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Tolomeo fundó la Biblioteca por otras muchas razones. Deseaba en primer lugar aprender a reinar bien. Quiso pues leer todo lo que se había escrito sobre las leyes, la política y la historia. El material era abundante, porque los griegos no han dejado de ocuparse de estos temas desde que Solón redactó la primera constitución que se conoce en el mundo. Pero, en opinión del rey, a partir de la muerte de Aristóteles sólo quedaba un hombre capaz de conocer la lista de todos los pergaminos que hablaban de la realeza y del mejor modo de gobernar: Demetrio, su antiguo condiscípulo. La cosa resultaba sorprendente, ya que éste había sido en el ínterin gobernador de Atenas, mantenido en el poder por Casandro, el sucesor de Alejandro. Los atenienses afirmaban que había sido un tirano, y sobre todo le reprochaban a Demetrio que durante su decenio de reinado absoluto hubiera patrocinado la institución del Liceo, fundado por Aristóteles según el modelo de la Academia de Platón, y del que los atenienses decían con desprecio que era sólo un hatajo de intrusos.

Cierto día, ante la amenaza de un levantamiento provocado por un epígono de Alejandro, Demetrio tuvo que huir de Atenas y refugiarse en Tebas, donde conoció la amargura del exilio. De modo que, cuando Tolomeo le llamó a Alejandría, Demetrio no tardó en desembarcar allí, llevando como único equipaje la ciencia de su maestro, su talento de orador y su experiencia del poder.

El rey le recibió con grandes fastos, yendo él mismo a buscarle al puerto, que estaba bien protegido por los diques que unían entre sí las islas formando un semicírculo abierto sólo por un canal. Penetraron en el Brucheion, el barrio de los palacios, verdadera ciudad cerrada en plena urbe. Sus murallas protegían más la tumba de Alejandro que las suntuosas moradas con estatuas de mármol y los templos dedicados tanto a los dioses griegos como a las divinidades egipcias. El mayor de estos templos estaba consagrado a las Musas, o, más bien, a las artes y las ciencias que esas diosas del ritmo y de los números representaban. Pero las hornacinas, los anaqueles y los armarios de este «Museo» no contenían otros documentos escritos que los que Tolomeo había traído de sus campañas.

– He aquí tu nuevo reino -dijo el monarca de Egipto al tirano expulsado de Atenas-. Tus súbditos todavía no están aquí. Tendrás que hacerlos venir de las cuatro esquinas del universo. He enviado ya un mensaje en este sentido a todos los países del mundo, pidiendo a sus soberanos y gobernantes que me remitan los libros que tengan disponibles. Las riquezas de Egipto son inagotables; les daré parte de ellas a cambio de esos textos. Este será tu reino, éstos serán tus súbditos. En calidad de ministros, generales y sumos sacerdotes podrás llamar a tu lado a filósofos, gramáticos, matemáticos, astrónomos, geómetras, ingenieros, traductores y copistas. Serán bien pagados, permanecerán alojados entre estas paredes y nada les faltará, ni para su trabajo ni para su reposo.

Demetrio aceptó la oferta con fervor. Se maldijo por haber perdido, antaño, tanto tiempo dedicado a la intriga y el poder; por fin podía vivir de acuerdo con su pensamiento, el de Aristóteles, y no según lo que las circunstancias y su afición al mando demasiadas veces le habían impulsado a hacer.

En Atenas, Demetrio había colaborado en la organización del Liceo, prototipo del Museo. Había proporcionado los fondos necesarios para la compra de un jardín rodeado de pórticos y paseos, donde había una sala de clase y celdas destinadas a alojar a profesores y alumnos. Y allí podía consultarse la biblioteca de Aristóteles, la mayor jamás reunida hasta entonces. ¿Por qué, se dijo Demetrio, no trasplantar a Alejandría la idea de esa escuela, dotándola de las riquezas de su señor, Tolomeo, el más generoso príncipe del mundo?

Por aquel entonces, las bibliotecas griegas se reducían a colecciones de manuscritos en manos de particulares. Los templos de Egipto albergaban en sus estanterías un surtido de textos religiosos y oficiales, al igual que ciertos panteones del mundo griego. Tolomeo Soter tuvo la ambición de reunir todas estas colecciones dispersas en una verdadera Biblioteca central, que poseyera toda la literatura mundial conocida.

El lugar y las circunstancias eran perfectos para que semejante empresa prosperase. Alejandría era la ciudad ideal imaginada por el Filósofo: un puerto inmenso, abierto a todos los intercambios comerciales y culturales, una ciudad de mercaderes y guerreros, como tú, Amr.

Sin embargo, los reyes, príncipes, tiranos, generales, sátrapas, diadocos y oligarcas del despedazado imperio de Alejandro no respondieron en absoluto a la llamada de Tolomeo Soter. Sin duda eso era debido al poder creciente del dueño de Alejandría. Además de Egipto, era señor de Cirenaica, de Coelesiria, de Palestina, que formaban una media luna fértil al borde del Mediterráneo, custodiada por dos centinelas que eran Chipre y Creta. Los soberanos del mundo veían en él a un nuevo faraón y temían que los libros que reclamaba fueran un arma tan misteriosa como temible contra la que sus espadas podrían quebrarse. No les faltaba razón…

Entonces, el antiguo dueño de Atenas utilizó medios draconianos para engrosar la Biblioteca. Cuando Atenas aceptó por fin prestar los textos de Eurípides, Esquilo y Sófocles, Demetrio los hizo copiar, devolvió las copias y se quedó con los originales. Dio la orden de requisar los libros de todos los navíos que hacían escala en el puerto de Alejandría, y les aplicaba el mismo tratamiento: confiscación de los originales y restitución de las copias. Así, en poco tiempo, se constituyó la «biblioteca de los bajeles», la primera colección del Museo, alimentada por los fondos de los navíos.

Paralelamente, Demetrio elaboró un sistema por el que tanto los mercaderes como los vendedores salían beneficiados. Los mercaderes vieron en ello un maná. Llevar libros a Alejandría era el mejor de los pasaportes para que se les abrieran los graneros de trigo, las minas de esmeraldas, los almacenes de tejidos de Egipto. Hurgaron en todas las ciudades, los palacios y las ricas moradas donde estaba de moda amontonar ostensiblemente en su estuche de seda manuscritos que nadie leía, pero que se mostraban como objetos de prestigio o de opulencia. Y aquello nada costaba, o muy poco, a los mercaderes. Depositaban una garantía puramente simbólica, prometiendo a los donantes que les devolverían la totalidad de sus bienes en forma de copia, pero siempre en la misma y hermosa envoltura. ¿Qué le importaba, a la mayoría de esa gente poseer una copia en vez del original? Su biblioteca seguiría siendo un objeto de admiración, al que se añadiría la gloria de tener su nombre inscrito para toda la eternidad en los registros del nuevo faraón, como les decían los mercaderes para engolosinarlos.

Afortunadamente, hay otros amantes de los libros distintos a esa gente ávida de vanagloria: todos aquellos para quienes leer es un gozo profundo, una búsqueda de la sabiduría o una herramienta de trabajo. Pero que éstos cediesen su biblioteca era harina de otro costal. Entonces, como Tolomeo le había pedido, Demetrio llamó a Alejandría a todos aquellos sabios y eruditos, para que vivieran y estudiaran en el seno del templo de las Musas. Nada trabaría su libertad de investigación, ni la religión ni la política. Sólo ponía una única condición: que no vinieran solos, sino con sus libros. Y no sólo dispondrían de sus propios volúmenes sino que podrían utilizar a su guisa todos los demás.