– No me gustas -soltó Paulie. Me miraba fijamente, así que supuse que hablaba conmigo. Tenía los ojos pequeños. Le brillaba la piel. Era un desequilibrio químico ambulante. Sus poros rezumaban compuestos exóticos.
»Deberíamos echar un pulso -dijo.
– ¿Qué?
– Deberíamos echar un pulso -repitió. Se acercó con un andar ligero y silencioso. Me sacaba tres palmos. Prácticamente tapaba la luz. Olía a sudor acre y penetrante.
– No quiero echar ningún pulso -repliqué. Advertí que Duke me miraba. Eché un vistazo a las manos de Paulie. Tenía los puños apretados, pero no eran grandes. Y los esteroides no producen efecto alguno en las manos de una persona a menos que se ejerciten, y la mayoría no lo hace.
– Eres una nenaza -soltó.
No dije nada.
– Nenaza -repitió.
– ¿Qué hay para el vencedor? -pregunté.
– Satisfacción -contestó.
– Vale.
– ¿Vale qué?
– Muy bien, adelante -dije.
Pareció sorprendido, pero retrocedió rápidamente hacia el banco de las pesas. Me quité la chaqueta y la dejé plegada sobre la bicicleta estática. Me desabotoné el puño derecho y me subí la manga hasta el hombro. Al lado del suyo, mi brazo era muy delgado. Pero mi mano era un poquito mayor. Y los dedos más largos. Y el poco músculo que tenía en comparación con él se debía exclusivamente a la genética, no a ningún producto de la farmacia.
Nos arrodillamos frente a frente a uno y otro lado del banco, sobre el que hincamos los codos. Su antebrazo era algo más largo que el mío, lo cual iba a mi favor porque me permitiría retorcerle la muñeca. Juntamos las palmas de golpe y nos aferramos. Su mano me pareció húmeda y fría. Duke se colocó como árbitro en el extremo del banco.
– Adelante -dijo.
Hice trampa desde el principio. Cuando se echa un pulso, el objetivo es valerse de la fuerza del brazo y el hombro para hacer girar la mano hacia abajo, y con ella la del rival, hasta hacerle tocar la superficie. Yo no tenía ninguna posibilidad de lograrlo. Al menos no con aquel tipo. No tenía más opción que mantener la mano en su sitio. Así que ni siquiera intenté ganar. Sólo apretaba. Tras un millón de años de evolución disponíamos de un pulgar oponible, es decir, que puede actuar junto con los otros cuatro dedos a modo de tenaza. Tenía sus nudillos en fila y los presioné sin contemplaciones. Mis manos son muy fuertes. Me concentré en mantener el brazo recto. Lo miré fijamente y le estrujé la mano hasta que sus nudillos empezaron a deformarse. Apreté más fuerte. Y más. El no cedía. Era fortísimo, aguantaba la presión. Yo sudaba y respiraba ruidosamente, sólo procurando no perder. Estuvimos así durante un minuto entero, haciendo fuerza y temblando en silencio. Apreté un poco más. Dejé que se acumulara dolor en su mano. Vi cómo eso se reflejaba en su cara. Estrujé más todavía. Esto los desconcierta. Creen que la cosa ha ido todo lo mal que podía ir, y resulta que empeora. Y empeora aún más, como una rueda de trinquete. Y va a peor y peor, como si ante ellos se abriera todo un mundo de sufrimiento que aumenta y aumenta, inexorable, como una máquina. Comienzan a concentrarse en su apuro. Y de pronto en sus ojos empieza a vacilar la determinación. Saben que hago trampas, pero se dan cuenta de que no pueden evitarlo. No pueden alzar la vista impotentes y decir: «¡Me estás haciendo daño! ¡No vale!» Entonces las nenazas serían ellos, no yo. Y no lo soportarían. Así que se contienen. Se lo guardan y comienzan a preocuparse por si las cosas se pondrán aún más feas. Como así sucede. Sin lugar a dudas. Aún queda mucho. Siempre queda mucho. Lo miré fijamente a los ojos y apreté más. Él sudaba tanto que la piel se le volvía resbaladiza, por lo que mi mano se movía fácilmente por la suya, haciendo cada vez más fuerza. No le distraía ninguna molestia debida al roce. Todo el dolor estaba concentrado en los nudillos.
– Ya basta -dijo Duke-. Tablas.
No aflojé la mano. Paulie no cedió en la presión. Su brazo era firme como un tronco.
– ¡He dicho basta! -gritó Duke-. Vamos, capullos, tenéis cosas que hacer.
Elevé el codo para que no me sorprendiera con un último esfuerzo. Él apartó la vista y retiró el brazo. Nos soltamos. Su mano presentaba intensas marcas rojas y blancas. El pulpejo del dedo pulgar me ardía. Se puso en pie y se marchó. Oí sus fuertes pasos en la escalera.
– Esto ha sido una verdadera estupidez -señaló Duke-. Sólo has conseguido otro enemigo.
Yo estaba jadeando.
– ¿Qué? ¿Tenía que perder?
– Habría sido mejor.
– No es mi estilo -dije.
– Entonces eres tonto.
– Tú eres el encargado de la seguridad -puntualicé-. Deberías decirle que se comporte como una persona mayor.
– No es tan fácil.
– Entonces deshazte de él.
– Eso tampoco es fácil.
Me levanté despacio. Me bajé la manga y me abroché el puño. Eché un vistazo al reloj. Casi las siete. El tiempo volaba.
– ¿Qué haré hoy? -pregunté.
– Conducir una camioneta. Tú sabes conducirlas, ¿verdad?
Asentí porque no podía decir que no. Cuando salvé a Richard Beck conducía una camioneta.
– He de volver a ducharme -dije-. Y necesito algo de ropa limpia.
– Díselo a la criada. -Duke estaba cansado-. ¿Qué crees que soy? ¿Tu puto ayuda de cámara?
Me observó un instante y acto seguido se dirigió a las escaleras y me dejó solo en el sótano. Me desperecé sin dejar de jadear y sacudí la mano para aliviarla. Cogí la chaqueta y fui en busca de Teresa Daniel. En teoría podía estar encerrada en cualquier lugar allí abajo. Pero no encontré nada. El sótano era un laberinto de espacios abiertos en la roca. La mayoría tenía una función clara. En uno había una caldera rugiente y un montón de tuberías. Otro servía para lavar la ropa y contenía una enorme lavadora colocada en lo alto de una mesa de madera para desaguar por gravedad en una cañería que atravesaba el muro a la altura de la rodilla. Había zonas dedicadas a almacén. También dos habitaciones cerradas de puerta maciza. Intenté oír algo dentro pero en vano. Llamé con unos golpecitos sin obtener respuesta.
Volví a subir por las escaleras y me encontré con Richard Beck y su madre en el vestíbulo de la planta baja. Richard se había lavado el pelo, se había hecho la raya a la derecha y se lo había peinado de modo que le colgara abundantemente a la izquierda para ocultar la oreja que le faltaba. Semejaba uno de esos tíos que quieren disimular la calvicie. Su rostro todavía conservaba la ambivalencia. En la seguridad de su casa daba la impresión de estar cómodo, pero también alcancé a ver que se sentía un tanto atrapado. Pareció contento de verme. No sólo porque lo había rescatado, sino porque quizá yo era también una fortuita representación del mundo exterior.
– Feliz cumpleaños, señora Beck -dije.
Ella me sonrió, como si le halagara que yo me hubiera acordado. Tenía mejor aspecto que el día anterior. Me llevaba diez años por lo menos, pero seguramente le habría prestado atención si la hubiera conocido por casualidad en cualquier otro lugar, como un bar, una discoteca o un tren de largo recorrido.
– Se quedará con nosotros una temporada -dijo.
Entonces pareció caer en la cuenta de por qué me quedaría con ellos. Necesitaba esconderme porque había matado a un policía. Pareció preocupada, apartó la mirada y se alejó por el pasillo. Richard fue con ella y se volvió una vez para mirarme. Regresé a la cocina. Paulie no estaba. Pero sí Zachary Beck.