Se movió un poco. Percibí que se estremecía y temblaba. Y estaba resbaladiza. Tenía que entrelazar los dedos por detrás para asegurarme de que no me soltaría. Rozaba la piedra con los nudillos. Bajaba a sacudidas, veinte centímetros cada vez. Cogí un ritmo. Me apretaba, deslizaba las manos, me dejaba caer y trataba de amortiguar el golpe aflojando los brazos. Prefería que el impacto lo recibieran los hombros. Entonces quedaba doblado por la cintura formando mucho ángulo y luego dejaba caer los pies los veinte centímetros y vuelta a empezar. Rebasé las ventanas de la primera planta. La tubería ya se notaba más sólida. Tal vez estaba afianzada en una base de hormigón. Seguí descendiendo a sacudidas, más deprisa. Llegué abajo. Noté la roca firme bajo los pies, exhalé un suspiro de alivio y me alejé de la pared. Me restregué las manos contra los pantalones y agucé el oído. Sentaba bien estar fuera de la casa. El aire era como terciopelo. Frío. Tonificante. No oía nada. No se apreciaban luces en las ventanas. Percibí la punzada del frío en los dientes y reparé en que estaba sonriendo. Alcé la vista a la luna del cazador, la luna llena que sigue a la luna de la cosecha. Me sacudí un poco y fui en busca de las armas.
Seguían envueltas en la alfombra, en la hondonada tras los hierbajos. Dejé la PSM de Doll. Prefería la Glock. La examiné con calma, pura costumbre. Diecisiete balas en la pistola, diecisiete en cada cargador. Cincuenta y una de nueve milímetros Parabellum. Si disparaba una, seguramente debería dispararlas todas. Para entonces ya habría ganadores y perdedores. Guardé los cargadores en los bolsillos y el arma en el cinturón, y recorrí el camino hasta el extremo más alejado de los garajes para echar un vistazo preliminar al muro desde lejos. Seguía iluminado. Las luces brillaban hirientes y amenazadoras, como en un estadio. El resplandor bañaba la caseta del guarda. El alambre de espino relucía. La luz formaba una barra compacta de treinta metros; detrás, la oscuridad total. La puerta de la verja, cerrada a cal y canto. El conjunto semejaba el perímetro de una prisión del siglo xix. O de un manicomio.
Miré hasta que hube calculado el modo de pasar y a continuación me dirigí al interior del patio adoquinado. El apartamento encima de los garajes estaba a oscuras y tranquilo. Las puertas de los garajes se hallaban cerradas, aunque ninguna tenía cerradura. Eran enormes y anticuados trastos de madera. Habían sido instaladas mucho tiempo atrás, antes de que a nadie se le hubiera ocurrido robar ningún coche. Cuatro conjuntos de puertas, cuatro garajes. El de la izquierda era el del Cadillac. Ya había estado ahí. Así que inspeccioné los otros, despacio y sin hacer ruido. En el segundo había otro Lincoln Town Car como el de Angel Doll y el utilizado por los guardaespaldas. Estaba encerado y lustroso y tenía las puertas cerradas.
El tercer garaje se encontraba completamente vacío. Dentro no había nada. Estaba limpio y barrido. Aprecié pasadas de escoba en las manchas de aceite cubiertas de polvo. Observé fibras dispersas de alfombra. Quien hubiera barrido las había pasado por alto. Eran cortas y rígidas. Parecían grises, como arrancadas del refuerzo de arpillera de alguna alfombra. No me decían nada. Así que continué.
En el cuarto garaje encontré lo que buscaba. Abrí las puertas de par en par a fin de que entrara la suficiente luz de luna para ver. Allí estaba el viejo y polvoriento Saab que había utilizado la criada para ir a la compra, aparcado de morro delante de un banco de trabajo. Tras el banco había una ventana mugrienta. Fuera, sobre el mar, la pálida luz de la luna. El banco tenía un torno fijado con tornillos y estaba lleno de herramientas. Herramientas viejas con mangos de madera y oscurecidas por el paso del tiempo. Vi un punzón. Era sólo una punta de acero desafilada metida en un mango bulboso, de roble. La punta tendría unos cinco centímetros de largo. La introduje apenas un centímetro en el torno del banco y apreté con fuerza. Cogí el mango y doblé la punta hasta formar un ángulo recto perfecto. Aflojé el torno, comprobé mi obra y la guardé en el bolsillo de la camisa.
Después encontré un escoplo para trabajar la madera. Tenía una hoja de casi dos centímetros de anchura y un bonito mango de fresno. Tendría unos setenta años. Busqué y hallé una piedra de amolar y una lata oxidada de líquido para afilar. Salpiqué la piedra con un poco de líquido, que extendí con la punta del escoplo. Froté la hoja en un movimiento de vaivén hasta que estuvo brillante. Uno de los muchos institutos a que asistí era uno de Guam chapado a la antigua, donde las calificaciones del taller dependían de lo bien que uno hacía el trabajo sucio, como amolar herramientas. Todos sacábamos buenas notas. Eran las cosas que nos interesaban. Aquella clase conseguía los mejores cuchillos que he visto jamás. Di la vuelta al escoplo e hice el otro canto. Logré un buen filo. Parecía acero de Pittsburgh de calidad superior. Lo limpié en mis pantalones. No verifiqué el filo con el pulgar. No tenía ganas de hacerme sangre. Sólo con mirar ya sabía que estaba muy afilado.
Salí al patio, me puse en cuclillas en el ángulo que formaban las paredes y cargué los bolsillos. Tenía el escoplo por si convenía seguir en silencio y la Glock por si no importaba hacer ruido. A continuación repasé mis prioridades. Primero la casa, decidí. Había muchas posibilidades de que no pudiera echarle otro vistazo.
La puerta del porche de la cocina estaba cerrada, pero la cerradura era rudimentaria. Un mero trámite. Metí la punta doblada del punzón a modo de llave y busqué a tientas las clavijas. Eran grandes. Tardé menos de un minuto en estar dentro. Me detuve y escuché con atención. No quería encontrarme con la cocinera. Quizás aún seguía levantada, horneando alguna tarta especial. O acaso la chica irlandesa andaba por allí haciendo algo. Pero todo estaba en silencio. Me arrodillé frente a la puerta interior. La misma cerradura sencilla. La misma rapidez. La abrí y me llegaron los olores de la cocina. Escuché otra vez. La estancia estaba fría y desierta. Dejé el punzón en el suelo. El escoplo al lado. Agregué la Glock y los cargadores de repuesto. No quería que se disparara el detector de metales. En la quietud de la noche habría sonado como una sirena. Deslicé el punzón por el suelo, pegado a las tablas, y lo empujé a través del umbral. Repetí la operación con el escoplo, haciéndolo rodar hacia dentro. Casi todos los detectores de metales tienen una zona muerta en la parte inferior. Los zapatos elegantes de hombre llevan una varilla de acero en la suela, que les proporciona resistencia y flexibilidad. Los detectores de metales están concebidos para no tener en cuenta los zapatos, lo que tiene su lógica pues de lo contrario pitarían cada vez que pasara un tío con un calzado decente.
Deslicé la Glock por la zona muerta y después un cargador y luego el otro. Lo empujé todo hacia el interior lo más lejos que pude. Acto seguido me puse en pie y entré. Cerré la puerta tras de mí sin hacer ruido. Recogí todo mi equipo y volví a llenarme los bolsillos. Dudé entre quitarme o no los zapatos. Es más fácil moverse en silencio si sólo llevas calcetines. Pero llegado el caso, los zapatos son armas muy útiles. Propinarle a alguien un puntapié significa dejarlo fuera de combate. Sin zapatos, los dedos corren peligro de romperse. Y se tarda tiempo en volver a ponérselos. Si tenía que salir a toda prisa, no quería correr por las rocas descalzo. O saltar el muro. Decidí que los llevaría puestos y andaría con cuidado. Era una casa de construcción sólida. Valía la pena correr el riesgo. Puse manos a la obra.