– Yo le juro que yo no lo invité -le dijo Consuelo, avergonzadísima, llorando casi.
– ¿Entonces, no podré ir? -le preguntaba Carlitos-. ¿No tendré la gran suerte y el gusto de poder acompañarla?
– Yo le juro que sí tendrá la suerte, Carlitos.
– Así me gusta, Consuelito, pero yo creo que mejor nos tuteamos, ¿no?
– Sí, Carlitos, yo le juro que sí.
– El sábado a las ocho, en punto, paso a recogerla, Consuelito. Ah, y de paso, dígales a sus hermanos, y ríase, o ríete, mejor dicho, bastante, de mi parte, cuando se lo digas, que este sábado sí que ni sueñen con mi chofer y mi Daimler. Diles que ambos están súper reservados para ti y para mí.
– Súper reservados, sí, Carlitos -repitió, casi, Consuelo, pero sonriéndose y tuteándolo, esta vez, por fin.
Carlitos colgó, sonrió, pidió el desayuno, sonrió mucho más al imaginar a Consuelo dándoles la noticia del Daimler no disponible, a sus hermanos, y luego se aterró cuando se dio cuenta de que también él tendría que darle la noticia del Daimler a Molina. ¿Molina llevándolo a una fiesta con una chica que, encima de todo, era hermana de los mellizos? ¿El eterno chofer de la familia de Larrea y Olavegoya manejando el Daimler con Consuelo y él, sentados ahí atrás, en el saloncito posterior rodante, sin tener la absoluta certeza de que lo que estaba haciendo no le molestaba a la señora Natalia? ¿A su venerada doña Natalia?
Carlitos no soportó más tanta tensión, y, mientras desayunaba, como siempre en compañía de Luigi y Marietta, y atendido por Julia, pidió que llamaran a Molina y también a Cristóbal, el mayordomo, les soltó el largo cuento de sus temores y angustias sabatinos, y, para su gran sorpresa, fue nada menos que Molina el que les explicó a todos que el joven Carlitos estaba cumpliendo con un deber de generosidad y sensibilidad al acompañar ese sábado a una señorita que se merecía eso, y mucho más, y que, seguramente, también, ni había soñado siquiera con invitarlo a fiesta alguna, porque la señorita Consuelo era tímida de solemnidad, y, con toda seguridad, habían sido sus hermanos, ese par de…, ese par de…, los autores de esa carta. En fin, él ya les contaría, más tarde, acerca de ese par de, porque ahora acababa de desayunar y no quería amargarse una agradable digestión, pensando en la calaña de gente trepadora que puede existir en esta ciudad, en estos tiempos de… En fin, me callo. Y ya irán saliendo las cosas, poco a poco, y a su debido tiempo, pero, eso sí, de algo estoy muy seguro, y es que, al igual que sus padres, y, antes que éstos, los padres de sus padres, la señora Natalia se sentirá muy contenta cuando regrese a Lima y se entere de la buena acción cumplida por aquí el joven Carlitos. Y, de más está decirlo, yo me enorgullezco, desde ahora, de estar al volante del Daimler, este sábado, rumbo a esa fiesta del colegio Rosa de América…
Molina obtuvo unanimidad y Carlitos se lo agradeció muchísimo, no bien estuvieron solos en el Daimler, rumbo a la calle de la Amargura, precisamente, aunque hoy, como todos los días de clases universitarias, sólo para dejar ahí a Carlitos y que siguiera rumbo a la Escuela de San Fernando y su peligrosidad medioambiental, ya en el robable y desvalijable cupé verde de los mellizos ésos.
Hechos puré andaban los mellizos con la noticia que les había dado su hermana Consuelo, acerca del Daimler y el sábado. Ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, lo cierto es que a la muchacha triste hasta se le había escapado su sonrisita de maligna felicidad, mientras les soltaba lo del carrazo y su chofer Molina, exclusivamente para ella, su amigo Carlitos, y la fiesta del colegio Rosa de América, este sábado por la noche. Pues sí, eso mismo le había dicho Carlitos a ella, que el Daimler y su uniformado con gorra y todo serían íntegros para ella y para él y que ni ruegos ni nada, ellos tendrían que aceptar que, para la fiesta de sus amigas telefónicas, no les quedaba más remedio que hacer uso de su viejo cupé, sí, señores, del carromato ese, y ya verán ahora que llegue Carlitos, él mismo se lo dirá, nones, este sábado sí que ni sueñen con llegar al caserón ese de la avenida Javier Prado con chofer y Daimler albiones.
– ¿O no es así, Molina? -le preguntó Carlitos al uniformado de gorra y bigote anglos, mientras bajaba del Daimler en la calle de la Amargura y se disponía a realizar el transbordo al Ford cupé de tercera mano que los internaría, a él y a los mellizos, en las movedizas y turbias aguas de la avenida Grau y el barrio de La Victoria, allá donde queda la Escuela de Medicina de San Fernando y el otrora bien botánico Jardín Botánico de Lima.
– Pero, señor Molina -dijeron, a dúo, Arturo y Raúl.
– Yo sólo obedezco órdenes de doña Natalia de Larrea, jovencitos.
– Pero, Carlitos -imploraron, casi, también a dúo, los mellizos.
– Y yo sólo obedezco las razones por las que obedece el señor Molina, muchachos.
Hechos puré, pues, quedaron los pobres Arturo y Raúl, y eso que no vieron a su hermana Consuelo asomadita, sí, asomadita por una vez en su vida a la ventana, allá en los altos de la casona demolible, y por una vez sonriente, también, y, a lo mejor, hasta feliz, un poquito malignamente feliz, quien sabe, podría ser, y qué bueno fuera, mellizos de mierda, para que aprendan a tratar a su hermana, y para que sepan lo que vale un peine, carajo, también.
O sea que, para que nadie los viera llegando en ese carromato de tercera mano, los mellizos optaron por estacionarse lejísimos del caserón inverosímil de la familia Quispe Zetterling, aquel sábado del fiestón y la presentación, que ahí todo el mundo tomó por presentación en sociedad de alguien, aunque, la verdad, nadie sabía muy bien de quién, porque a Lucha y Carmencita acababan de organizarles tremenda fiesta de debutantes, hacía apenas algunas semanas, y a los mellizos Céspedes Salinas esos, a santo de qué organizarles nada, si nadie sabía ni de dónde habían salido siquiera, pero lo cierto es que aquel sábado todos llegaban contando que bueno, que sí, que a mí me han llamado para presenciar una presentación y, de paso, eso sí, divertirnos como nunca y bailar hasta la madrugada, y, tú, Gonzalo, por ejemplo, cuéntanos con qué motivo te invitaron a ti.
– La verdad, ni me acuerdo, viejo. Pero, bueno, digamos que, por si acaso, yo ya vine presentado.
Y la gente se mataba de risa, y todos ahí se decían El gusto es entero, enterito mío, o eso te pasa por impresentable, Ramón, pero lo cierto es que el whisky corría en cantidades industriales y que dos españolones recién desembarcados en busca de América y un trabajito o un braguetazo, optaron aquella noche por clavar su pica definitiva en Lima, ¡coño!, porque aquí hasta los músicos beben whisky, ¡verdad!, ¡coño!, ¡y tan verdad como que yo aquí me quedo, joder!, ¡y a esto sí que le llamo yo descubrir América, coño!, pero dime, tú, Joaquín, ¿y qué serán esas jarras de líquido azul?
– Pues agua, compatriota, que otra cosa no es. Que yo ya la he probado y es agua. Y el hielo es de color rojo, rojo como la sangre, sí, señor. Y así parece que, en Lima, a la gente le da por beber las cosas de muchos colores. Y mira tú lo que es viajar e ir viendo mundo.
– ¿Y al agua le tocó el azul?
– Como que yo soy de La Mancha, sí, señor.
– ¡Cono! ¡A mí que me den una pica para clavarla aquí mismo, esta misma noche.
– ¡Salud!
– ¿De qué color?
Todo aquello de los colores era invento de doña Greta Zetterling de Quispe Zapata, malditos apellidos los del pobre primer contribuyente, una mujer hermosa hasta decir basta, de unos ojos azules muy grandes y duros como dos inmensas aguamarinas, de piel blanquísima, de pelo tirando a rojo y sin un toque de tinte, de buenas joyas, aunque demasiadas para una sola noche y como que muy grandazas, todas, también, aunque deben de valer su peso en oro porque falsas no son, definitivamente, ya que en el vocabulario de don Rudecindo Quispe Zapata, y también en su vida, la palabra «falso» sencillamente no existía, ni había sido ni iba a ser inventada jamás, pues lo suyo fue siempre el trabajo de sol a sol y la honestidad a toda prueba. Y Lima entera lo supo así, en muy poco tiempo.
Y, también, así como doña Greta era extrovertida, bailarina, botarate, multicolor y hasta multiascensor (lo de los mil teléfonos arcoiris y los tres ascensores multiusos era todo, absolutamente todo, cosa de ella; era idea, capricho, antojo, o lo que sea, de doña Greta y su exuberancia), don Rudecindo era todo gomina y cabello sumamente planchado, día y noche, para que no se le encabritara, el maldito pelo tipo cerda, cuando uno menos lo piensa, y todo un caballero ejemplar, eso sí, y hombre de muy pocas palabras, ningún baile, ni una sola querida, tampoco visita alguna a burdel ninguno, y puro trabajo y amor por su esposa e hijas, que, aunque con ríos de aguas azules y flores de plástico, de preferencia, y Danubios azules y verdes o rojos, al bailar, lo adoraban también, y le eran, las tres, de una fidelidad que, pronto, muy pronto, también Lima entera admitió y respetó, aunque, claro, eso del agua azul, el hielo color sangre y los postres teñidos andinamente, como que está de más, ¿no te parece?, bueno, sí, tal vez, aunque a mí me parece más bien que está muy a tono con la casa…
– Es que la casa, hija…
– Es que la cosa, mamá…
Era, el de los Quispe Zapata Zetterling, un mundo hecho a la medida de los mellizos Arturo y Raúl Céspedes Salinas, que, en efecto, aquel sábado no pararon de presentarse una y otra vez a las hermanas Lucha y Carmencita, y de representarse como los futuros muy próximos primeros médicos del Perú, y hasta como el Duque y el Oso, entre aguas de colores y patos rojos de hielo y gansos verdes de hielo y flores multicolores de plástico, multicolores mas no multiarcoiris, claro, porque eso ya sería una redundancia y…