Tras caminar unos minutos que se hacen interminables, el tipo me hace pasar a sus oficinas, se acomoda tras un escritorio y me invita a sentarme frente a él. Luego examina mi pasaporte, mira la pantalla del ordenador y dice: Hemos revisado su caso y hemos verificado que usted se casó hace poco con una ciudadana norteamericana y que no tiene antecedentes policiales. -No en este país, pienso. El tipo prosigue-: Aunque usted excedió el tiempo permitido por su salvoconducto y ésa es una falta que podría ameritar que se le retire el permiso temporal de residencia y se lo devuelva a su país de origen, hemos considerado que esa sanción sería excesiva y que vamos a perdonarle la falta y a dejarlo entrar, más aún considerando que su esposa se encuentra en avanzado estado de embarazo. Dios lo bendiga, pienso, y digo: Muchas gracias, señor oficial. Le pido disculpas por incumplir mi salvoconducto y le prometo que esto no volverá a ocurrir. El tipo, que a lo mejor es gay, me mira con sospechosa simpatía y dice: Eso espero. Puede irse a casa. Suerte en su matrimonio. Yo le doy la mano y digo: Igualmente, lo mismo para usted, muchas gracias. Al retirarme pienso que he dicho una estupidez, que a lo mejor no está casado, pero estaba tan nervioso que no pensé en lo que decía.
Antes de tomar un taxi, llamo de un teléfono público a Sofía y le digo que voy en camino. ¿En camino adonde?, ¿a Lima?, pregunta, asustada. No, tontita, camino a abrazarte, ya me soltaron, digo. Media hora después, entro al departamento, la abrazo y siento que mi vida sin ella sería mucho más triste. Gringos de mierda, me han dado un susto de la gran puta, digo, y ella me dice: No hables así, que el bebito va a salir lisuriento. Luego prepara una cena deliciosa y esa noche duermo en su cama.
Tres veces por semana Sofía y yo vamos juntos al hospital de Georgetown University a tomar clases de respiración, preparándonos para el parto que se avecina. Nunca había necesitado una profesora de respiración, pensaba que podía hacerlo adecuadamente sin ayuda de nadie, pero mi profesora, la miss Milligan, me ha nombrado entrenador del parto de Sofía y trata de educarnos con mucha paciencia en las formas, técnicas y modalidades más convenientes de respirar cuando llegue el momento de dar a luz al bebé. Somos no más de diez parejas las que acudimos a sus clases, aunque a veces las mujeres vienen solas y la relación que se establece entre ellas es de absoluta cordialidad, si bien generalmente las gordas se hacen amigas entre sí y las más lindas se juntan entre ellas. Para mi pesar, ningún marido, novio o acompañante es atractivo. Así como a las mujeres embarazadas les enseñan en estas clases a dosificar el aire y echarlo en largas bocanadas o exhalaciones cortas y repetidas, a los gays y bisexuales también deberían adiestrarnos en respirar apropiadamente cuando nos meten una verga por el trasero, pero por desgracia no hay clases de respiración para sobrellevar mejor aquellos dolores que a veces resultan inevitables.
Yo dejé de respirar, me puse colorado y lloré cuando Sebastián me hizo el amor por primera vez. Según estoy aprendiendo ahora con la profesora Milligan, experta en las técnicas de respiración Lamaze, eso, ponerte tenso, es lo peor que puedes hacer cuando pasas por un trance semejante. Por eso estoy asistiendo a estas clases con mucho rigor y curiosidad. Echado al lado de Sofía en unas colchonetas sobre el piso de la cancha de básquet del hospital, veo a la profesora Milligan gritar ¡tomen mucho aire, aguántelo, bótenlo despacito!, y yo siento que Sebastián me la está metiendo y debo dosificar el aire sin echarme a llorar, y luego la profesora, que a lo mejor nunca ha parido, chilla orgullosa ¡ahora respiren rápido, uno, dos, tres, uno, dos tres, uno, dos tres!, y Sofía y yo, tumbados en las colchonetas, ambos en buzo, mirándonos con una media sonrisa, respiramos al ritmo frenético que nos marca la instructora y casi silbamos exhalando el aire de esa manera, uno, dos y tres, y yo pienso en Sebastián metiéndomela de esa forma machacona y repetida, uno, dos y tres, y que esta respiración habría sido muy útil para mitigar la natural aflicción o pesar que me producía esa penetración.
Tales fantasías hacen mis clases más entretenidas. Desde luego no las comparto con mi esposa, pues la veo satisfecha de tenerme a su lado como un entrenador responsable y dedicado. Luego la profesora Milligan nos entrena a los hombres en las frases, palabras o los latiguillos de aliento que debemos decir a nuestras mujeres cuando estén pasando por los peores dolores del parto, además de recordarles las distintas fases y técnicas respiratorias. Lo más importante es decirles cosas optimistas, alentadoras, positivas, por ejemplo, vamos, tú puedes, ya falta poco, lo peor ya pasó, no te rindas, no sabes cuánto te admiro, puja fuerte, mi amor, que ya está saliendo el bebito, pero yo, hincado de rodillas detrás de Sofía, hablándole al oído mientras practica sus ejercicios respiratorios, siento que toda esa cháchara es inútil y que cuando le duela la matriz entera, nos olvidaremos de ella. Yo creo que, llegado el momento, será mejor respirar con ella, ambos al mismo ritmo, guardar silencio y tratar de no caer desmayado, pues no creo que tenga fuerzas para repetir el discurso optimista de la profesora.
Las clases también ponen énfasis en todo lo que debemos hacer para reconocer que ha llegado el momento de ir al hospital a dar a luz, explicándonos en detalle las contracciones, la ruptura de aguas, el grado de dilatación y todas las señales que podemos detectar para estar seguros de que debemos correr a ser padres. Yo, atento y en silencio, considero que, por el tamaño desmesurado del sexo de Sebastián, debo tener una dilatación anal aún mayor que la dilatación vaginal diagnosticada por miss Milligan como adecuada para parir, y en cuanto a la ruptura de aguas, recuerdo que se me rompieron las lagrimales cuando el desgraciado me la empujó sin un ápice de ternura, pues dejé muy aguada la almohada en la que lloré de dolor, mordiéndola (mordiendo la almohada, digo, aunque bien merecía el desconsiderado que lo mordiera ahí abajo).
Las clases disipan en parte nuestros temores y nos recuerdan, como no se cansa de repetir la profesora, que no está embarazada sólo la mujer, estamos embarazados ambos padres, y por eso nos obliga a repetir en voz alta, de pareja en pareja, sentados sobre las colchonetas haciendo un círculo, hola, mi nombre es Sofía y estoy embarazada, hola, mi nombre es Gabriel y estoy embarazado, y luego ambos al unísono: ¡nos queremos mucho y estamos embarazados!, y los demás aplauden y yo me siento un idiota. Tal vez por eso, una noche sueño con que me encuentro casualmente con mis padres caminando por las calles de Georgetown y les anuncio con orgullo lo que me ha enseñado la profesora Milligan: Papá, mamá, ¡estoy embarazado! Ellos quedan mudos, pensando que es una broma de mal gusto, y yo, afirmando mi condición de hombre preñado, insisto: De veras, no estoy diciendo esto para molestarlos, ¡estoy embarazado! Entonces mi madre palidece en el sueño, aprieta con fuerzas el rosario que lleva entre las manos y me dice: Hijo, eres un hombre, el Señor te hizo así, ¡no puedes estar embarazado! Yo, sin dejarme intimidar por sus dogmas intolerantes, digo casi gritando para que me oiga el vecindario entero: ¡Estoy embarazado, mamá! ¡Hay un bebé en mis entrañas, una criaturita moviéndose en mi vientre! Tócame la barriga, mira cómo se mueve, ¿sientes sus pataditas? Entonces mi padre dice: ¡Pataditas son las que te voy a dar yo, maricón de mierda!, y me da una patada en el trasero, al tiempo que mamá, para mi sorpresa, grita: ¡Si estás embarazado, tienes que abortar!, pero yo me defiendo: No, mamá, la religión condena el aborto, es un crimen, un asesinato, ¿cómo puedes pedirme que aborte a tu nietecito, a una criaturita inocente! Entonces ella me toma con fuerza del brazo, mirándome con unos ojos flamígeros, inquietantes, poseídos por la fe única y verdadera, y sentencia: Tienes que abortar porque estás embarazado del diablo.