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Primero busqué una linterna en la cocina. No encontré ninguna. La mayoría de las casas que se hallan al final de un ramal eléctrico sufren cortes de luz de vez en cuando, por lo que la gente suele tener algo a mano. Pero por lo visto los Beck no. Todo lo que encontré fue una caja de cerillas. Me metí tres en el bolsillo y encendí una con el rascador. Utilicé la vacilante luz para buscar el manojo de llaves que había dejado sobre la mesa. Me habrían servido de mucho, pero no estaban. Ni en la mesa ni en ningún gancho cerca de la puerta, ni en ningún sitio. No me sorprendí. De hecho, habría sido insólito que estuvieran.

Apagué la cerilla y me abrí paso a oscuras hacia las escaleras del sótano. Bajé y encendí otra cerilla con la uña del pulgar. Seguí la maraña de cables del techo que confluían en la caja de interruptores. Al lado, en el estante de la derecha, había una linterna. El típico lugar donde un tonto guardaría una linterna. Si salta el diferencial, la caja es el destino, no el punto de partida.

La linterna era una enorme Maglite negra larga como una porra. Con seis pilas D. En el ejército solíamos usarlas. Se nos garantizaba que eran irrompibles, pero descubrimos que eso dependía de qué golpeaba uno con ellas y con qué fuerza. La encendí y apagué la cerilla. Escupí en el cabo quemado y la metí en el bolsillo. Me ayudé de la linterna para examinar la caja de interruptores. Tenía veinte cortacircuitos. En ninguno ponía «caseta del guarda». Ésta recibiría un suministro independiente, lo cual tenía sentido. Era ilógico instalar tendido eléctrico hasta la casa y luego volver atrás hasta la caseta. Mejor proporcionarle su propia derivación de la línea entrante. No me extrañó, pero me sentí algo decepcionado. Habría sido bonito poder apagar las luces del muro. Me encogí de hombros, cerré la caja, di media vuelta y me dirigí hacia las dos puertas cerradas que había visto la otra mañana.

Ya no estaban cerradas. Lo primero que se hace antes de emprenderla con una cerradura es comprobar si la puerta en cuestión está abierta. Nada le hace sentir a uno más estúpido que forzar una cerradura que no está cerrada. Aquéllas no lo estaban. Las puertas se abrieron sólo con girar el pomo.

La primera habitación se hallaba totalmente vacía. Era un cubo más o menos perfecto, de unos dos metros y medio de lado. Lo recorrí todo con la luz de la linterna. Las paredes eran de piedra y el suelo de cemento. No había ventanas. Parecía una despensa. Estaba inmaculadamente limpia y vacía. Absolutamente vacía. Nada de fibras de alfombra. Ni siquiera basura o suciedad. La habían barrido y pasado la aspiradora, seguramente a primera hora del día. Era algo fría y húmeda, lo que cabría esperar de un sótano de piedra. Percibí el característico olor a polvo de una bolsa de aspiradora. Pero en el aire había un rastro de algo más. Un olor débil, seductor, al borde de lo perceptible. Me resultaba vagamente familiar. Intenso, parecido al papel. Algo que yo debía conocer. Entré en la habitación y apagué la linterna. Cerré los ojos, me quedé de pie a oscuras y me concentré. El olor se desvaneció. Era como si mis movimientos hubieran perturbado las moléculas de aire y aquella de entre mil millones que me interesaba se hubiera difuminado en el frío y húmedo granito subterráneo. Me esforcé, pero en vano. Me di por vencido. Era como los recuerdos; perseguirlos significa perderlos. Y yo no tenía tiempo que perder.

Volví a encender la linterna, salí al pasillo y cerré la puerta silenciosamente a mi espalda. Me quedé quieto y agucé el oído. Oía la caldera. Nada más. Miré en la siguiente habitación. También vacía. Pero sólo en el sentido de que en ese momento no estaba ocupada. Había cosas. Era un dormitorio.

Era un poco mayor que la despensa, de tres por tres y medio. La linterna me mostró paredes de piedra, suelo de cemento. Ninguna ventana. En el suelo había un delgado colchón. Encima, unas sábanas arrugadas y una manta vieja. No había almohadas. En la habitación hacía frío. Olía a comida pasada, perfume rancio, sueño, sudor y miedo.

La registré minuciosamente. Estaba sucia. De todos modos, no hallé nada importante hasta que aparté el colchón a un lado. Debajo, grabada en el cemento, una sola palabra: justice. Estaba escrita en mayúsculas de trazos finos e inseguros. Desiguales y torpes, pero inequívocas. Y debajo de las letras, unos números. Seis, en tres grupos de dos. Día, mes y año. La fecha del día anterior. Eran señales más hondas y anchas que las que habrían dejado un imperdible, una uña o la punta de unas tijeras. Supuse que habían sido hechas con un diente de tenedor. Devolví el colchón a su sitio y eché un vistazo a la puerta. Era de roble macizo. Gruesa y pesada. No tenía ojo de cerradura por dentro. No era un dormitorio. Era una celda.

Salí y cerré la puerta. Me quedé inmóvil y escuché con atención. Nada. Pasé quince minutos en el resto del sótano sin encontrar nada, como ya suponía. Si hubiera habido algo, no me habrían dejado andar por ahí aquella mañana. Así que apagué la linterna y subí las escaleras a oscuras. Regresé a la cocina y busqué y encontré una bolsa negra para la basura. También necesitaba una toalla. Lo mejor que hallé fue un gastado trapo de hilo para secar los platos. Doblé pulcramente ambas cosas y me las metí en los bolsillos. Salí al vestíbulo y me dispuse a inspeccionar las partes de la casa que aún no había visto.

Había mucho donde escoger. Aquello era un laberinto. Empecé por la parte delantera, por donde había entrado el día anterior. La gran puerta de roble estaba bien cerrada. La evité dando un rodeo, pues no sabía lo sensible que podía ser el detector de metales. Algunos pitan sólo con que estés a un palmo. El suelo era de firmes tablas de roble cubiertas de alfombras. Andaba con cuidado, pero el ruido no me preocupaba demasiado. Las alfombras, las cortinas y los paneles lo absorberían.

Exploré toda la planta baja. Sólo me llamó la atención un sitio. En el lado norte de la estancia donde yo había estado con Beck había otra puerta cerrada. Estaba enfrente del comedor de la familia, en el otro extremo de un amplio vestíbulo interior. Era la única puerta cerrada de la planta baja. Por tanto, daba a la única habitación que me interesaba. La cerradura era un enorme chisme de latón del tiempo en que las cosas se fabricaban a conciencia. En los puntos donde estaba atornillada a la madera presentaba extravagantes bordes de filigrana. Las propias cabezas de los tornillos estaban lisas de tanto haberlas frotado y pulido durante ciento cincuenta años. Seguramente era de la casa original. Algún viejo artesano del Portland del siglo xix la habría hecho a mano. Tardé aproximadamente un segundo y medio en abrirla.

Una especie de estudio. Ni oficina ni despacho ni estancia familiar. Recorrí hasta el último centímetro con la linterna. No había televisor. Tampoco mesa, ni ordenador. Era sólo una habitación amueblada con sencillez y en un estilo anticuado. En la ventana colgaban gruesas cortinas de terciopelo. Observé un enorme sillón acolchado de cuero rojo con botones. Y una vitrina de coleccionista. Y alfombras. Colocadas en el suelo de tres en fondo. Miré el reloj. Era casi la una. Hacía casi una hora que andaba de inspección. Entré y cerré la puerta con cuidado.

La vitrina de coleccionista tenía casi dos metros de altura. En la parte inferior había dos cajones a todo lo ancho y encima puertas de cristal cerradas. Tras el cristal se veían cinco subfusiles Thompson. Eran las típicas armas de cargador de tambor que llevaban los gánsteres de los años veinte, las que se observan en las viejas fotos granuladas en blanco y negro de los hombres de Al Capone. Estaban orientadas alternativamente a derecha e izquierda, colocadas en un apoyo de madera noble hecho a medida que las mantenía perfectamente horizontales. Eran todas idénticas. Y parecían flamantes. Daba la impresión de que nunca habían sido disparadas. Era como si nadie las hubiera tocado jamás. El sillón estaba situado de cara a la vitrina. En la habitación no había nada más que fuera significativo. Me senté en el sillón y empecé a preguntarme por qué alguien querría dedicar tiempo a contemplar aquellas cinco armas antiguas y lustrosas.