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– Entiendo, Carlitos, entiendo…

Fue viernes de verdad y me pegaron, y fue sábado y desperté en una clínica, roto, cosido, parchado y contigo. Y fue verdad. Y en la medida en que también hoy sea domingo…

– Te juro por mi amor que es cien por cien domingo Carlitos.

– Es que el sueño ese con Dios y el cielo, y tú misma desnuda, todavía tienden a confundirme, Natalia. Tal vez dentro de unos días, o incluso unas semanas.

– Días, semanas, meses, años… De eso, precisamente tenemos que hablar, mi amor. Qué mejor prueba quieres de que todo es verdad. Tenemos que hablar del futuro.

– Por ahora sólo tengo hambre, Natalia.

– Luigi y Marietta nos deben de tener algo casi listo, en la cocina. Basta con que les dé la voz.

– Deben de pensar que nos hemos muerto.

– También Julia y Cristóbal.

– ¿Y ésos quiénes son?

– La empleada y el mayordomo de mi casa de Chorrillos. ¿Te acuerdas de que los mandé llamar?

– Vagamente. Muy vagamente.

– ¿Almorzamos aquí o nos vestimos un poco y vamos al comedor?

Carlitos abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo y optó por el comedor. Era un poco arriesgado salir de ese formidable dormitorio, entre campestre y palacio del Marqués de la Conquista, pero también era cierto que, en la medida en que existieran una sala y un comedor, por ejemplo, y Natalia sentada y comiendo, por ejemplo, y él saciando el hambre que tenía, por ejemplo, la teoría aquella de que hoy era domingo y verdad… En fin, que Carlitos optó por el comedor, por si acaso. Y lo cierto es que tuvo mucha, muchísima razón, porque antes Natalia lo invitó a meterse en la ducha con ella, para intercambiar jabonaditas y esas cosas que ella hacía como Dios manda, y que a él tanto lo afectaban, aunque en el mejor de los sentidos, porque hoy domingo y sin misa, o sea, tal como el Todopoderoso le explicó divinamente bien, justo cuando Carlitos regresó nuevamente de su sueño celestial, para pasar a otro bien de carne y hueso, aunque esta vez se trataba de una ducha modelo bacanal y de un jabón que olía a París, más una real delicia de curvas que jabonar, mientras a él lo enjuagaban con una esponjita de lo más sexual, agua bien templadita tan cuidosa como experta y aplicadamente, y cual reposo de guerrero herido. Carlitos confesó que, para él, todo era y sería siempre por primera vez, contigo, cuerpona, y Natalia le replicó que para ella también era la primera vez, porque ahora sí que era con amor, y que, en todo caso, en su vida había visto a nadie progresar a pasos tan agigantados como a tiiiiii…

Al comedor llegaron bien bañados, casi a las cinco de la tarde, luciendo dos maravillosas batas de seda, ambas de mujer, y realmente muertos de hambre, ahora sí, aunque la expresión de sus rostros continuaba exhalando tal ardor de estío que sonrojó de pies a cabeza a Luigi, Marietta, Julia y Cristóbal, que llevaban horas esperándolos.

– ¿Vino tinto, mi amor? -le preguntó Natalia a Carlitos, con voz de almohada sentimental, para que los cuatro sonrojados terminaran de enterarse, de una vez por todas, de la situación y sus circunstancias.

A Carlitos le guiñó bastante el ojo izquierdo mientras respondía que sí, y que el mismo tinto de siempre, Natalia de mi corazón, aunque a todos los aquí presentes les puedo jurar que ésta es la primera vez en mi vida que tomo vino. Pero bueno, como es domingo y verdad, ¿no?, mi nombre es Carlos Alegre di Lucca, y realmente encantado, Para serles sincero.

El gusto es todo nuestro, señor…

– ¿Ah, sí? Pues entonces escríbanme cada uno de ustedes, por separado, y en un papelito secreto, qué día es hoy por favor.

Natalia tuvo que intervenir:

– Y ahora una melodía para día domingo, Luigi. Y la pasta de los domingos, Marietta. Y usted, el mismo gran vino de todos los domingos, Cristóbal, mientras Julia arregla el dormitorio y el baño, que están hechos un desastre porque este domingo, por primera vez…

Los cuatro empleados reaccionaron, por fin, y minutos después llegaban la pasta y el vino y, de sabe Dios dónde, llegaba Siboney, en la versión de Stanley Black. Probablemente de la sala-hacienda que acababan de atravesar Natalia y Carlitos, como quien atraviesa Andalucía toda, pero por sus salones y patios, por sus fuentes cantarínas y uno que otro sensacional museo del mueble español.

– ¿Tenías el disco? -preguntó Carlitos.

– No, lo mandé comprar ayer, mientras dormías. Pero, en cambio, me olvidé de lo más importante. Me olvidé de la bata, mi amor, perdóname.

– ¡O sea, que hoy no es este domingo!

– Por supuesto que es este domingo, amor mío. No te asustes, por favor.

– ¡Y entonces!

– ¿No te das cuenta de que lo que llevas puesto es una bata de mujer?

– ¡Qué mujer ni qué ocho cuartos, Natalia! ¡Ya yo sabía que estaba soñando, maldita sea! ¡Si ésta fuera una bata de mujer me quedaría igual que a ti!

– Carlitos, mi amor. Por favor, abre los ojos. Y reflexiona un poco. Un poquito siquiera. Dos batas pueden ser exactas, pero jamás dos personas. Y mucho menos de distinto sexo.

– ¡Diablos! ¡Tienes toda la razón! Se ve que me dieron duro en la cabeza, el viernes. Y ademas mi abuela Isabel lo dice siempre: «¿Cuándo llegará el día en que Carlitos se fije en las cosas más elementales?» Perdóname, por favor, Natalia.

– Salud.

– Estos espaguetis están realmente deliciosos, oye.

– Perdona, pero se brinda con el vino, Carlitos.

– Verdad. Salud por primera vez en mi vida. Salud por ti, por mí, y por nosotros, siempre.

– También yo soy una volada, caray. He olvidado por completo que tu camisa quedó destrozada y tu pantalón completamente manchado de sangre.

– Dije salud, por primera vez en mi vida.

– Salud, mi amor. Pero no puedo dejar de pensar en tu ropa. Algo para mañana, aunque sea. ¿No crees que se podría llamar a tu casa sin que se enteraran tus padres?

– Excelente idea. Porque en mi casa siempre contesta el teléfono un mayordomo, Natalia. Tú envía a Luigi o a Cristóbal, y yo encargo que le entreguen una muda de ropa limpia. Y, de paso, les doy las gracias a Víctor y a Miguel por haberme ayudado a enfrentarme con esos cuatro malhechores. Y les cuento que estoy vivito y coleando, comiendo pasta y brindando contigo. Y por primera vez en mi vida.

– Y mañana, cuando vayas a estudiar, yo te compro más ropa. ¿De acuerdo?

– Bueno, pero le pasas la cuenta a mi papá.

– ¡Cómo! ¿Qué has dicho, Carlitos…?

– Caray, qué bruto. Perdóname. Ya ves, se me escapan las cosas más elementales. Perdóname, por favor. Nunca rnás…

– Salud, mi tan querido Carlitos Alegre di Lucca.

– Salud, Natalia de Larrea y… ¿Y qué? Me parece que todavía no me has dicho tu apellido materno.

– Y Olavegoya.

– Caray, parece que uno estuviera hablando con la historia de este país.

– Olvidemos esa historia y concentrémonos en la nuestra, Carlitos. ¿Tú qué piensas hacer?

– Facilísimo. Quererte toda la vida y ser un gran dermatólogo, como mi padre y mis abuelos… Y bueno, claro, seguir siendo un buen cristiano.

– ¿Tan fácil lo ves?

– Pues sí. Y además tenemos permiso de Dios, no lo olvides.

– Eres tú el que olvida que aquello fue un sueño. Un lindo sueño, Carlitos, pero nada más.

– No entiendes ni jota, Natalia.

– No, la verdad es que no.

– Pues te lo pondré de otra manera. Cuando se trata de un gran amor, Dios es absolutamente comprensivo.

– Perdona mi falta de respeto, pero creo que éste es el momento de recordar un dicho muy aplicable a nuestra limeña realidad y a nuestro entorno: «Y vinieron los sarracenos, y los molieron a palos. Porque Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos.»

– No sabía que eras tan pesimista, Natalia.

– ¿Pesimista, yo? No me digas que has olvidado el escándalo que se armó el viernes? ¿Olvidaste ya que casi te matan?

– Eran cuatro contra uno, y aun así…

– Pues ahora será todo Lima contra nosotros dos. Un muchacho de diecisiete años y una divorciada de treinta y tres… ¿También te parece que aun así?

– Claro que sí. ¿O no me quieres?

– Te quiero mucho más de lo que tú crees. Te amo, Carlitos.

– ¿Y tienes miedo, aun así?

– Ven aquí, loquito maravilloso. Bebe de mi copa y besame.

– Pero antes júrame que ésta es la última vez que dudas de que hoy es domingo.

– Le haces honor a tu apellido paterno, Carlos Alegre. Pero bebe de mi copa y bésame.

– Allá voy, Natalia, pero tú ándale diciendo a Luigi que traiga el postre y más vino. Sigo muerto de hambre, y además nos quedan miles de cosas por las cuales brindar.

Casi no durmieron, la noche de aquel primer domingo de su amor, y para Carlitos fue realmente horroroso arrancarse de los brazos de aquella mujer hermosa y anhelante que, desde el amanecer, le fue haciendo notar que más real no podía haber sido cada instante de lo vivido, y que por ello precisamente ahora navegaban hacia una nueva orilla llamada lunes, complicada, temible, abrupta.

– Pesimista -le decía él.

– Créeme que algo entiendo de todo eso, mi amor.

– Y tú cree en lo que dice mi abuela Isabel, que así se vive mucho mejor.

– Esta ciudad, Carlitos.

– Se diría que naciste en la calle de la Amargura, donde viven los hermanos Céspedes, je…

– ¿Sabes que he decidido hablar con tu mamá? ¿Y con tu padre, también, si es necesario?

– Me parece muy bien, Natalia. Mira que yo también había pensado contarles todita la verdad a los mellizos. Me verán con esta cara, y por supuesto que querrán saber qué me pasó.

– Amanece lunes, Carlitos. Durmamos un poquito, siquiera, para que no llegues tan cansado donde tus amigos, anoche le dije a Cristóbal que llamara al chofer para que te lleve en el otro automóvil. Te puede llevar todos los días, si quieres.

– ¿Viviré aquí, mi amor?

– Ya lo creo, siempre que tú lo desees.

– ¿Y tú?

– ¿Adónde, si no? Ésta es nuestra fortaleza. La tuya y la mía. Y para siempre, si tú lo deseas.

– Sí, este huerto maravilloso y esta casona cinematográfica serán nuestra fortaleza. Nuestra perfecta fortaleza árabe: muralla de piedra por fuera y jardín por dentro.