En el dormitorio de la señora Isabel, su suegra, que ya había vuelto en sí y dormía, ahora, la madre de Carlitos pensaba en todo lo ocurrido, en su amiga Natalia, en los amigos que se volvieron locos, en su hijo, en sus diecisiete años, apenas, tan lejos todavía de esos veintiuno que eran la mayoría de edad, según las leyes del país, en fin… Y pensaba también que nada se iba arreglar con los ramos de flores, las llamadas y las mil disculpas que iba a recibir, con las tarjetas llenas de explicaciones y nuevas disculpas. Todo resultaría inútil. Ella conocía muy bien a Natalia, sus heridas sus frustraciones, su sensibilidad a flor de piel y su fragilidad, a pesar de ese aspecto imponente, y sabía también de su aburrimiento, de sus ansias de vivir, y de su tremenda y reprimida sensualidad. Y ni qué decir de su hijo. La señora Antonella conocía a Carlitos a fondo, su total ingenuidad, su eterno despiste y su absoluta carencia de malicia, pero también su apasionamiento y su obstinación, tan grandes como su deslumbrante inteligencia y su fuerza de voluntad a prueba de balas. Cuando Carlitos se empecinaba en alcanzar una meta… Algo muy serio estaba ocurriendo entre ambos, así, de golpe, tan repentina como inesperadamente, sí, quién lo habría dicho, quién lo habría imaginado siquiera… Pero bueno, tenía que ocuparse de su esposo, ahora. Los dos necesitaban un gran descanso y la cama matrimonial había sobrevivido a la batalla campal, felizmente. Ahí la esperaba Roberto, bastante magullado y adolorido, pero con la seguridad de que no tenía nada roto. Se abrazaron, se besaron, y los dos dieron las gracias al cielo porque ni Cristi ni Marisol habían estado en casa para presenciar el horror ocasionado por el efecto Siboney sobre su hermano Carlos. Mientras tanto, Carlitos dormía profundamente en una habitación de la clínica Angloamericana. Le habían desinfectado y parchado todas las heridas, le habían puesto tres puntos en la ceja derecha, y le habían tomado toda clase de radiografías, ya que a la pregunta: ¿A ver, cuénteme qué le duele, jovencito?, respondió: La verdad, doctor, tengo todo tipo de dolores por todas partes. Soy un dolor que camina, para serle sincero. Y Natalia, que dormía ahora también en la cama del acompañante, soltó sus primeros lagrimones de amor en casi dos décadas, y como que regresó del todo a la belleza de su adolescencia, a su reinado de carnaval y al único hombre que amó en su vida, muerto trágicamente a los veintidós años, cuando regresaba en automóvil de su hacienda norteña.
– Radiografíelo íntegro, doctor -le dijo al joven médico de guardia-. Y dele todos los calmantes que pueda. Que no sufra, por favor, doctor, y que duerma, que descanse, que por fin termine para él este día atroz.
Lo de Natalia había sido un ruego, con voz temblorosa, implorante, muerta de pena, y hasta con nuevos lagrimones, pero a ella los ruegos y súplicas le quedaban tan bien, tan hermosos y sensuales, tan ricotones, caray, que, milagro, más que implorar parecía estarse desnudando ante la vista y paciencia de un desconocido. Y así, nadie en este mundo podía decirle que no, y mucho menos un joven médico que cumplía su guardia nocturna sin grandes novedades ni accidentes, y que andaba bastante aburrido cuando le trajeron a un muchacho llenecito de golpes y a la señora esta que pide las cosas tan escandalosamente. O sea que a Carlitos lo radiografiaron hasta decir basta y lo calmaron y sedaron hasta el mediodía siguiente, porque los ruegos y súplicas de la monumental Natalia de Larrea no eran órdenes sino striptease, más bien.
Natalia lo tenía todo planeado cuando su Carlitos despertó. No pasarían el fin de semana en su casona del malecón de Chorrillos, sino en el huerto, que no quedaba tan lejos. Y no le avisaría ni siquiera a Antonella, por más amigas que fueran. Confiaba cien por ciento en ella, pero lo prefería así. Además, Antonella sabía perfectamente que su hijo estaba con ella y que por ese lado no tenía de qué ocuparse. Carlitos estaría perfectamente bien atendido y con seguridad, ya había pasado por el servicio de urgencias de algún hospital o por alguna posta médica. Nada realmente grave le había ocurrido.
– Nos vamos a un huerto, Carlitos. Hasta que te sientas bien y no te duela absolutamente nada. Y sobre todo por precaución. No lo creo ya, pero esos señores que te pegaron son tan burros y deben de estar tan ofendidos, tan heridos en su amor propio, tanda de vanidosos, que no es imposible que dos o tres de ellos, y hasta los cuatro, se vuelvan a juntar, se tomen sus copas para envalentonarse, y se presenten en mi casa en busca de más camorra.
– Cuando quieran y donde quieran, Natalia, porque yo todavía no he terminado con ellos -dijo Carlitos, envalentonadísimo, pero sin lograr adoptar postura pugilística alguna, porque el dolor lo frenó en su intento.
– Amor, olvida ya todo eso. Lo único importante es lo que está por venir. Y eso es todo nuestro. Como el huerto, donde sólo entrará la gente que a nosotros nos guste.
Carlitos abandonó la clínica, bastante adolorido aún y con el ojo derecho y el labio inferior sumamente hinchados. Le costaba trabajo hablar y hasta rengueaba un poco mientras se dirigía al automóvil de Natalia, pero nadie lo iba a callar ese fin de semana en el huerto.
– ¿Adonde queda, mi amor? ¿Adonde queda el huerto de mi amada?
– En Surco; a unos cuantos kilómetros más allá de Chorrillos. Lo cuida un matrimonio italiano, una pareja encantadora que trabajó también para mi papá, hasta su muerte. Los dos cocinan delicioso. Y también les he pedido a mi mayordomo y a una empleada que se vengan de mi casa para que te atiendan a cuerpo de rey. El huerto será nuestro refugio.
– ¿Un nidito de amor, je?
– ¿Y por qué no? ¿Tienes alguna buena razón para que no sea así?
– Bueno, mi edad…
– ¿Y la mía, Carlitos…? Mira, si tú te pones a pensar en tu edad y yo en la mía, estamos fritos.
– Natalia de mi corazón…
– Chiiisss… No hables tanto, que debe de dolerte mucho ese labio. Lo tienes bien hinchado, mi amor.
– Na-ta-lia-de-mi-corazón…
– Por no quedarte callado, anoche, ahí debajo de la cama, mira todo lo que te pasó. Y pudo ser mucho peor.
– Pero aquí estamos, en tu automóvil, libres y solos, y rumbo al huerto de mi amada…
– ¿Sabes que ése es el nombre de un viejo vals criollo?
– ¿El huerto de mi amada? Ni idea. ¿Y Siboney? ¿Me tocarás Siboney? A lo mejor ni tienes esa canción, nuestra canción.
– Tú no te preocupes de nada. Si no la tengo, la mandamos comprar.
Natalia pensaba en el camino que habían recorrido, rumbo al huerto. Atrás habían ido quedando barrios enteros, distritos como San Isidro, Miraflores, Barranco, ahora que ya estaban llegando a Chorrillos y torcían nuevamente, en dirección a Surco. Ahí se acababa la ciudad de Lima y empezaban las haciendas y la carretera al sur… La idea le encantaba, le parecía simbólica: los distritos y barrios residenciales en los que vivía toda aquella gente, todo aquel mundo en el que ella había pasado los peores años de su vida, siempre juzgada, criticada, envidiada, tan sólo por ser quien era y poseer lo que poseía, y por ser hermosa, también, para qué negarlo, si es parte de la realidad y del problema, parte muy importante, además; esos malditos San Isidros y Miraflores, y qué sé yo, iban quedando atrás. Como había quedado atrás aquel matrimonio juvenil al que la forzaron por estar encinta de un hombre tan brutal y celoso, tan lleno de prejuicios, tan acomplejado, tan braguetero, y todo para que su única hija naciera muerta y aquel sinvergüenza se largara con otra mujer y una buena parte de su dinero… En el huerto nada de aquello existía o, en todo caso, había quedado atrás para siempre; el huerto lo habitaban sólo dos viejos inmigrantes italianos, Luigi y Marietta Valserra, esa entrañable pareja que jamás le pediría cuentas de nada porque ellos venían de otro mundo y nunca juzgaban a nadie, como si a su manera, y por sus propias razones, hubieran repudiado a la ciudad maldita e hipócrita. También ellos se habían refugiado en el huerto, pensándolo bien…
Estaban llegando cuando Natalia le preguntó a Carlitos, sonriente, muy divertida, con todo el cariño del mundo:
– ¿Sabes que te estoy llevando al huerto?
– ¿Y adónde, si no?
– Estoy pensando en otra cosa, mi amor. ¿Sabes lo que quiere decir «Llevarse a alguien al huerto»? Yo no sé si en el Perú se usó esa expresión, alguna vez, y después se perdió. O si nunca se utilizó. Pero en España sí se emplea y el diccionario de la Real Academia dice, más o menos, que llevarse a alguien al huerto quiere decir engañar a alguien. Y, actualmente, mucha gente usa la expresión sólo con el sentido de llevarse a alguien a la cama con engaños… ¿Qué te parece?
– Me parece que estoy en tus manos y que no me han cerrado un ojo sino los dos. Pero digamos que por ahora no importa.
– ¿Conque ésas tenemos, no?
– Dame huerto, Natalia. Todo el huerto que puedas.
– Y para después, ¿qué propones?
– Huerto para siempre, estoy seguro. Porque, ademas, en mi casa no creo que quieran recibirnos.
– El huerto, Carlitos. «Hemos llegado a nuestro destino», como dicen a veces.
– Suena muy bonito, Natalia. Y a mí me suena muy real, también.
– Dios te oiga y Lima nos olvide…
Natalia tocó la bocina e inmediatamente aparecieron Luigi y Marietta para abrir la gran reja de par en par y dar paso al automóvil. Y ahí venía ahora la pareja por el camino de grava bordeado de inmensos árboles que llevaba hasta una antigua y preciosa casona campestre, cubierta de buganvillas. Luigi era alto y enjuto, y Marietta algo gorda y más bien baja. Los dos tenían el pelo blanco, la piel muy colorada y arrugada y sabe Dios qué edad. ¿Cuántos años podían tener? Pues muchos, porque habían llegado al Perú con el siglo y siendo mayores de edad. Sin embargo, tanto él como ella pertenecían a ese tipo de gente en que el paso de los años se detiene un día para siempre. Y, como afirmaba siempre Luigi, tanto a él como a su Marietta le quedaban aún muchísimas jornadas de trabajo en el cuerpo, muchísimas, sí. Y verdad que se les veía fortachones y enteritos.
A Carlitos, en cambio, parecían quedarle apenas minutos de vida, y es que mientras el matrimonio italiano cerraba la reja y se acercaba a saludarlos, él permanecía totalmente ido en su asiento del automóvil. Ido, con la boca abierta, la respiración entrecortada, y la cabeza aplastada contra el respaldar. Y ni cuenta se dio de que Luigi y Marietta le habían dado la bienvenida y él les había respondido con un gesto algo papal, elevando ambos brazos con las palmas de la mano abiertas, como quien va levantando algo poquito a poco, y luego despidiéndolos con un Vayan con Dios, hijos míos.