Выбрать главу

Esto me duele pero no se lo digo, que yo sea uno de los tantos hombres con quienes se ha acostado en su agitada vida de actor famoso que va de macho latino pero esconde a un gay en el armario. Ahora debo salir corriendo porque mi amante pujante me espera abajo, en su auto alemán no menos pujante y ya algo venido a menos. No lo saludo con un beso en la mejilla porque está viéndonos el portero, que algo debe de sospechar, simplemente palmoteo sus piernas y me dejo conducir por tan apuesto piloto.

Me encanta que Sebastián maneje. Me gusta ver cómo hace los cambios, cómo acelera excesivamente cuando no hay ninguna prisa, cómo quiere sobrepasar a todos los autos con un vigor tan varonil. Allí, al timón de ese auto azul, se ve con claridad su ánimo competitivo, sus ganas de ser siempre el primero, el más exitoso y aventajado de la clase. Le cuento con aire distraído que la otra noche estuve en Amadeus solo y que me encontré con Sofía y bailamos Ojalá que llueva café en el campo, y luego nos besamos riquísimo en el parque y le regalé mi camisa floreada de escritor frustrado. Suelta una carcajada y pregunta incrédulo ¿otra vez te acostaste con ella?, y yo le digo no, huevón, sólo nos besamos, y él ¿qué pretendes, Gabriel, a qué estás jugando con Sofía, por qué quieres hacerte el machito con ella?, y yo no estoy jugando nada, de verdad me gusta, me gusta muchísimo. Vuelve a reírse y acelera y dice no te creo nada, a ti nunca te creo nada, en el fondo quieres una chica para que no sospechen de ti, para hacerte el machito, para tener tu buena pantalla, y yo no digas huevadas, Sebastián, de verdad me gusta, la otra noche con ella en mi depa fue increíble, alucinante, nunca había sentido eso por una mujer, y él ya, ya, muy macho eres, y si eres tan macho, ¿por qué te encanta que te la meta?, y yo porque tú también me gustas, huevón, y él ¿más que ella?, ¿te gusto más que ella?, y yo no sé, son cosas distintas, no se puede comparar, y él ¿o sea que me vas a decir a mí que no eres gay?, y yo no sé, yo pensaba que sí, pero tal vez soy bisexual.

Ahora suelta una carcajada y dice puta, huevón, si tú eres bisexual, yo soy astronauta, y yo no me río y le digo ¿qué, no puedo ser bisexual?, ¿acaso tú no eres bisexual?, y él, sorprendido por la pregunta, sí, se podría decir que yo soy bisexual, pero tirando más fuerte a las mujeres, y yo no digo nada porque recuerdo cuánto le gusta acostarse conmigo, mejor me quedo callado porque además ya llegamos a casa de Sofía. Sebastián toca la bocina y alguien activa el portón de hierro que se abre enfrente de nosotros. Entonces veo más allá a Sofía, que nos espera, y algo en mi corazón se alborota porque la sola contemplación de esa mujer me produce unas dosis de felicidad que Sebastián no es capaz de generar; él últimamente sólo me provoca dolor, sobre todo en la cama, cuando no usa lubricantes. Sofía está divina, espléndida en unos jeans, camisa de leñadora y botas, como si viniera de un paseo campestre, desarreglada y sensual, y nos saluda con una sonrisa en el portón de esa casa rústica, rodeada de amplios jardines que conducen a la casa principal, casi una hacienda de arquitectura colonial. Porque la casa en la que nos recibe es en realidad sólo la de huéspedes, donde suele reunirse con amigas y amigos, según me cuenta Sebastián, que no parece impresionado como yo por la belleza de esa casa, que en cierto modo me recuerda a la casa de campo de mis padres, enclavada en la punta de un cerro árido, a una hora de la ciudad donde yo crecí disimulando mal mi poca hombría y provocando por eso la furia de papá, que él disimulaba peor.

Ahora Sofía nos presenta a su amiga Patricia, que es baja, narigona, de ojos saltones e inquisidores y que, a pesar de sus facciones angulosas, tiene un aire a Isabella Rosellini, o será que la casa está iluminada muy suavemente y esas luces pálidas le sientan muy bien. Pero Patricia se las ingenia para parecer interesante y guapa, más interesante que guapa, pero sin ninguna duda interesante y sin ninguna luz guapa. La saludo con un beso comedido, exento de todo apetito o curiosidad lujuriosa, como me enseñó mamá que debo besar a las damas, ya que con los varones tuve que ser un autodidacta. En seguida Patricia me vapulea, a pesar de que acabamos de conocernos, porque, con una dureza que me sorprende, dice ay, qué voz tan rara tienes, voy a tener que acostumbrarme a tu voz. Sebastián se ríe burlón, como diciéndome con esa mirada maliciosa, y después no me digas que eres bisexual, que la voz de loca te delata.

Sofía nos ofrece tragos, aguas, limonadas, coca-colas, porque, un encanto, advierte mi incomodidad ante el comentario de su amiga, que se ha permitido cuestionar mi voz, una voz que, por otra parte, me ha procurado muchas satisfacciones en mi azarosa carrera en la televisión. Repuesto del golpe, digo apenas ¿no te gusta mi voz?, y Patricia no es que no me guste, es que me pone nerviosa. Yo pienso indignado pero disimulándolo: a mí me pone nervioso que me mires con esa cara de loca y fumona, pero no te lo digo, porque he sido educado en colegio británico y en hogar de raíces británicas, no como tú, enana resentida, que seguramente fuiste becada al colegio y creciste amasando pan en una panadería.

Entonces Sofía trae los tragos y Sebastián pone la música, pero nada le gusta porque él siempre quiere cantar, y no lo dice, pero yo sé que está pensando que canta mucho mejor que Sting, que Springsteen, que Jagger. Sebastián lo que quiere es cantar más que actuar y por eso ha sido cantante de un grupo musical que tuvo corta vida y lanzó un disco que vendió bastante bien entre sus familiares, y que luego se separó porque muchos de ellos consideraron que el disco era bastante malo y dejaron de interesarse en aquel grupo, Crepúsculos, que Sebastián recuerda con emoción y no mucha más gente recuerda en absoluto.

Sebastián espera una revancha y yo espero que ponga algo de música y deje de canturrear las melodías que nos inflige sin piedad. Entonces Sofía me pasa un whisky pero yo declino y le pido agua mineral, y ella me mira sorprendida, y le digo mejor así, ahora soy un chico sano, y me siento muy gay por decir eso, me siento más una chica sana, malsana, insana, que un chico sano, pero esto no se lo digo porque Patricia enciende un porro y ahora me lo ofrece con el rostro congestionado por el humo que retiene esta enana fumona que se ha atrevido a decirme que tengo una voz rara, como si ella fuese jurado de un concurso de canto. No, gracias, paso, digo, muy serio, y Patricia aspira otra pitada como si fuese el último porrito de su vida, y luego se lo pasa a Sebastián, que fuma con un entusiasmo mayor que el que dedica a canturrear.

Sofía, para mi sorpresa, aspira un toque, sólo un toque, sin retener el aire medio minuto como su amiga, no tarda en ponerse un poco volada, y aplaca su sed con un trago y me mira con una ternura que me deja mudo y pasmado, para felicidad de Patricia.

Nos sentamos los cuatro sobre unos cojines desparramados en el piso, alrededor de una mesa. Sofía baraja el mazo, reparte las cartas y propone que juguemos ocho locos, pero Sebastián está tan volado que hay que repetirle las reglas del juego, se ve que este chico todo tiene que ensayarlo varias veces para aprender. Yo tengo un ojo en mis naipes y otro en Sofía, que me perturba, porque cuando estoy con ella no me interesa Sebastián, que, de tan volado, no entiende el juego, se confunde, echa cartas de otro palo, se resiste a entender las reglas, es imposible jugar ocho locos con él. Sofía y Patricia se ríen de lo tonto que se pone Sebastián después de fumar. Yo pienso que es sólo un poco menos tarado sin fumar, pero le perdono todas sus taras, porque las compensa con un cuerpo que da envidia.