Al llegar al aeropuerto Dulles, soportamos las colas de turistas -Sofía puede entrar por la fila de norteamericanos, pero yo sigo siendo peruano y tendré que esperar cinco largos años para emanciparme de ese yugo-, llegamos por fin donde el oficial de inmigración y le entregamos nuestros pasaportes. Con gesto adusto, nos pregunta por la razón de nuestro viaje y Sofía dice, sonriendo: Luna de miel. El tipo, un moreno rechoncho y mal afeitado que debe de hablar español pero prefiere darse aires de gringo, no sonríe y dice que mi visa de turista ha expirado hace poco. Yo le explico que tengo un permiso de residencia temporal y un salvoconducto para salir del país, sellado en mi pasaporte. Mira bien las hojas del pasaporte, batracio ignorante, pienso, con una sonrisa falsa. El tipo encuentra el sello y lo examina minuciosamente, como si desconfiase de mí o yo le cayese mal y quisiera meterme en problemas. Tal vez me detesta porque le encantaría viajar con una mujer tan linda como Sofía. El salvoconducto sólo le permitía salir del país por una semana y usted ha estado más de una semana fuera, dice, con cara de pocos amigos. Sofía y yo nos miramos sorprendidos. Nadie me dijo eso -alego-. Me dijeron que podía viajar con mi esposa de luna de miel, no me dijeron que sólo podía estar fuera por una semana, me defiendo. El tipo me mira con desdén y afirma: Bueno, usted debería haber leído el sello en su pasaporte, acá dice claramente que se le concede un permiso para salir por siete días, ni un día más, y usted, ¿cuándo salió? Sofía, se apresura en contestar: Hace como dos semanas. Casi tres, digo. Hace tres semanas que está fuera. Ha violado el permiso. Ésa es una falta grave. Espéreme un momento, por favor, dice, y se marcha con mi pasaporte en la mano.
Sofía y yo nos miramos asustados, y la gente en la cola nos mira con odio por hacerlos demorar más en este infierno burocrático. Poco después, el tipo regresa con la misma cara de pocos amigos y me dice que he violado la ley y que no puedo entrar al país, que quedaré detenido en un cuarto del aeropuerto con otros pasajeros en tránsito y me deportarán a mi país de origen apenas puedan. Sofía rompe a llorar, levanta la voz, dice que es injusto, que acabamos de casarnos, que ella es norteamericana y yo su esposo, que no pueden hacernos una cosa así. El tipo nos pide una prueba de que estamos casados y, por supuesto, no tenemos a mano el certificado de matrimonio, ¿quién se iría de luna de miel con el certificado en el maletín? No tienen anillos de casados, observa el oficial, dándoselas de listo, y Sofía me mira furiosa, como diciéndome tonto, te dije que no te sacaras el anillo, y yo digo no llevamos anillos porque no creemos en esas formalidades, oficial, pero es un hecho que estamos casados ante la ley de Washington, D. C, y usted puede comprobarlo si desea. Al tipo no le gusta que yo le hable con esos airecillos leguleyos y retruca como un gorila: No importa, aunque estén casados, el hecho es que usted ha violado la ley y por lo tanto no puede entrar al país y, mientras se aclara su estatus legal, quedará detenido acá en el aeropuerto. ¿Y yo qué? -protesta Sofía, como una dama humillada-. Yo estoy embarazada de seis meses, ¿me voy a quedar sola, sin marido, sólo porque nuestra luna de miel fue más larga que una semana, señor?
Amo a Sofía cuando hace estas escenas, llorando con una elegancia que yo nunca podría igualar y que a este hombrecillo vulgar le recuerda su condición de semianalfabeto acomplejado. Usted puede entrar sin problemas, usted es ciudadana, pero el señor queda detenido, lo siento, dice el agente. ¡No es el señor, es mi marido, el papá de esta criaturita!, dice ella, tocándose la barriga. Puede ser, señora, pero igual queda detenido, afirma enfático el oficial, y luego me dice que lo acompañe, pese a las protestas de Sofía, a quien miro desesperado y alcanzo a decir llegando a la casa, llama a Peter y busquen un buen abogado que me saque de acá antes de que me manden de regreso a Lima. Sofía me manda un beso volado y dice: No te preocupes, baby, te voy a sacar cuanto antes de acá. Yo trato de ablandar al sujeto no ofreciéndole una retribución económica, que eso podría llevarme a la cárcel, pues no estamos en el Perú, sino apelando a su improbable corazón: No me haga esto, le juro que venimos de nuestra luna de miel, fue un error no leer con cuidado las restricciones del salvoconducto, pero le juro que no tuvimos ninguna mala intención de incumplir la ley, fue sólo un descuido, una distracción, pero somos gente decente y mi esposa está embaraza y me necesita, le ruego que me deje libre, no me haga esto, por favor, póngase en mi caso. El tipo, mudo, no me mira, ignora mis súplicas y me mete a un cuarto grande y algo pestilente, sin aire acondicionado o con el aire tan bajo que no se siente, lleno de turistas ilegales, y me dice que no me mueva hasta que otro oficial me llame. Luego se va, cerrando la puerta.
Me encuentro de pronto entre un grupo de morenos haitianos, desparramados por los asientos de plástico y en el piso, hablando a gritos en un idioma que no entiendo, comiendo cosas que huelen feo, babeando, dejando a sus niños correr, gritar y cagarse. Respiro aliviado cuando veo una máquina de bebidas gaseosas y otra de galletas, chocolates y papas fritas. Al menos no me voy a morir de hambre, pienso. Luego voy al baño, que es un asco, me echo agua en la cara, trato de no llorar, y me resigno a lo peor, a que en unas horas me suban a un avión de regreso a Lima, deportado por ilegal. Me imagino el titular de Expreso en portada, anunciando, ya no mi boda glamorosa, sino mi llegada a Lima en tan aciagas circunstancias: «Gabriel Barrios expulsado de EE. UU. por ilegal.» Tal vez mi madre pueda hablar con nuestro querido amigo Manu D’Ornellas, el director, y hacer un poco de damage control. Dios parece haberse ensañado conmigo, ¿y dónde irán a caer, sino en saco roto, todas las súplicas, los ruegos y las plegarias de mi madre, si es que sigue rezando por mí? Camino hasta las máquinas de comidas y bebidas, evitando las miradas de los haitianos, saco una bebida en lata y unas papas fritas, me siento en una esquina sobre esta alfombra inmunda que apuesto no han aspirado hace un mes y en la que seguramente han follado mil negros lujuriosos con igual número de negras ardientes, y, tras comer este paquete de grasa con cafeína, me tumbo en el suelo, cierro los ojos, me coloco mis tapones y mi antifaz, me abrazo bien a mi maletín para que no me lo vayan a robar si me quedo dormido, y espero el sueño.
Unas horas después, alguien me despierta. Milagrosamente, he dormido y no me han robado nada. A pesar del dolor de cabeza, me encuentro con la cara amable de un oficial que me conmina a incorporarme y a seguirlo. Me jodí, pienso. Me voy derecho a Lima, se acabó la vida de escritor itinerante y el sueño de hacerme ciudadano de este país en cinco años. Sígame, por favor, me pide el tipo, menos rudo que el que me detuvo. Salgo de ese cuarto horrendo, ahora todavía más hacinado de inmigrantes ilegales, y camino detrás de este agente que tiene un trasero que parecen dos y lo mueve al caminar como si fuera una batea. Los culos más grandes del mundo están sin duda en Estados Unidos de América y en el servicio de inmigración y aduanas en particular. Dios me ha castigado por querer abortar, por casarme ante la ley y no por la Iglesia, por no invitar a mis padres a la boda y por ser tan gay, pienso, tal vez porque mis padres me educaron a flagelarme así.