– ¿Ahora?
– Creo que sí -repuso.
Beck me esperaba en la habitación cuadrada en que estaba la mesa de roble, donde habíamos jugado a la ruleta rusa.
– La Toyota era de Hartford, Connecticut -dijo-. Doll ha localizado la matrícula esta mañana.
– En Connecticut no ponen placas delanteras -dije, por decir algo.
– Conocemos a los propietarios.
Se hizo el silencio. Lo miré fijamente. Tardé una fracción de segundo en comprenderle.
– ¿Cómo es eso? -pregunté.
– Tenemos una relación de negocios.
– ¿Las alfombras?
– Eso no es asunto suyo.
– ¿Quiénes son?
– Eso tampoco -dijo.
Me quedé callado.
– Pero hay un problema -prosiguió-. Los que usted describió no son los propietarios de la furgoneta.
– ¿Está seguro?
Asintió.
– Dijo que eran altos y rubios. La furgoneta pertenece a unos hispanos. Bajitos y morenos.
– Entonces ¿quiénes eran los tíos que vi?
– Hay dos posibilidades -contestó-. Una: quizás alguien les robó la furgoneta.
– ¿Y la otra?
– Que tal vez han ampliado la plantilla.
– Cualquiera de las dos es posible -señalé.
Meneó la cabeza.
– La primera no. Los llamé. No hubo respuesta. He preguntado por ahí. Han desaparecido. No tiene sentido que se esfumaran sólo porque alguien les hubiera robado la furgoneta.
– Así que hay más gente en nómina.
Asintió.
– Y decidieron morder la mano que les da de comer.
No dije nada.
– ¿Está seguro de que eran Uzi? -inquirió.
– Es lo que vi.
– ¿No eran MP5K?
– No -dije. Aparté la vista. No admitían comparación. No se parecían en casi nada. La MP5K es un subfusil Heckler & Koch corto diseñado a principios de los años setenta. Tiene empuñaduras con gruesos moldeados de plástico caro. Parece muy futurista, como del atrezo de una película. A su lado, una Uzi parece algo ensamblado a martillazos por un ciego-. No hay ninguna duda.
– ¿Puede que el intento de secuestro fuera un hecho azaroso, ¿no cree? -preguntó.
– No -repuse-. Mil a uno que no.
Asintió de nuevo.
– De modo que me han declarado la guerra -indicó-. Y se han metido en su madriguera. Están escondidos en alguna parte.
– ¿Por qué lo harían?
– No tengo ni idea.
Se hizo el silencio. Del mar no llegaba ningún sonido. El oleaje iba y venía inaudible.
– ¿Intentará encontrarlos? -pregunté.
– Téngalo por seguro -dijo Beck.
Duke me esperaba en la cocina, enfadado e impaciente. Quería llevarme arriba y tenerme encerrado durante la noche. No puse ninguna objeción. Una puerta cerrada con llave y sin ojo de cerradura por dentro es una buena coartada.
– De servicio a las seis y media, no lo olvides -dijo.
Agucé el oído, oí el chasquido de la cerradura y aguardé a que sus pasos se alejaran. Después me dediqué a mi zapato. Me esperaba un mensaje. De Duffy: «¿El regreso bien?» Pulsé «contestar» y tecleé: «Necesito un coche a kilómetro y medio de la casa. Déjenlo allí con la llave en el asiento. Aproximación lenta, luces apagadas.»
Pulsé «enviar». Hubo un breve lapso sin respuesta. Imaginé que ella estaría en una habitación de hotel utilizando su ordenador portátil. Pero al final funcionó: «¡Tienes correo!»
Su mensaje decía: «¿Por qué? ¿Cuándo?»
Respondí: «Sin preguntas. A medianoche.»
Hubo cierta demora. Luego ella envió: «OK.»
«Devolución a las seis de la mañana, precaución», respondí.
«De acuerdo.»
«Beck conoce propietarios de la Toyota.»
Noventa larguísimos segundos después, contestó: «¿Cómo es eso?»
«Relación de negocios.»
«¿Datos concretos?», preguntó.
«No los dio», respondí.
Duffy replicó con una sola palabra: «Mierda.»
Esperé. Ella no envió nada más. Seguramente estaba consultando con Eliot. Podía imaginarlos, hablando deprisa, sin mirarse, intentando tomar una decisión. Envié una pregunta: «¿Cuántos detenidos en Hartford?» Ella respondió: «Todos, o sea tres.» Pregunté: «¿Han desembuchado?» Contestó: «No, nada.» Pregunté: «¿Abogados?» Ella precisó: «No abogados.»
Era un modo muy laborioso de comunicarse. No obstante, dejaba tiempo para pensar. Los abogados habrían sido nefastos. Beck los habría conseguido fácilmente. Tarde o temprano se le habría ocurrido averiguar si sus compinches habían sido detenidos.
Tecleé: «¿Se les puede mantener incomunicados?»
«Sí, dos o tres días», contestó.
«Háganlo.»
Hubo una larga pausa. Luego ella preguntó: «¿Qué cree Beck?»
«Que le han declarado la guerra y se han escondido», contesté.
Preguntó: «¿Qué va usted a hacer?»
«No estoy seguro», respondí.
«Dejaremos el coche, le aconsejo que lo utilice para marcharse», propuso.
«Quizá.»
Se produjo otra pausa prolongada. Después otro mensaje: «Apague el aparato, ahorre batería.» Sonreí. Duffy era una mujer muy práctica.
Me tendí en la cama totalmente vestido unas tres horas, atento al teléfono. Me levanté justo antes de medianoche, quité la alfombra oriental enrollándola, me tumbé en el suelo y pegué la oreja al entarimado de roble. Es la mejor manera de captar los sonidos débiles de un edificio. Alcancé a oír el sistema de calefacción. El viento alrededor de la casa gemía suavemente. El mar estaba en calma. La casa, tranquila. Era una sólida estructura de piedra. Ni crujidos ni chirridos. Ninguna actividad humana. No se oían voces ni movimiento. Supuse que Duke estaría durmiendo el sueño de los justos. La tercera ventaja de su agotamiento. Él era el único que me preocupaba. Era el único profesional.
Me até fuerte los zapatos y me quité la chaqueta. Aún vestía el atuendo vaquero negro que me había proporcionado la criada. Abrí la ventana hasta arriba y me senté en el alféizar, de cara a la habitación. Miré fijamente la puerta. Me volví y miré fuera. Había una fina tajada de luna. Las estrellas daban un poco de luz. Algo de viento. Nubes plateadas hechas jirones. El aire era frío y salado.
Saqué las piernas a la noche y me desplacé arrastrándome de lado. Luego me volví y hurgué con el pie hasta encontrar un resquicio en la roca, donde hubieran incrustado algún refuerzo. Aseguré los pies, me agarré al alféizar con una mano y con la otra bajé la ventana hasta unos cinco centímetros del marco. Avancé de lado y busqué a tientas algún tubo de desagüe que bajara desde el canalón del tejado. A un metro encontré uno. Era una gruesa tubería de hierro fundido. La palpé con la mano derecha. Parecía sólida. Pero también lejana. No soy una persona ágil. Si me llevaran a los Juegos Olímpicos podría competir en lucha, boxeo o halterofilia. Pero no en gimnasia.
Me desplacé de costado todo lo posible hacia la derecha y con la mano izquierda me sujeté a la esquina del marco de la ventana. Estiré la derecha y logré rodear la tubería. El hierro estaba frío y algo resbaladizo por el rocío de la noche. Comprobé que estaba bien agarrado. Estiré el cuerpo un poco más. Estaba pegado a la pared con brazos y piernas extendidos. Igualé la presión de las dos manos y salté lateralmente para encajar las piernas a cada lado de la cañería. Me apreté contra ella y me solté del alféizar. Ahora me mantenía sujeto al desagüe con ambas manos y los pies contra la pared. El culo hacia fuera, a quince metros sobre las rocas. Mi cabello ondeaba al viento. Hacía frío.
Un boxeador, no un gimnasta. Podía quedarme allí agarrado toda la noche. Con eso no habría ningún problema. Pero el caso es que no estaba seguro de cómo descender. Deslicé las manos hacia abajo, unos veinte centímetros. Y luego los pies una distancia equivalente. Parecía funcionar. Lo hice de nuevo. Veinte centímetros cada vez. Me secaba las palmas de las manos por turnos. Aunque hacía frío, sudaba. Me dolía la mano derecha del pulso que había echado con Paulie. Aún me hallaba a unos trece metros del suelo. Bajaba poco a poco. Llegué al nivel de la segunda planta. Descendía despacio pero seguro. Salvo que cada pocos segundos la vieja tubería de hierro recibía una brusca sacudida. La tubería tendría unos cien años. Y el hierro se oxida y se pudre.