– No estoy buscando trabajo. Sólo quiero esconderme unas cuarenta y ocho horas y después largarme.
– Cuidaríamos de usted. No le encontraría nadie. Aquí estaría totalmente a salvo. Si pasa la prueba.
– ¿La prueba es la ruleta rusa?
– Por mi experiencia, el test infalible -dijo.
No repliqué. En la habitación no se oía una mosca. El se inclinó hacia delante en la silla.
– O está conmigo o está contra mí -sentenció-. Va usted a probar una cosa u otra. Espero sinceramente que elija con sensatez.
Duke se desplazó hacia la puerta. El suelo crujió bajo sus pies. Yo oía el mar. La espuma rompía hacia arriba y el viento la azotaba y gruesas gotas se arqueaban perezosas en el aire y golpeteaban el cristal de la ventana. La séptima ola llegó retumbando, más fuerte que las otras. Cogí el revólver que tenía delante. Duke sacó un arma de su chaqueta y me apuntó por si yo tenía en mente algo distinto de la ruleta. Era una Steyr SPP, básicamente un subfusil ametrallador Steyr TMP recortado en forma de pistola. Una pipa poco común procedente de Austria que en su mano parecía grande y fea. Aparté la mirada y me concentré en el Colt. Metí la bala en una recámara al azar y cerré el tambor. El trinquete susurró en la quietud de la sala.
– Juegue -dijo Beck.
Hice girar el tambor, alcé el revólver y me encañoné la sien. El acero estaba frío. Miré a Beck fijamente a los ojos y aguanté la respiración. Eché el percutor hacia atrás. El tambor se movió y el arma quedó amartillada. El movimiento fue suave, como seda sobre seda. Apreté el gatillo. El percutor cayó con un sonoro chasquido que recorrió todo el metal hasta mi sien. Pero no sentí nada más. Exhalé, bajé el arma y la sostuve con el dorso de la mano apoyado en la mesa. Luego aparté la mano.
– Su turno -señalé.
– Sólo quería ver cómo lo hacía -dijo.
Se produjo un silencio. Sonreí.
– ¿Quiere que lo repita? -pregunté.
No respondió. Cogí el arma otra vez e hice girar el tambor. Elevé el cañón hacia mi cabeza. Era tan largo que tuve que forzar el codo. Apreté el gatillo, rápido y decidido. Un fuerte chasquido rompió el silencio. El sonido de un arma de precisión de ochocientos dólares que funcionaba exactamente como cabía esperar. La bajé e hice girar el barrilete por tercera vez. Alcé el arma. Disparé. Nada. Lo hice por cuarta vez, deprisa. Nada. Por quinta vez, más rápido. Nada.
– Muy bien -dijo Beck.
– Hábleme de las alfombras orientales -pedí.
– No hay mucho que contar. Se colocan en el suelo. La gente las compra. A veces pagando mucho.
Sonreí. Levanté otra vez el arma.
– Hay una posibilidad entre seis -puntualicé. Hice girar el tambor por sexta vez. En la habitación se hizo el silencio. Me llevé el cañón a la cabeza. Apreté el gatillo. Noté el chasquido del percutor. Nada más.
– Ya basta -soltó Beck.
Bajé el Colt, abrí el tambor y dejé caer la bala en la mesa. La hice rodar hasta él. Resonó sobre la madera. La detuvo con el pulpejo de la mano y estuvo dos o tres minutos sin abrir la boca. Me miraba como si yo fuera un animal de zoológico. Como si deseara que entre ambos hubiera barrotes.
– Richard dice que fue usted policía militar -dijo.
– Durante trece años -confirmé.
– ¿Era bueno?
– Mejor que esos capullos que mandó a recogerle.
– Habla bien de usted.
– No me extraña. Le salvé el pellejo. Lo que me ha salido ciertamente caro.
– ¿Le van a echar en falta en algún sitio?
– No.
– ¿Familia?
– No tengo.
– ¿Empleo?
– No creo que pueda volver, ¿no le parece?
Jugueteó con la bala unos instantes, haciéndola girar bajo la yema del dedo índice. De pronto la recogió en la palma de la mano.
– ¿A quién podría llamar? -preguntó.
– ¿Para qué?
Meneó la bala como si agitara un dado.
– ¿Una recomendación? Tenía un jefe, ¿no?
Los errores ya acudían a atormentarme.
– Trabajo por mi cuenta -repuse.
Volvió a dejar la bala sobre la mesa.
– ¿Autorizado y con seguro? -inquirió.
Aguardé un instante.
– No exactamente -dije.
– ¿Por qué no?
– Tengo mis razones -repliqué.
– ¿Puedo ver el documento de matriculación de la camioneta?
– Lo he extraviado.
Hizo girar la bala bajo los dedos. Me clavó la mirada. Lo veía pensar. Por su cabeza pasaba de todo. Procesaba información. Intentaba que todo encajara con sus ideas preconcebidas.
Yo lo incitaba a seguir adelante. «Un tipo armado y con una vieja camioneta que no es suya. Un ladrón de coches. Un asesino de polis.» Sonrió.
– Las historias de siempre -dijo-. Nada nuevo.
No hice ningún comentario. Sólo le sostuve la mirada.
– Deje que adivine -prosiguió-. Estaba comerciando con discos compactos robados.
«Soy su tipo.» Meneé la cabeza.
– Contrabando -corregí-. No soy un ladrón, sólo un ex militar que intenta llegar a final de mes. Y creo en la libertad de expresión.
– Y un cuerno. Cree en ganar dinero fácil.
«Soy su tipo.»
– En eso también -dije.
– ¿Y le va bien?
– No me quejo.
Volvió a coger la bala en la palma y se la lanzó a Duke. Este la cogió con una mano y la dejó caer en el bolsillo de su chaqueta.
– Duke es mi jefe de seguridad -explicó Beck-. Trabajará para él. Incorporación inmediata.
Eché un vistazo a Duke y me volví hacia Beck.
– ¿Y si no quiero trabajar para él? -pregunté.
– No tiene elección. Allá en Massachusetts hay un policía muerto y aquí tenemos su nombre y sus huellas. Estará en libertad vigilada hasta que sepamos exactamente qué clase de persona es. Pero mírele el lado positivo. Piense en los cinco mil dólares. Eso es un montón de discos de contrabando.
La diferencia entre ser un huésped con todos los honores y un empleado en libertad vigilada es que comí en la cocina con los otros empleados. El gigante de la caseta junto a la verja no se dejó ver, pero estaba Duke y otro tío que parecía una especie de mecánico, de esos manitas que arreglan cualquier cosa. Había también una criada y una cocinera. Nos sentamos los cinco a una sencilla mesa de madera de pino y la comida era tan buena como la de la familia. Acaso aún mejor, pues la cocinera había escupido en la de ellos y dudo que hiciera lo mismo en la nuestra. Yo había pasado mucho tiempo entre veteranos y suboficiales y sabía cómo las gastaban.
No hablamos mucho. La cocinera era una mujer desabrida de unos sesenta años. La criada era tímida. Tuve la impresión de que llevaba allí poco tiempo. No estaba segura de cómo comportarse. Era joven y poco agraciada. Llevaba un vestido de algodón sin cintura y una rebeca de lana. Calzaba zapatos anticuados y sin tacón. El mecánico era un tío de mediana edad, delgado, gris y reservado. Duke también permanecía callado porque estaba pensando. Beck le había encargado un cometido, y él no estaba muy seguro de cómo abordarlo. ¿Podía utilizarme? ¿Podía confiar en mí? No era estúpido, eso estaba claro. Enfocaba todos los aspectos del asunto y estaba dispuesto a dedicar tiempo a cada uno. Tenía más o menos mi edad. Quizás algo mayor o algo más joven. Era de esos tipos fuertes bien alimentados con cereales, que disimulan bien la edad. Aproximadamente de mi talla. Seguramente de huesos más sólidos, y un poco más voluminoso. Pesaríamos igual, kilo arriba kilo abajo. Me senté a su lado y traté de elegir con cuidado el tipo de preguntas que se esperarían de una persona normal.
– Bueno, háblame del negocio de las alfombras -dije, el tono lo bastante elocuente para darle a entender mi suposición de que Beck estaba metido de lleno en algo más.