– Usemos el ascensor, entonces, mi amor, que se llega bastante más rápido. ¿No te parece?
Luigi y Marietta habían fallecido, y también Molina, que en la vejez se descubrió una gran habilidad como contador y hortelano, y ahora a Julia y Cristóbal la entera responsabilidad del fundo les quedaba cada día más grande. Pero, en fin, era su huerto, y que ellos vieran lo que hacían con él. Que lo alquilaran, que lo vendieran, que lo lotizaran, allá ellos. La propia Natalia ya no lograba imaginarse muy bien cómo era el Perú, quince años después de su partida y con tantas reformas, aunque todos los amigos limeños que recibía en París o en su villa de la costa la habían convencido de que había cambiado para siempre, para bien y para mal, lo cual le resultaba cuando menos paradójico y aumentaba en ella esa sensación de total lejanía. Y aunque su curiosidad siempre la llevaba a prestar particular atención a las noticias que le traían los galeones, como decía ella, ya nunca supo cómo procesar toda esa información ni mucho menos se sintió con derecho para dar consejo alguno acerca de nada. Y con el tiempo se abstuvo hasta de hacer comentarios acerca de una realidad que le resultaba totalmente ajena.
Carlitos también se mantuvo bastante alejado de todo aquello, aunque sí volvió a ver a los mellizos Céspedes, o en todo caso a cruzarse con ellos. Fue con ocasión de un congreso sobre el Mal de Chagas, que tuvo lugar en la ciudad de Salta, Argentina, pero apenas conversaron un rato, y, como suele decirse, ninguno de los tres soltó prenda, a pesar de la extrema afabilidad de la que hizo gala Carlitos. En realidad, fueron los casi irreconocibles mellizos los que crearon la distancia que impidió cualquier acercamiento real, y, no bien él les mencionó la posibilidad de escaparse de algún acto protocolar e irse a comer por ahí, antes de que terminara el congreso, los dos como que dieron un paso atrás, a todo nivel, ahondando triste y absurdamente la distancia inicial, aunque no rechazaron explícitamente su iniciativa y más bien parecieron dudar. Pero fueron el gesto, la actitud, la parca e indecisa respuesta, y el temor a algo que él no lograba imaginar, los que convencieron a Carlitos de que esa escapada jamás tendría lugar y que se había encontrado con unos mellizos Céspedes Salinas que ya no eran ni Arturo ni Raúl, los disparatados amantes del firmamento, las cumbres, mecas y estrellatos sociales, con lo cual sabe Dios en quién se habría convertido él también para ese par de médicos dermatólogos totalmente desconocidos en el mundo académico y profesional.
Pero Carlitos bajó la guardia, dejó filtrarse un viejo cariño, y empezó a averiguar qué había sido de los mellizos que él conoció. Con un gran esfuerzo de memoria, los puso en situación, primero, retrocediendo hasta 1957. Los mellizos eran dos años mayores que él, o sea que iban a cumplir o acababan de cumplir los veintiún años, aquella mayoría de edad que él tanto anhelaba, entonces, y que determinó su vida. Y, claro, ellos en aquel momento salían con las chicas de los teléfonos y las aguas de colores. Los mellizos eran felices y él no se había despedido ni de Arturo ni de Raúl. Tampoco de su triste hermana Consuelo, la de la frase aquella tan demoledora, la de la serpentina fatal. Dos médicos peruanos que asistían también al congreso le contaron que, en efecto, los doctores Céspedes Salinas se habían casado, antes de terminar su carrera, con las hijas de un señor muy adinerado, de apellido Quispe Zapata. Hubo fuegos artificiales y champán en cantidades industriales, en un caserón de la avenida Javier Prado.
– En fin, doble boda, doctor Alegre -le contó uno de los médicos peruanos-. Y don Rudecindo, que así se llamaba el suegro, ahora que lo pienso, tiró la casa por la ventana dos veces el mismo día, según se comentó entonces. Pero más no le podría decir, francamente, porque yo entonces no conocía a los doctores Céspedes Salinas y no fui testigo de nada.
– Tampoco yo -le comentó el otro médico, sonriendo con una mezcla de sarcasmo y evidente mala leche-; pero como la avenida Javier Prado se acabó, fácilmente se podría deducir que don Rudecindo, su señora, sus hijas, y sus yernos, los doctores Céspedes Salinas, se acabaron también… Salvo que, claro… Pero, bueno, serían únicamente elucubraciones mías, porqué la verdad es que no sé nada más y ya sólo podría imaginar…
No imaginaba nada mal, el segundo médico peruano, con su pérfido sarcasmo, porque la realidad fue que así como de Consuelo nunca más se supo, como sucede siempre con esta gente callada y resignada, también los mellizos terminaron convertidos en los tipos callados y resignados que Carlitos acababa de ver. Es cierto que, antes de apagarse, intentaron seguir con su camino a la meca y al firmamento más estrellado y colorido, y que hasta estuvieron dispuestos a pegarles la gran corneada a Lucha y Carmencita Zetterling Q. Z., como las llamaban ellos, con todo el desparpajo del que hacían gala entonces, pues mil veces intentaron acercarse a Cristi y Marisol, las codiciadísimas hijas del doctor Roberto Alegre, con el pretexto de recordar al muy ingrato de Carlitos, que se nos largó y que, en fin… Pero los anteojos negros para penas importantes en entierros lustrosos [sic] fueron siempre un impedimento total, para estas dos lindas muchachas -y así se lo comentaron ellas mismas a Carlitos, en más de una ocasión-, hasta el extremo de que jamás se dignaron volver a mirarlos o a escucharlos, no bien desapareció su hermano. Tampoco lograron los pobres Arturo y Raúl acercarse nuevamente al doctor Roberto Alegre, con la finalidad de ingresar a hacer sus prácticas en su clínica privada, y de ejercer también ahí, no bien se graduaran de médicos dermatólogos.
En fin, que los pobres rebotaron al mundo multicolor de doña Greta y don Rudecindo, que todo lo perdieron a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuando los cambios cholos y militares aquellos, según su propia expresión, aunque hace muchos años que ni Arturo ni Raúl Céspedes Salinas expresaban ya nada y se habían convertido más bien en los personajes chatos y opacos que Carlitos acababa de ver, y que lo único que habían hecho con creces, en toda su vida, había sido regalarle a su madre la casona demolible de la calle de la Amargura, poco antes de la caída final de don Rudecindo Quispe Zapata. Desde entonces, los mellizos se habían ido encogiendo, o tal vez habían ido recogiendo las velas que lanzaron a la vida, más bien, y ahora eran esos dos seres resignados, callados y sin vida, como su hermana Consuelo, que se limitaban a ver pasar un mundo nuevo y cholo, cada día más cholo, mierda, con un odio contenido y más bien callado, aunque lleno de ideas y conceptos muy despectivos, eso sí, y profundamente reacios al más mínimo cambio e innovación. Los pobres no aprendían ni olvidaban nada, sólo callaban, y quien los conoció en los años cincuenta debe de sentir mucha pena al verlos pasar nuevamente en dos gigantescos automóviles norteamericanos, de esos de, en fin, de cuando entonces, ya bastante chatarreados, ahora en 1974, y cada vez más parecidos a su viejo Ford cupé del 46, en triste círculo vicioso o patético eterno retorno, llámelo usted como quiera.
– Deberíamos haberle aceptado la invitación a Carlitos Alegre -le decía Arturo a su hermano Raúl, en el vuelo de regreso de Salta a Lima-. Nos dejó dos mensajes en la recepción, avisándonos que tenía la noche libre, y ni siquiera le contestamos…
– Con un tipo tan distraído nunca se sabe, Arturo. Imagínate que nos lleva a un lugar elegante y caro y que hubiéramos tenido que compartir la cuenta… ¿Tú te habrías atrevido a decirle la verdad?
– No lo sé… ¿Tú?
Y mientras el avión en que regresan a Lima los mellizos aterriza en el aeropuerto Jorge Chávez, don Luciano Quiroga, que se viera presidente del Perú, no pasó de senador, y sin pena ni gloria, además, sólo muy reaccionariamente, y hoy está muy lejos ya de ser el primer contribuyente de nada, odia a un chiquillo descamisado y sucio que intenta limpiarle la luna delantera del mismo Mercedes modelo playboy con el que, cuando entonces, quiso poseer o matar a Natalia de Larrea, una de dos.
– ¡Ponte verde, de una vez, pues, semáforo de mierda!
Y aunque tarde e irritándolo aún más, el semáforo termina por ponerse en verde y don Luciano mete pata a fondo, porque sí, porque le da su real gana, porque él es don Luciano Quiroga, y qué, pero ni el Mercedes ni el playboy jalan, ya, sólo meten todos esos ruidos molestos e inútiles, todos esos chirridos y chasquidos, y el cholito descamisado que intentó limpiarle la luna delantera lo sigue mirando, como desde otro mundo.
– ¡Peruano! -le grita, entonces, realmente furibundo, al absorto chiquillo, don Fortunato Quiroga, que se viera presidente, cuando entonces. Hoy por hoy, éste es el peor insulto que un tipo como él puede concebir.
Y mientras el vuelo en que Carlitos Alegre regresa de Salta, vía Buenos Aires, aterriza en el aeropuerto de París, Natalia de Larrea hace el amor frenéticamente con un muchacho casi treinta años menor que ella. Y que se joda Carlitos, al ver que esta vieja de eme todavía los puede encontrar mucho menores que él. El sueño cumplido de esta mujer adorable, y adorada, fuerte como una roca, y débil como la que más, acababa de convertirse en pesadilla, así de golpe, aunque ninguna de sus amigas podría negar que se trataba de un largo proceso interior que sin duda alguna se había ido agravando a medida que Natalia, aún tan hermosa, o siempre tan, tan hermosa, para ser más exactos, se había ido acercando, a pasos agigantados -así lo vivía, lo vive, ella-, a los cincuenta años de edad. El propio Carlitos, siempre tan distraído, y más todavía ahora en que vivía entregado a la ciencia y se había visto convertido en un investigador famosísimo, con tan sólo treinta y tres años de edad, pero que continuaba disparando copas de champán, aunque ahora por los aires del mundo y de continente en continente, como quien dice, no era en absoluto ajeno al drama interno de su adorada leona y qué no hacía por complacerla, la verdad.
Como hace pocos días, justo antes de partir a su congreso de Salta, en que Natalia recordó el día aquel, poco después de conocerse, en que convirtieron en deliciosa alcoba del huerto muchas habitaciones de hoteles mientras jugaban a las despedidas inventadas y los reencuentros de milagro, por el centro de Lima y sus alrededores, para que él se fuera acostumbrando a sus viajes de negocios, y ella se iba cambiando constantemente de trajes y se le aparecía por aquí y se le desaparecía por allá, con gran riesgo de un desencuentro real, como efectivamente sucedió, debido a un pequeño e involuntario error en la trama, que la obligó a ella a correr en busca de un banco, porque se había quedado sin dinero para seguir con su juego, en el Mini Minor rojito para travesuras, ¿te acuerdas, mi amor?