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En general, no se apreciaba seguridad exterior. No era como un astillero naval. No había alambradas. Ni verja, ni barreras, ni guardas apostados. Era sólo una zona enorme y desordenada de unas cuarenta hectáreas, llena de edificios dispersos, charcos y rincones oscuros. Supuse que habría alguna clase de actividad las veinticuatro horas. No sabía cuánta. Pero seguramente bastaría para disimular ciertas idas y venidas clandestinas.

Regresé al Cadillac. Estaba apoyado en el guardabarros cuando aparecieron los tres hombres. Primero salieron Beck y Duke, y Doll se quedó en el umbral. Yo tenía aún las manos en los bolsillos. Seguía preparado para dispararle a Duke en primer lugar. Pero por el modo en que se movían, no había ningún indicio de peligro. Ninguna cautela. Beck y Duke se limitaron a dirigirse al coche. Parecían cansados y preocupados. Doll permaneció en la puerta, como si fuera el propietario del lugar.

– Vamos -dijo Beck.

– No, un momento -dijo Doll-. Antes quiero hablar con Reacher.

Beck se paró, sin volverse.

– Cinco minutos -señaló Doll-. Sólo eso. Luego ya cerraré yo.

Beck no dijo nada. Duke tampoco. Parecían irritados, pero no pusieron reparos. Mantuve las manos en los bolsillos y me puse en movimiento. Doll me hizo pasar a la oficina y luego al despacho del fondo. Cruzamos otra puerta y entramos en un cubículo de paredes acristaladas. Vi una carretilla elevadora y estantes de metal llenos de alfombras. Los estantes podían fácilmente llegar a los seis metros de altura, y las alfombras estaban bien enrolladas y atadas. El cubículo tenía una puerta que daba al exterior y una mesa metálica con un ordenador. La silla de la mesa estaba hecha polvo. Por todas las costuras asomaba sucia espuma amarilla. Doll se sentó, me miró y movió la boca hasta esbozar algo parecido a una sonrisa. Me quedé de pie a un lado de la mesa y lo miré.

– ¿Qué pasa? -dije.

– ¿Ves este ordenador? -dijo-. Tiene pinchados todos los departamentos de vehículos del país.

– ¿Y qué?

– Pues que puedo comprobar las matrículas.

No dije nada. Sacó una pistola. Un movimiento fácil y rápido. Además, una buena pistola de bolsillo. Una PSM de la época soviética, un arma automática pequeña de lo más cómoda y ligera para que no estorbara en la ropa. Utiliza una extraña munición rusa, difícil de conseguir. Tiene un seguro en la parte posterior de la corredera. Doll se inclinó hacia delante. Yo no recordaba si eso significaba «a salvo» o «fuego».

– ¿Qué quieres? -pregunté.

– Que me confirmes algo -respondió-. Antes de hacerlo público y ascender uno o dos peldaños en el escalafón.

Se hizo el silencio.

– ¿Cómo lo conseguirías? -pregunté.

– Contándoles una cosita que aún no saben -contestó-. Quizás incluso me gane una bonita gratificación. Tal vez los cinco mil destinados para ti.

Presioné levemente el gatillo de la Glock en el bolsillo. Eché un vistazo a mi izquierda. Alcanzaba a ver todo el espacio que había hasta la ventana del despacho del fondo. Beck y Duke seguían junto al Cadillac. De espaldas a mí. A unos doce metros. Demasiado cerca.

– Me deshice de tu Maxima -dijo Doll.

– ¿Dónde?

– Da igual -soltó, y volvió a sonreír.

– ¿Qué pasa? -repetí.

– Lo robaste, ¿no? Al azar. En un centro comercial.

– ¿Y qué?

– Tenía matrícula de Massachusetts -dijo-. Era falsa. Nunca se ha asignado ese número.

Los errores, otra vez atormentándome. No dije nada.

– Así que comprobé el número de identificación del vehículo -prosiguió-. Lo tienen todos. En una pequeña placa metálica, en la parte superior del salpicadero.

– Ya lo sé -dije.

– Ponía Maxima -continuó-. Hasta aquí bien. Pero había sido registrada en Nueva York. Por un chico malo a quien los federales habían trincado cinco días atrás.

No abrí la boca.

– ¿Quieres explicármelo? -dijo.

No contesté.

– Tal vez dejen que yo mismo te mate -soltó-. Creo que me lo pasaría bien.

– ¿Tú crees?

– Ya he matado gente -dijo, como si tuviera que demostrar algo.

– ¿Mucha?

– Bastante.

Miré por la ventana del despacho del fondo. Solté la Glock y saqué las manos de los bolsillos. Vacías.

– Puede que la lista DMV de Nueva York esté desfasada -señalé-. Era un vehículo viejo. Puede haber sido vendido fuera del estado un año antes. ¿Verificaste el código de autenticación?

– ¿Dónde?

– En la parte superior de la pantalla, a la derecha. Si están actualizados, los números correctos han de estar ahí. Fui policía militar. He entrado en el sistema DMV de Nueva York más veces que tú.

– Detesto a los PM -me espetó.

Miré su arma.

– Me da igual a quién detestes -repliqué-. Sólo te estoy diciendo que sé cómo funcionan esos sistemas. Y que yo he cometido el mismo error. Más de una vez.

Se quedó callado un instante.

– Chorradas -masculló.

Ahora sonreí yo.

– Pues adelante -dije-. Ponte en evidencia. A mí me trae sin cuidado.

Se quedó inmóvil. De pronto se pasó la pistola de la mano derecha a la izquierda y se entretuvo con el ratón. Mientras tecleaba y hacía avanzar y retroceder el texto de la pantalla, intentaba no quitarme el ojo de encima. Me moví un poco como para ver la pantalla. Apareció la página de búsqueda de DMV de Nueva York. Me acerqué un poco más, por detrás de su hombro. Introdujo lo que sería el número original de la matrícula del Maxima, al parecer de memoria. Pulsó «buscar». Toda la pantalla se rehizo. Me moví de nuevo, como dispuesto a demostrarle su error.

– ¿Dónde? -preguntó.

– Ahí -dije, señalando con los diez dedos de ambas manos, si bien éstos no se dirigieron a la pantalla.

Lo cogí del cuello con la mano derecha y le arrebaté el arma con la izquierda. El arma cayó al suelo y sonó exactamente como un trozo de acero golpeando una tabla de contrachapado forrada de linóleo. Miré hacia la ventana del despacho. Beck y Duke aún me daban la espalda. Mantuve las dos manos en el cuello de Doll y apreté. Se revolvió frenético. Resistía. Cambié las manos de posición. La silla se hundió debajo de él. Apreté más fuerte. Miré por la ventana. Beck y Duke seguían allí. De espaldas a mí. Su respiración era un vaho. Doll empezó a forcejear mis muñecas. Estrujé más fuerte aún. Sacó la lengua. Entonces, en un movimiento rápido, me soltó las muñecas y alargó los brazos hacia atrás en busca de mis ojos. Me eché hacia atrás, le sujeté la mandíbula con una mano y coloqué la otra, plana, en un lado de la cabeza. Le torcí con fuerza la mandíbula a la derecha y tiré de la cabeza hacia abajo y a la izquierda. Y le rompí el cuello.

Levanté la silla y la encajé con cuidado bajo la mesa. Cogí su arma y saqué el cargador. Lleno. Ocho balas Soviet Pistol de 5,45 mm de cuello de botella. Son aproximadamente del mismo tamaño que las del calibre 22 y más lentas, pero al parecer golpean con fuerza. Las fuerzas de seguridad soviéticas estaban satisfechas con ellas. Examiné la recámara. Había un cartucho. Comprobé el mecanismo. Estaba preparada para disparar. Volví a montarla y la dejé amartillada y con el seguro puesto. Me la metí en el bolsillo izquierdo.

Acto seguido le registré la ropa. Llevaba las cosas corrientes. Una cartera, un móvil, un sujetabilletes sin mucho dinero, un manojo de llaves. Lo dejé todo allí. Abrí la puerta que daba al exterior e inspeccioné el panorama. Ahora Beck y Duke quedaban ocultos tras la esquina del edificio. No los veía y no me veían. Por allí no había nadie más. Me acerqué al Lincoln de Doll y abrí la portezuela del conductor. Accioné la palanquita del maletero y la tapa se alzó un par de centímetros. Volví al cubículo y arrastré el cadáver fuera. Abrí el maletero del todo y arrojé a Doll dentro. Bajé la tapa suavemente y cerré la puerta del conductor. Miré el reloj. Habían pasado los cinco minutos. Tendría que tirar la basura más tarde. Regresé al recinto, crucé el despacho, la oficina, la puerta principal, y salí fuera. Beck y Duke se volvieron. Beck tenía un semblante severo y fastidiado por la tardanza. «¿Por qué se han quedado aquí?», me pregunté. Duke tenía los ojos enrojecidos y bostezaba. Era la viva imagen de alguien que lleva treinta y seis horas sin dormir. «Tengo una triple ventaja», pensé.