Cuando terminamos, bajamos del coche y contemplamos en silencio el siniestro perfil de la noche. La abrazo y me siento bien de ser un hombre y estar aquí arriba con esta mujer. No extraño a Sebastián. Sofía ha hecho renacer en mí al hombre que tenía dormido, me ha hecho gozar esta noche peligrosa como nunca antes había gozado con nadie. Yo sé que nunca seré un hombre del todo, pero tal vez podría ser lo suficientemente hombre para amar a esta mujer y hacerla feliz. No se lo digo, sólo lo pienso, luego la abrazo, la beso y le digo vámonos de acá, que ahorita viene una pandilla y nos violan, y ella me dice bueno, entonces quedémonos un ratito más, y nos reímos los dos, y yo ¿tan malo soy como amante?, y ella se ríe, me besa y me abraza. Pienso entonces que Sofía me llena de vida, me hace olvidar la existencia gris y mediocre a la que me he condenado en esta ciudad de la que quiero irme, me hace recordar que quiero ser un escritor y no un periodista de televisión que entrevista gente famosa como si le importase, cuando en realidad sólo le importa cobrar su sueldo y salir en los periódicos. Mientras bajamos lentamente del morro, pienso que esta mujer es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo y que no voy a dejarla caer de mi vida como si fuera una copa de champagne.
Agonizo. La resaca me tiene destruido, hecho polvo, arrastrándome. Me siento un imbéciclass="underline" aunque sé que el trago me deja enfermo, no me ha importado emborracharme. Estoy en pijama, o lo que yo llamo pijama, una camiseta rosada que compré en Gap hace años, unos boxers celestes de igual procedencia y antigüedad y unas medias gruesas, porque yo no puedo andar descalzo, me resfrío en seguida y me da asco andar pisando el polvo en esta ciudad tan polvorienta. Mientras pierdo el tiempo saltando de un canal de televisión a otro, intoxicándome con los programas del domingo, me pregunto, entristecido por mi ruinosa condición, cuándo tendré el valor de sentarme a escribir.
No lo sé, pero me estoy suicidando a plazos por entregarme a la vida fatua y licenciosa de una estrellita local de la televisión. Suena el timbre. Veo desde la ventana a Sofía en su Volvo guinda. Me sorprende porque no le había pedido que viniera y tampoco me anunció su visita, aunque, como he desconectado el teléfono, víctima de un dolor de cabeza, quizá me ha estado llamando en vano y por eso aparece así, repentinamente, en la puerta del edificio. Corro a abrirle y me pregunto, mirándome al espejo, si estaré presentable para recibirla así, tan maltrecho y harapiento, con esta cara de atropellado y este aliento aguardientoso, pero decido, en un raro ejercicio de honestidad, esperarla tal cual, en tan calamitoso estado. Sofía llega preciosa, con un vestido rojo, unos zapatos lindos y un aire fresco que no sé de dónde ha sacado para este domingo después de la francachela que hemos perpetrado la noche anterior.
Esta mujer no pierde la alegría y menos la belleza, y por lo visto tampoco conoce los efectos devastadores de la resaca, que conmigo se ensaña de una manera innoble. Sofía, un ángel, llega provista de pastillas para el dolor de cabeza de distintas marcas y en frascos coloridos, tylenols, advils, mejorales, alkaseltzers, vitaperinas, un montón de cápsulas, brebajes y pócimas burbujeantes para aliviar este malestar que me está matando y que ella ha adivinado tan bien. Me abraza con una ternura infinita y se ríe recordando los episodios desmesurados de la noche anterior, las copas que caían y el combate amoroso en la oscuridad del cerro. Luego me echa en la cama, me acaricia la cabeza, me da pastillas con un tecito de mandarina y ya estoy mejor, sus caricias son el mejor remedio para la resaca.
Sofía me regaña porque no tengo nada en la refrigeradora, sólo un yogur con la fecha vencida y unos plátanos negros de la semana pasada. Cómo puedes vivir así, sin nada en la refri, me dice, asombrada de mi desidia, y yo le digo es que no hay nada que odie más en el mundo que ir de compras al súper, y ella se ofrece a comprarme frutas, yogures, bebidas, cosas ricas para mitigar el trance áspero de la resaca, pero yo le ruego que no, que se quede, que no tengo hambre, sólo sed, y me basta con las botellas de agua mineral que tengo allí, al pie de la cama, unas llenas y otras vacías, que me recuerdan a un periodista veterano, amigo mío, que conocí en el diario La Prensa y que murió alcoholizado en el cuarto de una pensión, rodeado de decenas de botellas de trago barato, ron principalmente, que había consumido en un viaje suicida, su última borrachera kami-kaze.
Sofía se echa en mi cama y me siento afortunado de tener conmigo a esta mujer tan linda y bondadosa, y le quito la ropa y la beso entera y, a pesar de mis dudas y torpezas, le hago el amor con la poca hombría de la que soy capaz. Cuando terminamos fundidos en un abrazo, deja caer un par de lágrimas y yo le pregunto ¿por qué lloras? y ella me dice porque esto me parece un sueño, y yo me quedo sorprendido, pensé que lloraba porque soy un amante miserable, pero no, al parecer he sabido complacerla como merece. Luego voy al baño, me meto a la ducha y, maldición, qué mala suerte, justo cuando me estoy duchando suena otra vez el timbre. Sofía, porfa, contesta, grito desde la ducha, y ella ok, ningún problema, y unos segundos después anuncia es Sebastián, ¿qué le digo?, ¿que pase?, y yo, casi sin pensarlo, no, dile que no lo puedo ver ahora, que estoy contigo, que no joda, y Sofía ¿seguro?, ¿no quieres que lo reciba y le converse un ratito mientras te vistes?, y yo no, ni hablar, dile que venga en otro momento, que se eche agua. Ella se ríe, creo que halagada de que sólo quiera estar con ella, y yo sigo duchándome y pienso que a Sebastián le va a molestar que le haga este pequeño desaire, pero lo lamento, uno no puede multiplicarse.
Ya vestida, Sofía me sonríe sentada en la cama cuando salgo del baño con la toalla amarrada y pregunta ¿vamos a comer algo? Claro, vamos, me muero de hambre, le digo, y en seguida no me mires mientras me visto, y ella se ríe y dice me hace gracia que seas tan pudoroso, que te andes tapando siempre, y yo no digo nada y pienso sí, claro, no soy como Sebastián, tú ex amante, mi amante todavía, cosa que tú aún no sabes, porque él es lo más impúdico que hay, y anda siempre desnudo, sobándose la entrepierna. Hay algo que tengo que decirte, le digo a Sofía, que está distraída viendo la televisión, apenas termino de vestirme, y ella me pregunta con aire candido ¿es bueno o es malo?, y yo creo que es más malo que bueno, y ella entonces dímelo cuando estemos comiendo, no ahorita, que me muero de hambre.
Salimos de prisa, subimos a mi auto y Sofía saca de su cartera un disco y lo hace sonar en seguida, y es un italiano que ignoro, Zucchero, me dice ella, con una sonrisa, te apuesto que te va a gustar, y yo manejo a toda prisa por las curvas del malecón escuchando Overdose d’amore, y ella se reclina y se acuesta sobre mis piernas, y yo acaricio su cabeza suavemente mientras manejo, y amo este instante, sentirla mía, sentirme hombre.