punk, mil años antes de esta moda o cosa medio nazi, una mecha parada en la punta de la cabeza, efecto o producto de sus tres horas de intensos rasquidos indagatorios de una noche de verano.

Y apareció en una terraza sabiamente iluminada y deliciosamente florida, en un baile para siempre, un eterno Siboney de lejanas maracas, de disimuladas y nocturnas palmeras, de arrulladora brisa de mar tropical y piña colada. Muy precisamente ahí, apareció Carlitos Alegre. Chino de risa y de bondad. Había que verlo. La viva imagen de la felicidad con una mecha izada en la punta de la cabeza y diecisiete años de edad de los años cincuenta más un olvidado rosario en el suelo de oscuro cedro de su dormitorio, muy cerca de su reclinatorio, y ante la misma virgen de sus súplicas y ruegos por los pecados de este mundo. Y ahí seguía parado entre aquella gente alegre y divertida que ni siquiera se había fijado bien en él todavía. Mas no tardaban en hacerlo, porque en ésas se acabó aquel Siboney embrujado y él salió disparado rumbo al tocadiscos, para volverlo a poner, pero para volverlo a poner y poner y poner, ad infinitum y así me maten, ¿me oyen?, ¿me han oído?, ¿ya me oyeron? Y ahora sí que el sonriente pero nervioso desconcierto de todos no tuvo más remedio que reparar en él.

– Yo quiero bailar con ella -dijo, entonces, Carlitos, con el brazo de mando en alto y todo, más una voz absolutamente desconocida y como de imprevisibles consecuencias. Y agregó-: Y voy a bailar con ella, porque no tardo en saber quién es. Que ya lo sé, por otra parte, desde hace algunas horas. O sea que ya me pueden ir dejando esa canción para siempre. Y entonces bailaré para siempre, también, claro que sí. Y defff-fi-ni-ti-va-men-te.

La cosa sonó como de locos y los padres de Carlitos y sus invitados bailaban ahora, pero con gran insistencia, con verdadero ahínco, con total entrega, y más a la danza de arte, ya, que al baile bailongo, en fin, cualquier cosa con tal de no verlo metido de esa manera en la fiesta y, sobre todo, para no haberlo escuchado nunca jamás en esta vida. Porque borracho no estaba, no, qué va, Carlitos de Coca-Cola no pasa, y más bien había en su mirada negra, intensa, extraviada, y en su risa para quién, ¿se han fijado?, un profundo misterio, la mezcla tremebunda de algo como exageradamente gozoso, pero además exageradamente glorioso, también, aunque asimismo muy doloroso, sí, sumamente doloroso, al fin y al cabo.

– Che, parece que el pibe andase en busca del absoluto -comentó el cardiólogo argentino Dante Salieri, alias Che Salieri, que siempre se ponía un poquito pesado, a partir del tercer whisky, y ya iba por el quinto.

– Anduviese y cambiemos de tema -le respondió un verdadero coro, ahí en la terraza ya troppo danzante-. Anduviese y punto, querido Che…

– Ah… Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano…

– Sabido es, mi querido Che -se reafirmó el coro, ahí en la terraza aún más danzante, si se puede-, que en Bogotá y en Lima se habla el mejor castellano de América. En Buenos Aires, en cambio, che, Che…

En fin, ya cualquier cosa danzante y coral, con tal de no ver a Carlitos Alegre, que por fin había descubierto que ella se llamaba Natalia de Larrea y le estaba contando, pisotón tras pisotón, que no se explicaba por qué su papá había iluminado tan bárbaramente la terraza y el jardín y la piscina, esa noche, el agua de la piscina creo que además la ha puesto a hervir, ¿a ti no te parece, Natalia?, y que a él esa iluminación de fuego como que se le había metido en el alma, aun antes de regresar de estudiar, esta tarde, en casa de unos mellizos de apellido Céspedes Amargura, que, no sé por qué, como que muestran un desmedido interés por conocer a mis hermanas Martirio y Consuelo, o son sólo disparates que a mí se me ocurren, con lo distraído que dicen que soy, je, je… ¿tus hermanas cómo, Carlitos…?, mis hermanas Cristi y Marisol, perdón. Y entre pisotón y pisotón, también, Natalia de Larrea había logrado domesticarle el mechón de pelo izado, en repentino arrebato simultáneo de ternura y de pasión, y ya estaba convencida de que jamás en su vida había escuchado palabras tan alegres, tan vivas, tan excitantes, tan profundamente sinceras y calurosas, y como que quería comerse vivo a Carlitos Alegre.

Ella besarlo no podía, claro, porque estaba en casa de los propios padres de Carlitos y entre tantos amigos, y tampoco podía cheek to cheek, por las mismas razones, ni mucho menos apachurrarlo hasta matarlo, y después morirme, claro que sí, porque además seguro que hasta le doblo la edad, me muero, ay, qué ansiedad, Dios mío. Entonces probo el sistema de los muslos, que practicara en algunas fiestas con el sinvergüenza y canalla de su ex marido, el que la mataba a palos y mucho más, algo medio de burdel y todo, y empezó a ir de casi nada a apenas y de ahí sin duda demasiado rápido a más y más, demasiado para Carlitos, en todo caso, en ese adelantito y atrasito con toquecito y quedadita, porque lo cierto es que en menos de lo que canta un gallo ya Carlitos Alegre parecía un andarín loco que tiene la ansiada meta olímpica ante sus narices y justo se le cruza el Himalaya. La verdad, estaba ridiculísimo, pero a Natalia de Larrea hacía mil años que nada le alegraba la vida en esta ciudad nublada y triste, y a Carlitos Alegre, además, lo estaba queriendo mucho. Pensara lo que pensara y dijera lo que dijera esta ciudad nublada y triste, horrible, a Carlitos Alegre lo estaba queriendo muchísimo, lo estaba queriendo de verdad, y lo iba a querer contra viento y marea. Sí, contra viento y marea y pase lo que pase en esta Lima tristísima para una mujer como yo, condenada, más que condenada, y de nacimiento, casi. Y condenada sin casi en esta Lima de cielo eterno color panza de burro y, peor todavía, como me dijo el otro día en la hacienda el negro Bombón, yo a Lima no vuelvo más, señorita Natalia, con ese cielo color barriga de ballena muerta, le cala negativo a uno el alma, de su natural festiva, su cielo ese tan plomo de usted desde la mañanita, señorita Natalia. Pues tiene toda la razón, el muy picaro de Bombón, por ignorante que sea, sí: cielo de ballena, y muerta, además, qué asco, Dios mío, pero sea como sea y contra quien sea, yo a Carlitos lo quiero toditito para mí solita y… Y basta de hipocresías y moralinas, sí, basta, basta, hasta aquí llegué contigo, Lima de eme, porque Natalia de Larrea, la guapísima, la qué tal lomo, la cuerpazo -«¡El de mi patroncita sí que es un cuerpo, carajo, y no el de la Guardia Civil!», dicen que había exclamado el muy tremendo de Bombón, una mañana en la hacienda, gracias por el piropazo, negro bandido, aunque mejor para ti que yo ni me entere, negro atrevido, pero negro ricotón, sí, eso sí, y tú también, limeña hipócrita, Natalia-, la maltratada, la abandonada, la deseada, la codiciada, pero ahora la resignada acaba de decir basta, sanseacabó, punto final, sí, señoras y señores, porque yo, Natalia de Larrea, adoro a Carlitos aunque me mate a pisotones y qué tal ametralladora de muslazos, qué rico, caray, uauu, como cuando yo tenía más o menos su edad y en las fiestas nos pisoteábamos todos y nos dejábamos puntear toditas sí, tanda de hipócritas, sí, así, con todas sus letras aquello era una punteadera general y a mí ya Lima entera quería hacerme reina del carnaval, pobre Natalia, y hasta el negro Bombón, un muchachito, entonces, decía la señorita Natalia ha llegado bien maltoncita de Lima, este verano, qué querría decir el muy pícaro, ¿que ya la fruta más preciada del patrón había empezado a ponerse en su punto?, oscuro presagio, nubarrones en el horizonte, los peores augurios, pobre de mí y de mi vida, desde entonces, ay, pero uauu qué rico y con amor, uauuu, te quiero, Carlitos, ay, uauu, para siempre, mi Carlitos…