Es un placer sentir este silencio. No sé qué decirle a la mujer que me acompaña, no sé cómo decirle que estoy idiotizado por su belleza, por su capacidad de estar callada y decirme con una mirada todo lo que me hace feliz, y por eso no le digo nada, sólo la beso, la aprieto contra mi cuerpo esmirriado y devoro sus labios con un placer que Sebastián nunca podría darme con aquella barba que me raspa y su lengua vulgar, insaciable. Nos besamos de pie, recostados en mi auto, y ella me dice estás borracho, y yo le digo sí, pero es verdad que estaba buscándote, no sabía dónde encontrarte, no puedo creer la suerte que estuvieras acá, fui al Nirvana y estaba cerrado, y vine acá pensando que tal vez te encontraría, y ella se queda callada, como avergonzada, con una timidez que revela su fineza, y nos besamos nuevamente, y ella me pregunta ¿y Sebastián?, y yo me quedo en silencio, sorprendido, porque no sé si ella sabe lo que nadie debería saber, que Sebastián es mi amante, el primer hombre que me la ha metido, y yo no sé, no lo he visto desde la otra noche, creo que se molestó porque nos fuimos juntos a mi depa y lo dejé en el Nirvana, y ella Sebastián es un amor, a veces me llama y salimos juntos, somos muy amigos, y entonces yo me muero de celos, celos de que él quiera acostarse con ella y de que ella todavía sienta algo por él, y no sé por qué le digo ten cuidado con Sebastián, y ella sorprendida ¿por qué?, y yo no te puedo decir más, sólo te aconsejo que tengas cuidado con Sebastián, que no le creas nada, y ella ríe, me mira intrigada, como si supiera que le escondo algo, pero no me lo pregunta, sólo me dice tú sabrás, tú sabrás, y luego acaricia mi pecho, mis brazos y dice linda camisa, y yo ¿te gusta?, y ella sí, es original, y yo haciéndome el interesante me la compré el mes pasado en Fort Lauderdale, y ella me encanta, y yo, por borracho, para impresionarla, desabotono la camisa, me la saco y, el pecho descubierto, el aire de la madrugada acariciando mis tetillas, se la regalo, toma, es tuya, y ella ríe, me la devuelve, póntela, tonto, te vas a resfriar, y yo ¿vamos a mi depa?, y ella seria no, hoy no puedo, y yo no le pregunto por qué, pero pienso que soy un amante tan desastroso que Sofía no quiere humillarse una vez más conmigo, así que, resignado, descamisado, la beso nuevamente, me resisto a ponerme mi camisa y subo a mi auto, mientras ella me mira divertida y se pone, encima de la camiseta sin mangas que lleva puesta, mi camisa floreada y tropical, todo un gesto de complicidad.
Luego se inclina hacia mí y me da un último beso, largo y entregado, y, ante mi insistencia, se resigna a darme su número de teléfono, que, como no tengo lapicero, memorizo en el acto, y ella ¿no lo vas a olvidar?, y yo no, tengo buena memoria, y ella llámame, y yo no regales mi camisa, pobre de ti que se la regales a Sebastián, y ella ríe y yo me voy, cerradas las ventanas porque se mete un viento traidor que me podría resfriar, pensando que Sofía es un misterio, que muero por verla otra vez y que es un placer manejar borracho a las dos de la mañana en esta ciudad y que sería mucho más rico si estuviera Sebastián a mi lado besándome, arrancándome un suspiro y poniéndomela dura como la tengo ahora que acelero, ignoro la luz roja y pienso que cuando me vaya de Lima voy a extrañar toda esta fealdad tan familiar.
Es sábado en la noche. He llamado a Sofía y le he dicho para vernos, y ella me ha dicho que encantada, que me espera en su casa porque está con Patricia, una amiga, y me ha sugerido que vaya con Sebastián, así él me enseña el camino, porque Sofía vive bien en las afueras de la ciudad, y yo no sé cómo llegar a su casa, pero Sebastián sí conoce la ruta, ambos son amigos íntimos desde que estaban en el colegio, ya entonces salían, eran novios en el último año del colegio, fueron juntos a la fiesta de promoción, o sea que Sebastián sabe llegar a casa de Sofía y supongo que también sabía llegar cuando hacía el amor con ella, pero prefiero no pensar en eso, porque él me excita mucho, pero ella más. Llamo a Sebastián, que siempre está ensayando para algún casting o alguna obra de teatro, y él no se hace de rogar, pues ha tenido un altercado con su novia Luz María, seguramente porque ambos querían ponerse la misma blusa de blondas, y me dice que pasará a buscarme en un rato para llevarme a casa de Sofía, la mujer de la que estoy repentinamente enamorado.
Nadie sabe en este país que soy bisexual, me ven por la televisión y creen que soy un chico bien, que ahorra en el banco, maneja un auto nuevo, viaja a Miami para comprarse ropa y se va a casar con su novia de toda la vida, a la que nunca ha sodomizado. Nadie, ni mis padres o hermanos o amigos del colegio o la universidad, a los que he dejado de ver, ni los periodistas que me acosan con preguntas impertinentes a la salida del canal, sabe que soy un bisexual más o menos torturado, un gay en las sombras. Sólo Sebastián lo sabe, y eso le da un gran poder sobre mí, eso y el cuerpo soberbio que tiene. Creo que nadie sospecha de mí, todos creen que, a mis veintiséis años, aunque no me he casado todavía, soy un varón heterosexual, un hombre con éxito en el amor, en parte porque se me conoce una novia, Ximena, que sufrió conmigo y huyó a Austin para enamorarse de un chico que también la hizo sufrir porque resultó ser bisexual, y en parte porque mis maneras no son las de una rumbera de cabaret, sino las de un joven bien asentado en su masculinidad y muy a gusto con sus genitales. Incluso mis hermanos, que son tan listos, están engañados y me creen uno de ellos, tan macho como ellos, al punto que el otro día el gordo Julián, que es un encanto y siempre está haciendo negocios provechosos, vino con un amigo a mi departamento y me contó que se habían quemado, es decir, contraído una enfermedad venérea, y luego me preguntó cómo y dónde podían curarse, asumiendo erróneamente que soy un putañero, frecuente visitante de meretricios, con un amplio historial de enfermedades venéreas, consulta que absolví sin demasiada autoridad, enviándolos a la farmacia Roosevelt, en la calle Miguel Dasso, donde hay un chino bizco que pone unas inyecciones de caballo que curan todas las venéreas y dicen que el cáncer también.
Por eso amo a Sebastián, porque es un encanto y conoce mi más oscuro secreto y, a pesar de ello, o por eso mismo, me quiere a su manera torturada y culposa, pues, desde luego, él, que es actor y quiere ser perfecto o al menos parecerlo, tampoco le ha contado a nadie, ni a su familia o su novia o sus amigotes de la Universidad del Pacífico, de la que fue expulsado por tontorrón, que le gustan sexualmente los hombres, tanto que no he sido yo el primero, sino más bien el último de una larga lista de conquistas, las que suelen multiplicarse en Nueva York, porque él, prudente, cuando quiere desatarse se escapa a Manhattan con la excusa de ir al teatro, cuando su verdadero interés radica en el desenfreno de la comunidad gay de aquella ciudad, al que se entrega con entusiasmo.