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Luego entró por la puerta sin pintar. Yo me quedé donde estaba. Repasé mentalmente las diez últimas horas. Mientras había durado la vigilancia a distancia me había detenido tres veces. Cada parada había sido lo bastante corta para ser creíble. Si la vigilancia hubiera sido visual, todo se habría estropeado. Sin embargo, estaba casi seguro de que en ningún momento había aparecido un Lincoln negro en mi campo visual. Me inclinaba a darle la razón a Duffy. El tío y su rastreador habían estado en la carretera 1.

Permanecí inmóvil unos instantes. A continuación me dirigí a la puerta. La abrí de golpe y entré. Enseguida había un giro a la izquierda en ángulo recto que llevaba a una pequeña área abierta al público ocupada por mesas y archivadores. No había gente. Nadie sentado a ninguna mesa. Pero sí hasta hacía muy poco, sin duda. Era una oficina corriente de una empresa. Había tres mesas repletas del tipo de cosas que los empleados dejan al final de la jornada. Papeleo por terminar, tazas de café enjuagadas, notas, jarras de recuerdo rebosantes de lápices, paquetes de pañuelos de papel. En las paredes había calentadores eléctricos y el lugar estaba caldeado y olía ligeramente a ambientador.

En el fondo había una puerta cerrada tras la cual hablaban en voz baja. Reconocí las voces de Beck y Duke. Ambos conversaban con un tercer hombre que supuse sería el del Lincoln negro. No entendía lo que decían pero advertí cierto apremio. Cierta controversia. Nadie alzaba la voz, pero no estaban discutiendo a quién invitarían a merendar.

Miré las mesas y las paredes. Había dos mapas prendidos en sendos tableros. Uno era un mapamundi. El mar Negro quedaba más o menos en el centro, con Odesa acurrucada a la izquierda de la península de Crimea. En el mapa no había marcas, pero alcancé a imaginarme el recorrido que seguiría un pequeño vapor a través del Bósforo, el mar Egeo, el Mediterráneo, el estrecho de Gibraltar y luego a toda máquina por el Atlántico hasta Portland, Maine. Probablemente un viaje de dos semanas. Acaso tres. Los barcos suelen ser bastante lentos.

El otro mapa era de Estados Unidos. Portland estaba borrada por una vieja mancha de grasa. Supuse que infinidad de veces habían puesto ahí los dedos para abarcar con las manos y calcular tiempos y distancias. La mano totalmente extendida de una persona pequeña podría representar un día de navegación. En cuyo caso Portland no era la mejor ubicación como centro de distribución. Estaba lejos de todas partes.

Los papeles de las mesas no me decían mucho; apenas podía interpretar algunos detalles sobre fechas y cargamentos. Advertí unas listas de precios. Unos altos, otros bajos. Junto a los precios había códigos. Tal vez se referían a alfombras. Aunque también podían corresponder a otra cosa. De todos modos, a primera vista el lugar parecía una inocente oficina de transporte marítimo. Me pregunté si Teresa Daniel había trabajado ahí.

Escuché un poco más las voces. Ahora oía enfado e inquietud. Retrocedí hasta el pasillo. Saqué la Glock del cinturón y me la metí en el bolsillo con el índice en el guardamonte. Una Glock no tiene un seguro normal sino una especie de seguro en el gatillo. Una barra minúscula que cuando uno aprieta con brusquedad se cierra. Presioné un poco para liberar el gatillo. Quería estar preparado. Imaginé que dispararía primero a Duke. Luego al tío del rastreador. Después a Beck. Seguramente Beck sería el más lento de reflejos, y siempre hay que dejar al más lento para el final.

Metí la otra mano en el otro bolsillo. Un tipo con una sola mano en el bolsillo parece que va armado y es peligroso. Pero si lleva las dos manos en los bolsillos, parece tranquilo y despreocupado. No supone ninguna amenaza. Respiré hondo y volví a la oficina haciendo ruido.

– ¡Hola! -llamé.

La puerta del fondo se abrió de inmediato. Los tres se asomaron para mirar. Beck, Duke, el tío nuevo. Iban desarmados.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó Duke. Parecía cansado.

– La puerta estaba abierta.

– ¿Cómo sabía cuál era la puerta? -inquirió Beck.

Mantuve las manos en los bolsillos. No podía decir que había visto el letrero, pues era Duffy quien me había revelado el nombre de su empresa, no él.

– Su coche está aparcado ahí fuera -dije.

Él asintió.

– Muy bien -dijo.

No me preguntó nada sobre cómo había ido todo. El tipo del rastreador ya se lo habría contado. Estaba allí de pie, mirándome fijamente. Era más joven que Beck. También que Duke. Y que yo. Tendría unos treinta y cinco años. Aún parecía peligroso. Tenía pómulos planos y mirada apagada. Era como uno de los tantos chicos malos que yo había metido en vereda en el ejército.

– ¿Has tenido buen viaje? -le pregunté.

No contestó.

– He visto que llevabas el rastreador -señalé-. Encontré el primer micrófono oculto. Bajo el asiento.

– ¿Por qué lo revisaste? -inquirió.

– La costumbre -repuse-. ¿Dónde estaba el segundo?

– En el respaldo. No te has parado a almorzar.

– No tengo dinero -contesté-. Nadie me ha dado nada todavía.

– Bienvenido a Maine -dijo sin sonreír-. Aquí nadie da dinero a nadie. Uno se lo gana.

– Muy bien -dije.

– Me llamo Angel Doll -se presentó, como si esperase que su nombre me impresionara. Pero no fue así.

– Yo Jack Reacher.

– El asesino de polis -espetó, con un no sé qué en la voz.

Me observó un largo instante y después desvió la mirada. Se me escapaba cuál era su sitio. Beck era el jefe y Duke el responsable de la seguridad, pero aquel subalterno parecía muy relajado hablando por los codos ante los otros.

– Estamos en una reunión -dijo Beck-. Espérenos en el coche.

Hizo pasar dentro a los otros dos y me cerró la puerta en las narices. Eso me indicó que en la zona de oficina no merecía la pena buscar nada. Así que salí sin prisas al tiempo que echaba un atento vistazo al sistema de seguridad. Era bastante rudimentario pero eficaz. Había tacos de contacto en la puerta y todas las ventanas. Pequeños artilugios rectangulares con cables del tamaño y color de los espaguetis hilvanados a lo largo de los zócalos. Los cables se juntaban en una caja metálica instalada en la pared junto a un atestado tablón de anuncios. Había toda clase de historias sobre seguros de empleados, extintores de incendios y salidas de emergencia. La alarma tenía un teclado numérico y dos lucecitas. Una roja que decía «armado» y una verde que ponía «desarmado». No había zonas separadas. Ni detectores de movimiento. Era sólo una tosca defensa del perímetro.

No aguardé junto al coche. Di una vuelta por allí hasta que le cogí el truco al lugar. Toda la zona era un laberinto de empresas parecidas. Para las furgonetas había un enrevesado camino de acceso. Supuse que los contenedores eran transportados desde el embarcadero y descargados en los almacenes. Después eran cargados en furgonetas de reparto que partían hacia el sur. El almacén de Beck no estaba aislado. Se hallaba exactamente en medio de una hilera de cinco. Sin embargo, no tenía un muelle exterior de carga. Ni plataforma a la altura de la cintura. En vez de ello, una puerta corredera. En ese momento estaba bloqueada por el Lincoln de Angel Doll, pero era lo bastante grande para que pasara por ella una furgoneta. Se podía mantener la discreción.