– ¿Va por ahí con dos armas cargadas? -soltó el tipo mayor-. En Massachusetts eso es un poco raro.
Asentí.
– Es uno de los puntos débiles. Tendremos que arriesgarnos y asumir algunos.
– Yo iré de paisano -dijo el tío mayor-. Como si fuera un detective. Disparar a un poli uniformado es más que temerario. Esto también sería un punto débil.
– De acuerdo -convine-. Muy bien. Excelente. Es un detective, saca su placa, y yo creo que es un arma. Suele pasar.
– Pero ¿cómo muero? -preguntó-. ¿Me sujeto el estómago y caigo redondo, como en las pelis del Oeste?
– No es muy convincente -opinó Eliot-. Todo tiene que parecer absolutamente real. En interés de Richard Beck.
– Necesitamos material tipo Hollywood -dijo Duffy-. Camisetas ignífugas de Kevlar y condones llenos de sangre falsa que exploten a una señal transmitida por control remoto.
– ¿Podemos conseguirlo?
– De Nueva York o Boston, tal vez.
– Vamos justos de tiempo.
– Vaya noticia -soltó Duffy.
Así acabó el noveno día. Duffy quería que me trasladara al motel y sugirió que alguien me acompañara en coche a Boston para recoger el equipaje. Le dije que no tenía ningún equipaje, y ella me miró de reojo pero no dijo nada. Ocupé una habitación junto a la del tipo mayor. Alguien fue a comprar unas pizzas. Todo el mundo iba de acá para allá y hacía llamadas telefónicas. Me dejaron solo. Me tumbé en la cama y repasé todo el plan desde el principio bajo mi perspectiva. Hice una lista mental de todas las cosas que no habíamos tenido en cuenta. Era una lista larga. Pero en todo caso había una cuestión que me preocupaba sobremanera. Y no estaba exactamente en la lista. De alguna forma ambas corrían parejas. Me levanté y fui a ver a Duffy. En ese momento ella regresaba a toda prisa a su habitación desde el coche.
– Zachary no es la clave -le dije-. No es posible. Si Quinn está implicado, significa que Quinn es el jefe. Nunca sería un segundo espada. A menos que Beck sea aún peor que Quinn, lo que no quiero ni imaginar.
– Tal vez Quinn ha cambiado -replicó-. Recibió dos balazos en la cabeza. Quizás eso le haya afectado al cerebro. Lo haya ablandado en cierto modo.
No respondí. Duffy se alejó corriendo. Volví a mi habitación.
El décimo día empezó con la llegada de los vehículos. El tipo mayor se quedó con el Chevy Caprice de siete años, que sería un coche de policía camuflado. Tenía un motor Corvette, último modelo del año antes de que la General Motors dejara de fabricarlo. Parecía de lo más idóneo. La furgoneta era un trasto grande de un rojo descolorido. En la parte delantera llevaba un enorme parachoques reforzado. Los tíos más jóvenes hablaban de cómo iban a utilizarla. Para mí había una sencilla camioneta marrón. La camioneta más vulgar que había visto en mi vida. No tenía ventanillas laterales pero sí dos en la parte de atrás. Busqué alguna guantera. Había una.
– ¿Todo bien? -me preguntó Eliot.
Di una palmada en el lado, como hacen los conductores de camionetas, y el vehículo respondió con un débil gemido.
– Perfectamente -contesté-. Quiero que los revólveres sean para balas Magnum 44. Tres expansivas pesadas y nueve de fogueo lo más ruidosas posible.
– De acuerdo -dijo-. ¿Por qué expansivas?
– Por los rebotes -aclaré-. No quiero lastimar a nadie sin querer. Las postas expansivas se deforman y quedan clavadas en aquello que golpean. Dispararé una al radiador y dos a los neumáticos. Mejor que éstos estén muy hinchados, para que cuando les dé exploten. Va a ser todo un espectáculo.
Eliot se marchó a toda prisa y Duffy se acercó.
– Necesitará esto -dijo, enseñándome un abrigo y un par de guantes-. Si los lleva parecerá más real. Hará frío. Y podrá esconder el arma en el abrigo.
Lo cogí todo de sus manos y me puse el abrigo. Me iba bastante bien. Duffy sabía calcular bien las tallas, sin duda.
– La psicología será peliaguda -dijo-. Deberá ser usted flexible. El chico podría caer en un estado catatónico. Quizá tenga que engatusarle para obtener de él cierta reacción. Lo deseable sería que se mantuviera despierto y hablara, en cuyo caso creo que usted debe mostrar alguna reticencia a implicarse cada vez más. Sería ideal que usted deje que él le convenza de que le lleve a casa. Pero al mismo tiempo ha de ser usted quien domine la situación. Debe dejar que los hechos vayan sucediendo sin interrupción para que él no tenga tiempo de reflexionar en lo que está viendo.
– Muy bien -dije-. En tal caso voy a cambiar mi pedido de municiones. Haré que la segunda bala de la segunda arma sea de verdad. Le diré que se eche al suelo y reventaré la ventana a su espalda. Creerá que han sido los polis de la universidad que nos están disparando. Después le ordenaré que se levante. Esto incrementará su sensación de peligro y hará que se acostumbre a obedecerme y que se sienta algo más contento de ver que la poli de la facultad se ha llevado una buena. Porque no quiero que discuta conmigo, que intente detenerme. Yo podría perder el control de la camioneta y eso sería el final para los dos.
– De hecho conviene que establezca lazos afectivos con él -señaló ella-. Más tarde el chico ha de hablar bien de usted. Porque, estoy de acuerdo, lograr que le contraten sería el premio gordo. Le daría libre acceso. Así que trate de impresionar al muchacho. Pero con sutileza. No hace falta caerle bien. Sólo que piense que usted es un tipo duro que sabe lo que se hace.
Fui en busca de Eliot, y luego los dos que serían los policías de la facultad vinieron a verme. Dispusimos que desde el principio ellos me dispararían balas de fogueo, luego yo otro tanto, después reventaría la ventanilla trasera de la camioneta, acto seguido otra bala de fogueo, y por último descargaría las tres últimas balas también de fogueo en una serie espaciada. En mi tiro final ellos harían estallar su parabrisas con una bala real de sus propias armas y luego se saldrían de la calzada como si les hubiese herido o hubieran sufrido un reventón.
– No se confunda con la munición -dijo uno.
– Ustedes tampoco -repliqué.
Para almorzar comimos más pizza y después fuimos a examinar el futuro campo de operaciones. Aparcamos a un kilómetro de distancia y revisamos un par de planos. A continuación nos arriesgamos a pasar tres veces en dos coches por delante de la entrada de la universidad. Habría preferido tener más tiempo para examinarlo todo bien, pero no quería llamar la atención. Regresamos al motel y volvimos a reunimos en la habitación de Eliot.
– Parece todo en orden -dije-. ¿Hacia dónde he de girar?
– Maine está al norte -indicó Duffy-. Suponemos que el muchacho vive en algún lugar cerca de Portland.
Asentí.
– De todos modos, creo que será mejor el sur. Miren los mapas. Por ahí se llega antes a la autopista. Según los manuales de seguridad, hay que llegar a las carreteras anchas y muy transitadas lo antes posible.
– Es una apuesta.
– Iremos hacia el sur -dije.
– ¿Algo más? -preguntó Eliot.
– Estaría loco si siguiera con la camioneta -dije-. Para creérselo, el viejo Beck esperará que la haya abandonado y robado un coche.
– ¿Dónde? -inquirió Duffy.
– En el mapa figura un centro comercial cerca de la autopista.
– Muy bien, pondremos uno ahí.
– ¿Unas llaves de repuesto bajo el parachoques? -sugirió Eliot.
Duffy negó con la cabeza.
– Demasiado ficticio. Todo debe ser absolutamente creíble. Tiene que robar un coche de verdad.
– No sé cómo -objeté-. Nunca lo he hecho.
Se produjo un silencio.
– Sólo sé lo que aprendí en el ejército -expliqué-. Los vehículos militares nunca están cerrados. Y no tienen llaves de encendido. Se ponen en marcha apretando un botón.