Entonces oí pasos. Un andar ligero, arriba, justo encima de mi cabeza. Tres pasos, cuatro, cinco. Rápidos y silenciosos. No sólo en consideración a la hora nocturna. Un verdadero intento de ocultación. Me puse en pie y me quedé quieto. Apagué la linterna y la pasé a la mano izquierda. Con la derecha cogí el escoplo. Percibí que una puerta se cerraba suavemente. Después se hizo el silencio. Agucé el oído. Me concentré en todos los sonidos, por débiles que fueran. El zumbido de fondo del sistema de calefacción llegó a convertirse en un estruendo en mis oídos. Mi respiración era ensordecedora. Los pasos se reanudaron.
Se dirigían a las escaleras. Me encerré en la habitación. Me arrodillé tras la puerta y escuché los crujidos en los peldaños. No era Richard. No era nadie de veinte años. En las pisadas había una cautela mesurada. Una suerte de rigidez. Y se volvían más rápidas y silenciosas a medida que se acercaban al final. En el vestíbulo, el sonido desapareció del todo. Me imaginé a alguien de pie en las gruesas alfombras, rodeado por las cortinas y los revestimientos, mirando alrededor, aguzando el oído. Quizá tomando la misma dirección que yo. Volví a coger la linterna y el escoplo. Tenía la Glock al cinto. No tenía ninguna duda de que podía abrirme paso hasta el exterior. Ninguna duda. Sin embargo, acercarme a un alertado Paulie a campo raso a lo largo de más de cien metros y bajo las luces del estadio sería complicado. Y un tiroteo supondría el fin de la misión. Quinn volvería a esfumarse.
Del vestíbulo no llegaba sonido alguno. El silencio resultaba abrumador. Entonces oí abrirse la puerta principal. Percibí el repiqueteo de una cadena y una cerradura que saltaba y el chasquido de un pestillo y el sonido succionador de una cinta aislante de cobre al liberar el borde de la puerta. Un instante después ésta se cerraba de nuevo. Cuando el macizo roble golpeó el marco, noté un ligerísimo temblor en la estructura de la casa. El detector de metales no se había disparado. Quien hubiera pasado no llevaba armas. Ni siquiera las llaves de un coche.
Esperé. Seguro que Duke dormía profundamente. Además no era de los confiados. Supuse que él nunca saldría a dar una vuelta de noche sin llevar un arma. Beck tampoco. Pero cualquiera de los dos era lo bastante sagaz para permanecer en el vestíbulo y abrir y cerrar la puerta con el fin de hacerme creer que había salido. Cuando en realidad no lo había hecho. Cuando en realidad estaba allí mismo, pistola en mano, mirando en la oscuridad, aguardando a que yo apareciera.
Me senté de lado en el sillón de cuero negro. Saqué la Glock del cinturón y apunté a la puerta con la mano izquierda. En cuanto se abriera más de un centímetro, dispararía. Hasta entonces, esperaría. Se me daba bien esperar. Si creían que me daría por vencido y saldría, se habían equivocado de hombre.
Pero una hora después, en el vestíbulo aún reinaba el más absoluto silencio. Ningún sonido. Ni vibraciones. Allí no había nadie. Desde luego, Duke no. Ya habría caído dormido y golpeado el suelo. Tampoco Beck, que sólo era un aficionado. Para quedarse uno totalmente inmóvil y en silencio durante una hora entera hace falta muchísimo oficio. Así que lo de la puerta no había sido ningún truco. Alguien había salido desarmado en plena noche.
Me tendí en el suelo cuan largo era, alargué el brazo y abrí la puerta. Una precaución. Si hay alguien esperando que se abra la puerta tendrá los ojos fijos a la altura de la cabeza. Yo lo vería a él antes que él a mí. De todos modos, no había nadie. El vestíbulo estaba desierto. Me incorporé y cerré la puerta a mi espalda. Bajé al sótano en silencio y dejé la linterna en su sitio. Subí las escaleras a tientas. Entré en la cocina sin hacer ruido y deslicé todo mi equipo por el suelo hasta el porche. Cerré tras de mí, me puse en cuclillas, recogí las cosas y escruté los alrededores. No vi nada salvo un mundo gris de rocas y mar pálidamente iluminado por la luna.
Cerré la puerta del porche y me mantuve pegado a la pared de la casa. Luego me zambullí en las profundas y negras sombras y regresé al muro. Encontré la hondonada de la roca, envolví el escoplo y el punzón con la alfombra y lo dejé todo allí. No podía llevarlos conmigo. Romperían la bolsa de la basura. Seguí el muro hacia delante, en dirección al mar. Pretendía bajar a las rocas justo por detrás de los garajes, hacia el sur, completamente fuera del campo visual de la casa.
Estaba a mitad de camino. De pronto me quedé paralizado.
Elizabeth estaba sentada en las rocas. Llevaba un albornoz blanco sobre un camisón también blanco. Parecía un fantasma, o un ángel. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la mirada perdida en la oscuridad, hacia el este, como una estatua.
Me quedé totalmente inmóvil. Me hallaba a unos diez metros de ella. Yo iba todo de negro, pero si ella miraba a su izquierda, vería mi silueta. Y un movimiento en falso me delataría. Así que simplemente me mantuve inmóvil. El oleaje chocaba suavemente contra las rocas y se retiraba, tranquilo y perezoso. Era un sonido sosegado. Un movimiento hipnótico. Ella miraba fijamente el agua. Tendría frío. La brisa le revolvía el pelo.
Flexioné las rodillas y me puse en cuclillas buscando confundirme con la piedra. Ella se movió. Fue tan sólo un giro extraño de la cabeza, como si de súbito se le hubiera ocurrido algo. Me miró fijamente, sin revelar sorpresa alguna. Tenía los largos dedos entrelazados. La luz de la luna que se reflejaba en el agua iluminaba su pálido rostro. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. O acaso yo estaba lo bastante agachado para que ella me confundiera con una roca o una sombra.
Permaneció así unos diez minutos, mirando en mi dirección. Comenzó a temblar de frío. De pronto volvió a menear la cabeza, resuelta, y apartó su mirada de mí para fijarla en el mar, a su derecha. Se alisó el cabello hacia atrás y alzó la cabeza hacia el cielo. Luego se puso en pie despacio. Iba descalza. Se estremeció, como sintiendo frío, o miedo. Extendió los brazos a ambos lados como si estuviera en la cuerda floja, y avanzó hacia mí. Al pisar le dolían los pies. Estaba claro. Mantenía el equilibrio con los brazos y daba cada paso con sumo cuidado. Llegó a estar a un metro de mí. Prosiguió sin detenerse y regresó a la casa. La miré alejarse. El viento le sacudía la ropa. El camisón le quedaba aplastado contra el cuerpo. Desapareció de mi vista. Tras unos prolongados instantes oí abrirse la puerta principal. Hubo una pausa fugaz y acto seguido un débil ruido al cerrar. Me dejé caer de lleno, me di la vuelta y quedé boca arriba. Contemplé las estrellas.
Permanecí así tendido todo el tiempo que fui capaz y luego me levanté y me abrí paso a duras penas por los últimos quince metros hasta la orilla. Sacudí la bolsa negra, me quité la ropa y la metí dentro con cuidado. Envolví la Glock y los cargadores con la camisa. Metí los calcetines en los zapatos y los coloqué encima de todo y finalmente puse el pequeño trapo de hilo. Después até bien la bolsa y me la sujeté al cuello. Y me introduje en el agua arrastrándola tras de mí.
El mar estaba frío. Ya me lo imaginaba. Abril en la costa de Maine. Eso sí era frío. Un frío glacial. Me sentía entumecido y no podía parar de temblar. Me quedaba sin aliento. Al cabo de un segundo estaba helado hasta los tuétanos. A cinco metros de la orilla me castañeteaban los dientes, iba desorientado y los ojos me escocían.
Pataleé hasta haber recorrido unos diez metros y alcancé a ver el muro. Resplandecía de luz. Como no podía atravesarlo ni salvarlo, tenía que rodearlo. No había elección. Discurrí para mis adentros. Debería nadar unos cuatrocientos metros. Soy fuerte aunque no rápido, y arrastraba una bolsa, así que quizá tardaría diez minutos. Quince como mucho. Nada más. En quince minutos nadie muere de congelación. Nadie. En todo caso, yo no. Esa noche no.